Dec 18, 2008 07:57
-¿Por qué había guerra entre Arthia y Kemdor? -preguntó el Príncipe Blanco, levantando la cabeza y ladeándola un poco con un gesto que Drelliane había empezado a conocer como el de querer comprender algo a lo que había pasado un tiempo dándole vueltas y que no terminaba de encajarle. Llevaban un rato en silencio, compartiendo la misma habitación sin necesidad de decirse nada, como si se conocieran desde hacía años. A Drelliane a veces le parecía que así era-. No fue sólo por voluntad de Dagor, ¿verdad?
La muchacha asintió, con una sonrisa distante. El Príncipe también había aprendido a reconocer aquella sonrisa: significaba "es una larga historia".
-Los elfos son una raza orgullosa -comenzó, inclinándose hacia atrás para contemplar el techo de la estancia. Le recordaba vagamente al de las clases de la Universidad de Vector, donde había aprendido todo aquello. Disfrutaba de la pequeña ironía que eso representaba-. Una vez se atrevieron a abandonar sus bosques y salir al exterior, encontraron un continente absolutamente debilitado por las guerras entre las primeras razas: enanos y orcos, principalmente. No les costó mucho imponerse a lo que habían sido dos grandes imperios que habían chocado frontalmente, por lo que se expandieron con fuerza. Fue entonces cuando se fundaron las Naciones Élficas: Arthia al norte, dominada por los llamados altos elfos, Athraennor al sur, tierra de los elfos lunares, y en el centro de las dos, muy mermada por siglos de resistirse a las hachas de los enanos y los orcos, Edhellion, el bosque originario, donde todavía vive la que clama ser la única raza de la que descienden todos los elfos: la silvana.
-¿Y Kemdor?
-Kemdor no existía como tal en aquel tiempo. Parte de su territorio actual pertenecía a Arthia y otra parte a Athraennor. Incluso Edhellion era mayor entonces de lo que es ahora, así que podría decirse que estaba dividida entre las tres naciones.
-¿Cómo surgió, entonces?
La sonrisa de Drelliane adoptó un tinte cálido. Dejó caer los párpados y, sin llegar a pronunciarla, movió los labios formando la palabra "paciencia". Captándolo, el Príncipe se encogió tímidamente de hombros, a modo de disculpa.
-Como te he dicho, los elfos son una raza orgullosa. En aquel tiempo, el pensamiento mayoritario era que los humanos habían nacido para ser sirvientes y ciudadanos de segunda. -El Príncipe frunció el ceño-. No es tan extraño, si lo piensas: durante los largos siglos que duraron las guerras entre las primeras razas, los elfos habían tenido tiempo de florecer al amparo de los árboles de Edhellion, pero los humanos nunca gozaron de ese refugio. Para cuando ambos imperios empezaron a declinar, los humanos sólo existían en tribus aisladas, escondiéndose de unos y de otros, que les expoliaban y les capturaban para usarlos como esclavos.
Los ojos del Príncipe se abrieron de par en par. ¿Esclavos? Aquella palabra le sorprendía y la indignaba.
-Tendemos a ser crueles con aquellos que avanzan a menor velocidad -explicó la bruja, encogiéndose de hombros-. Los pielesverdes veían a los humanos como un zorro vería a un puñado de gallinas; y los enanos es probable que no los consideraran más que goblins de piel rosada.
-Y entonces llegaron los elfos... ¿no salisteis ganando?
-Oh, sí... el advenimiento de los elfos y la Paz que trajeron fue lo que permitió a los humanos desarrollarse y civilizarse. Fue de los elfos de quienes aprendimos a construir ciudades, a leer y escribir, incluso a usar las armas y la magia.
-¿Y no les estáis agradecidos por ello?
-Ese es precisamente el punto clave -respondió ella, levantándose de su asiento y caminando lentamente por la superficie de hielo, sin un rumbo concreto-. Los humanos nunca nos hemos puesto de acuerdo sobre eso. Hay quienes piensan que los elfos han sido unos padres generosos, que nos han enseñado todo cuanto sabemos, mientras que otros dicen que, si tan benevolentes eran, nos habrían tenido que tratar desde el principio como iguales, y que todo cuanto hayan podido aportarnos no justifican siglos de tratarnos con superioridad. Por supuesto, hay miles de variantes y de opiniones intermedias. ¿Quién tiene razón? No lo sé. Lo que sí puedo decirte es que, aprovechando el caos producido por la Secesión Nigromántica y el fin de la Paz Élfica, varias naciones humanas nacieron al escindirse del dominio de los elfos. Así se originaron Kemdor, Imdor y Aranor, junto con alguna otra más que no logró perdurar. Fueron tiempos turbulentos, en los que muchos, tanto elfos como humanos, perdieron la vida, y que casi llegaron a significar el fin de los Reinos Élficos. Finalmente, tras sofocar la rebelión de los Nigromantes, los elfos optaron por firmar acuerdos de paz con Imdor y Aranor. Sin embargo, Kemdor, la más grande y orgullosa de todas, nunca se resignó a firmar la paz.
-¿Quieres decir que Kemdor ha vivido en guerra con Arthia desde el mismo día en que se formó? ¿Cuánto hace de eso? ¿Mil años?
-Más o menos mil años, sí. Pero no sólo con Arthia, sino con todos los elfos -puntualizó la bruja-. Evidentemente, no han sido mil años de lucha continua, ni en todos los frentes. La historia de Kemdor y los Reinos Élficos está repleta de acuerdos de tregua y rupturas de los mismos, según cambiaban las manos que ostentaban el poder en uno u otro país o los intereses del momento, pero nunca llegó a pactarse una paz formal. Lo único que Dagor hizo fue forzar la situación lo suficiente como para quebrar uno de dichos acuerdos.
-¿Y eso acarreó un conflicto de más de setenta años?
-Exactamente. Y no era la primera vez que sucedía. Ni será la última. Cuando yo nací, la guerra todavía estaba en marcha. No llevamos ni quince años de renovada tregua y ya he oído acerca de tres o cuatro escaramuzas fronterizas. Ni siquiera me extrañaría que encuentre guerra otra vez, cuando vuelva.
El silencio que siguió fue incómodo como no lo había sido ninguno hasta el momento. Las últimas palabras de Drelliane resonaron en su propia mente, con un tono ominoso que nada que ver tenía con la despreocupación con que las había pronunciado. Mordiéndose el labio, lanzó una mirada furtiva al rostro del Príncipe. Una sombra emborronaba su expresión inocente habitual. Sus ojos cristalinos recorrieron la estancia, incómodos, como si buscaran evitar todo contacto con la mujer que tenía enfrente.
Fijando la mirada deliberadamente en el suelo, el Príncipe se incorporó. Sus movimientos carecían de la gracia acostumbrada, pero incluso en su turbación resultaban elegantes.
-Te ruego que me disculpes... -dijo, casi en un murmullo, antes de abandonar la estancia a toda prisa.
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