Ayer vi de nuevo este hermoso episodio de Doctor Who y me apetece dejar también aquí el comentario que he colgado en el foro. Perdonadme.
En Versalles, una dama suplica la ayuda del Doctor. Muy lejos de allí, en el tiempo y en el espacio, el Doctor, Mickey y Rose han recalado en una nave aparentemente abandonada en la que se abren ventanas temporales a la Francia del siglo XVIII
Creo que este fue el siguiente episodio (tras el doble The empty child- The Doctor dances) que me dejó absolutamente sorprendida, pensando que esta serie tenía también cosas distintas de las carreras y las absurdas peleas contra monstruos. Cosas originales y maravillosas, aunque no acabara de entenderlas muy bien.
Y ahora que lo he vuelto a ver me ha parecido aún mejor. Quizás tiene la marca de la casa Moffat, hecha de tres componentes: terror, originalidad, y romanticismo (o ternura, o...¿calidez humana?). Si es lo que nos va a dar en la próxima temporada, va a ser una gran temporada.
El episodio tiene, en efecto, ciertas notas de terror, aunque más que miedo es casi fascinación lo que producen esos monstruos mecánicos tan diferentes y llamativos. El diseño de producción es, desde luego, de quitarse el sombrero al ser capaz de aunar la brillantez barroca de Versalles junto a la mecánica de relojería y autómatas (Los droides son una obra de arte, como se extasía el Doctor... antes de destruirlos). Y todo ello sin olvidar la estética gris de la nave de desguace.
La originalidad estriba en la conjunción de esos dos mundos separados por tres milenios, que, sin embargo, funcionan sin problemas en una historia absolutamente novedosa. (Yo al menos no la relaciono con ninguna otra trama fantástica o de ciencia ficción. Demonio igual tiene más conocimientos y lecturas).
Y esas dos cosas -terror y originalidad- están muy bien, pero lo que está aún mucho mejor, lo que a mí me conmueve y me parece que eleva la categoría de este episodio, es el tercer componente: el toque humano, emotivo. Una niña a quien salva de los monstruos bajo su cama un extraño hombre que desaparece misteriosamente. Una joven que recupera a su "amigo imaginario" de la infancia y le da el primer beso de amor. Dos seres excepcionales encontrándose en los miedos y la soledad del otro. Dos vidas que apuran breves instantes de felicidad. El camino lento y el camino rápido que se entrecruzan brevemente en una historia de amor imposible a través del tiempo. La separación definitiva. La muerte.
Doctor Who nos habla de temas eternos: el amor, la soledad, la pérdida, el tiempo. Y lo hace con tanta brillantez como lirismo. El ritmo loco del Doctor se reposa en ternura para hablar con una niña al otro lado del universo y se tiñe de una melancolía infinita al final. Para él apenas ha durado unos minutos la gran historia de amor que ha llenado la existencia de Reinette. También para él es mucho más cruel el final. Es su maldición: acariciar un espejismo de felicidad que irremediablemente está condenada a desaparecer y a no dejar más huella en su existencia que el dolor de la ausencia. El Doctor que reía, gesticulaba y hasta ahora batallaba con el entusiasmo que le caracteriza, al final del episodio, cuando se queda a solas y ya no tiene que fingir ante sus compañeros, lee en silencio la carta de la mujer que amó y la guarda -siempre en silencio- sin más gesto que la tristeza insondable de su mirada. El ángel solitario seguirá solo su camino entre las estrellas, pero atisbamos por un momento -una de las primeras veces- cuánto de máscara tiene su carácter extrovertido. El Doctor es un ser condenado a la soledad y en momentos como éste, nos preguntamos si no es ése su verdadero rostro por mucho que se esfuerce en ocultarlo tras su risa y sus palabras a toda velocidad.
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