Dec 18, 2007 21:39
[Dado que ando de exámenes y no tengo mucho tiempo para escribir, pero me sentía mal teniendo esto tanto tiempo abandonado, he decidido que pondré unos relatillos que tengo escritos por ahí. Es posible que algunos ya los hayáis leído, pero... os jodéis ^^. Cuando acabe exámenes prometo seguir poniendo material nuevo]
Tenía 34 años la noche en que maté a mi mujer. Fue a finales de 1852, después de 15 años de matrimonio.
No sé cuándo, ni cómo, ni por qué crucé la línea entre amor y odio. O quizás no lo hice nunca y el amor que creí sentir por ella al principio no era más que una macabra ilusión. Lo cierto es que, paulatinamente, a partir del segundo año, la vida de matrimonio comenzó a hacérseme pesada. Al principio no era más que una leve molestia, una carga que podía llevar sin mucho esfuerzo. Pero, a medida que pasaban los días, el peso de esta carga aumentaba más y más, hasta que me ancló contra el suelo y comenzó a asfixiarme sin piedad.
Del mismo modo que el crecimiento de una planta, el aumento de la carga que me suponía mi vida con ella era tan gradual que resultaba absolutamente imperceptible. Sólo de vez en cuando mis ojos topaban con una rama que antes no estaba o con una yema que comenzaba a despuntar y sólo entonces reparaba en el cambio que se había operado y que no había sabido ver mientras se producía.
Es por esta razón que me siento incapaz de decidir en qué momento aquella expresión dejó de parecerme dulce para volvérseme empalagosa; o cuándo lo que acostumbraba a llamar "inocente ingenuidad" se convirtió, simplemente, en "estupidez". Tampoco podría decir cuándo comencé a encontrar repugnante el tacto de aquellas manos, siempre frías y -de algun modo que nunca alcancé a comprender- siempre húmedas. Lo cierto es que, poco a poco, todo lo que tenía alguna relación con ella se me iba haciendo más y más molesto, hasta que terminó por volverse insoportable.
A menudo me pregunto cómo pude vivir de este modo durante 15 años.
No intento justificarme. Sé que nada me daba derecho a matarla. Sin embargo, tampoco podía continuar viviendo de aquella forma. Nuestra casa me ahogaba. Las habitaciones me parecían repentinamente demasiado estrechas y con el techo demasiado bajo. Trataba de evitarla tanto como podía, pero ella no parecía darse cuenta de la mueca de desagrado que desfiguraba mi cara cada vez que la veía, e invariablemente me trataba con una ternura que me mortificaba. Si había algo verdaderamente insufrible era aquella ceguera absoluta ante mis continuas muestras de asco y desprecio.
Con el tiempo, comencé a alimentar fantasías de asesinato. En mi desquiciada imaginación, terminé con su vida de mil formas, día tras día. Lo consideraba una válvula de escape para mi odio y, en realidad, no tenía ninguna intención de llevar ninguna de ellas a cabo.
Sin embargo, lo hice. No fue algo planeado, en absoluto; simplemente, sucedió. Lo recuerdo con toda claridad. Ella estaba durmiendo, con aquella expresión en el rostro de inocencia angelical que tanto me había atraído al principio y que con tantas fuerzas detestaba ahora. Permanecí unos minutos sin poder apartar la vista de ella, como me había sucedido frecuentemente al comenzar nuestro noviazgo. Lo curioso era que, en aquel tiempo, tal comportamiento estaba causado por el amor que inflamaba mi corazón, mientras que esa vez lo estaba por el odio que lo helaba. No deja de ser una triste ironía que dos sentimientos tan radicalmente contradictorios puedan provocar un mismo efecto.
Pero, mientras la contemplaba, sentí como algo se desencadenaba en mi interior. Fue como un mecanismo que, una vez disparado, no tenía ya modo de pararse. No recuerdo haber pensado absolutamente nada durante todo aquel tiempo, como si lo que hice no hubiera sido por obra de mi mente consciente, sino de algo mucho más profundo y oscuro, que había ganado el control de mis actos.
Cogí una almohada y la presioné contra su cara con todas mis fuerzas. Quizás a causa de la repentina falta de aire, quizás a causa del golpe o quizás por ambas cosas, despertó y comenzó a forcejear. Fue en vano. Seguí presionando la almohada contra ella varios minutos después de que dejara de moverse, incapaz todavía de articular un solo pensamiento coherente.
Lentamente, noté como aquel manto oscuro que había ocupado mi mente se retiraba, permitiéndome volver en mí. Despertando de aquel extraño trance, aparté la almohada y, aunque sabía lo que iba a encontrar debajo de ella, nada podía haberme preparado para tal visión. ¡Era ella! ¡Y la había matado! Aquella expresión angelical, aquella misma que unos minutos antes había contemplado con creciente odio, me atravesó el corazón de dolor. Los 15 años de insoportable matrimonio parecían haberse borrado de mi recuerdo cuando me acosté a su lado, la abracé y derramé las más amargas lágrimas sobre su pecho inerte.
Permanecí de aquel modo hasta altas horas de la madrugada, momento en que, del mismo modo que los ojos se ciegan ante demasiada luz, mi corazón dejó de sentir emoción alguna a causa de tan excesivo dolor. Me levanté entonces con el pecho vacío y helado como las regiones polares y un rostro ceniciento incapaz de llorar o reir. Con calculadora frialdad, decidí que tenía que librarme del cadáver antes de que amaneciera. Mi mente, liberada de la carga que suponían las emociones, trabajaba con sorprendente eficacia. No tuve ninguna duda acerca de la mejor alternativa: era la misma que había elegido en la mayoría de mis anteriores fantasías.
Limítrofe a nuestro terreno, discurría un pequeño río. Se trataba de un cauce profundo con aguas siempre turbias a causa de la gran cantidad de tierra que arrastraban desde las montañas donde nacía su curso. Nadie encontraría nunca un cuerpo sumergido en él a menos que supiera exactamente dónde buscarlo.
Protegido por la oscuridad de la noche, arrastré el cuerpo hasta la orilla. La tarea era penosa, pero mi corazón era ciego a todo cuánto suponía, como si fuera otra persona quien la estuviera realizando. Una vez llegué al lado del agua, busqué una roca tan pesada como pude encontrar y la até al cadáver para evitar que reflotara. La arrojé al agua todavía sin sentir la menor emoción, como si de otra piedra se tratara.
Evidentemente, la policía hizo preguntas e incluso abrió una investigación por desaparición, pero jamás encontraron el cuerpo. Podría creerse que a partir de ese momento viví tranquilo, pero no fue así.
En realidad, a partir de aquel momento no viví un solo instante de sosiego. Aquella apatía que se había apoderado de mí no sólo me abandonó, sino que, de algún modo extraño, me estaba volviendo loco. Fuera donde fuera, me parecía verla por el rabillo del ojo. Lo más exasperante era que, siempre que trataba de mirar en aquella dirección, no encontraba más que un espacio vacío. Comencé también a oír su voz, aunque me llegaba amortiguada, como si hablara desde otra habitación o -pensé, con un escalofrío- desde detrás de una almohada, y no podía comprender sus palabras.
Cada vez que me acercaba al río creía ver su silueta emergiendo de las aguas y su voz que me llamaba. Comenzó a atormentarme el pensamiento de que su cuerpo no había recibido sepultura y que, por tanto, su alma estaría por siempre atrapada en este mundo.
La casa en la que vivía se había hecho todavía más insoportable que con ella en vida. Cada mueble, cada rincón me recordaban a ella. Seguía oyendo su voz allá donde fuera y, por las noches, ya no era capaz más que de dormir intranquilamente unos pocos minutos, de los que siempre despertaba sobresaltado por pesadillas acerca de ella.
Fue una de esas noches cuando decidí huir. Si me quedaba entre aquellas cuatro paredes que me oprimían tan sólo un día más, era posible que perdiera definitivamente la escasa cordura que me quedaba.
Cargué todo cuanto podía llevar en las alforjas del caballo que usaba para ir a la ciudad, lo ensillé y marché de allí sin ni siquiera esperar a que amaneciera.
Nadie con la cabeza clara habría salido aquella noche. Una lluvia intensa desdibujaba los alrededores tras una cortina impenetrable, mientras que un viento endiablado soplaba, azotándome los miembros y obligándome a inclinarme sobre mi animal. Pese a todo, la desesperación me empujó a escapar por el camino más directo: cruzando el río.
Había un vado a pocos metros de nuestro terreno. Era un paso que no ofrecía el menor riesgo en los días de calma, pero aquella noche el agua bramaba sobre las rocas, obligando a mi caballo a esforzarse para no ser arrastrado por la corriente.
A pesar de todo, podíamos haber llegado a la otra orilla. Pero, cuando estábamos en mitad del río, un rayo iluminó súbitamente la escena. Durante tan sólo un instante, a la luz repentina que precedió al trueno, pude verla, con total claridad. No era más que una silueta fantasmagórica, pero pude reconocer en aquella figura mortecina y marcadamente antinatural a la que había sido mi mujer durante 15 años, a la que yo mismo había matado y había arrojado en aquel maldito río. Estaba allí, frente a mí, mirándome.
Mi caballo también la vio. Al tiempo que el trueno ensordecía nuestros oídos, montó en pánico, se encabritó y, hallándome yo aturdido por la visión, me descabalgó. Antes de que pudiera reaccionar y ponerme en pie, la furiosa corriente me había arrastrado lejos del vado, hacia aguas más profundas.
No sabía nadar.
Lo siguiente que recuerdo es la extraña sensación de estar de pie en la orilla, contemplando como mi cuerpo anegado se hundía más y más en las oscuras aguas, hasta finalmente perderse de vista. Nadie volvería a verlo jamás.
Y, mientras permanecía allí en pie, aturdido por la súbita conciencia de que había muerto, apareció ella.
Jamás olvidaré la sonrisa lupina que deformó su rostro de ángel en una expresión de la más pura crueldad demoníaca cuando me dijo, con la voz más dulce que he oído nunca:
-¿No te parece precioso, amor? ¡Juntos! ¡Juntos por toda la eternidad!
misterio,
cuentos,
oscuros