Título: En tiempos de hambre (se levantará el rey)
Fandom: Merlín (mezcla entre AU y future!fic)
Personajes: prácticamente todos los que aparecen en la serie
Autor:
lauranio y
earwen_nerudaParejas: Merlín/Morgana, John/Valerie
Rating: NC-17
Sumario: "La primera vez que Morgana le ve, parado en mitad de la tienda de música, tan alto como aquellas torres de Camelot que todavía permanecen ancladas en su memoria, es como si todos esos siglos que carga sobre su espalda desaparecieran en apenas un segundo".
Advertencias: posibles spoilers de todos los capítulos publicados hasta la fecha. Pero no preocuparse, porque la gente que no haya visto la serie o no la lleve al día puede leer este fanfic haciendo algo tan simple como
leer esta entrada.
En tiempos de hambre
(se levantará el rey)
(Morgana: Perhaps you ache for what you've never known.
Merlin: Perhaps you lust for what you cannot have.
Excálibur, 1981)
Prólogo
Fueron invencibles. Arturo y Merlín, Merlín y Arturo; el rey de armadura de oro y el mago con ropa de plebeyo, titanes hechos carne, dos caras de la misma moneda. Los protectores de Camelot.
Lucharon codo con codo y mientras les quedó aliento jamás se arrodillaron, apoyándose el uno en el otro para no caerse si hacía falta, giraron como un puñetazo y esquivaron al mundo, escupiendo a los pies de profecías y no creyentes, de enemigos y amigos que nunca acabaron de serlo. Restauraron la fe en la magia y en los cambios, se rieron del miedo a lo desconocido y dieron fin a la época de censura de Uther -un gran hombre con unos fantasmas igualmente grandes, rezaban las letras de su tumba.
Cuando Merlín derrotó a la bruja Morgana se escribieron canciones y se esculpió una estatua en el centro de la ciudad, alta y afilada como una montaña, creo que han plasmado a la perfección la expresión idiotizada de tu cara / eso es gracioso, viniendo de alguien que no tiene una estatua.
Esa noche el pueblo entero celebraba pero Merlín y Arturo estaban de luto y Lancelot los encontró emborrachándose en silencio en los establos del castillo, ojos acuosos y las copas levantadas, “por Morgana, hermana y amiga, enemiga dura de roer. Que los dioses cuiden de su alma si saben lo que les conviene”. Merlín nunca olvidará los ojos de Morgana mientras él levantaba la mano y se concentraba en uno de los últimos hechizos que le había enseñado Gaius antes de morir, en voz baja y a regañadientes, con la esperanza de que nunca tuviera que usarlo.
- ¿Vas a matarme otra vez, Merlín?
Sólo una palabra. El corazón más pequeño de golpe, del tamaño de una uva. “Sí”.
Consiguieron escribir sus nombres en piedra porque el papel es para enclenques y médicos de tres al cuarto: Arturo y Merlín, Su Majestad y Emrys a veces, muy pocas, las menos. Sus decisiones no siempre fueron las correctas pero sería ingenuo creer que todo es siempre perfecto, así que se limpiaron la sangre de las manos en la tela de los pantalones y siguieron andando, llevando la promesa de un mundo nuevo a cuestas, sobre los hombros. Cubiertos de barro y musgo verde, el color de la esperanza.
- Si alguna vez necesito un sirviente en la otra vida. - dijo Arturo en su lecho de muerte, mirándole con toda la intensidad de la que eran capaces aquéllos ojos azules. Una mano en la empuñadora de Excalibur y la otra en la mejilla de Ginevra, secando una lágrima.
- A mí no me mires. - respondió él, sonriendo sin sonreír, como se hace en las grandes leyendas. En el fondo, los dos sabían que aquello significaba que tú y yo, imbécil, hasta el fin de este mundo y del siguiente.
Fueron Merlín y Arturo, Arturo y Merlín. El príncipe presumido y el sirviente patán, héroes y canallas, pordioseros y leyendas, y cuando dejaron de serlo -cuando el corazón de león de Arturo El Justo dio su último estertor, Merlín cerró los ojos y se permitió descansar por primera vez en veinte años. Sólo un poco, cinco minutos, cincuenta millones de años.
Hasta que la voz ronca y milenaria de Avalon, como de dragón malnacido, volviera a reclamarlo.
1. Soy parte cura y parte enfermedad (Coldplay)
Miles serían las hazañas por las que Merlín sería recordado por cada corazón que latiera dentro de aquella ciudad remendada con hijos de magia que siempre sería Albion. Estableció las propiedades del mercurio y encontró el remedio de la peste negra. Unificó el Norte bajo la bandera de su rey y dispersó a los druidas que osaron revelarse. Señor de dragones y siervo del pueblo. Pero, por encima de todas las cosas, Merlín sería recordado, por los siglos de los siglos (amén), por ser el famoso mago que derrotó a la malvada bruja Morgana.
Y, sin embargo, ella siempre le recordaría por intentarlo.
No importan los años que pasen, cuanto cambie la tierra, ni cuanto luche el tiempo por arrebatarle rostros y fechas a su memoria; para Morgana la mano de Merlín siempre brillará con la luz que le faltaban a sus ojos, en la sala de un trono que jamás sería suyo, mientras pronunciaba el hechizo que la borraría del mapa a regañadientes.
-¿Vas a matarme otra vez, Merlín?
-Sí.
Aquel día, el mago Merlín mató a la bruja Morgana después de su segundo enfrentamiento.
Ella jamás regresó para reclamar un tercero.
La magia permite a los hechiceros abrazarse a la inmortalidad, y Morgana se aferró a ella con dedos de acero, demasiado asustada ante una revancha que podrá costarle mucho más que la vida. Había rozado dos veces las puertas del infierno con la misma edad a la que los hombres tomaban su primera jarra de cerveza, y las llamas comenzaban a impacientarse, deseosas de carbonizar sus pecados.
Por eso huyó, dejando que la leyenda la creyera muerta.
Nunca volvió a usar su propio nombre, condenada a tener tantos como identidades en los días venideros.
Morgana creció en la distancia tanto como creció el mito del rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda, extendiéndose como la pólvora, historias que cruzaron países a pie y el océano a nado; y sólo cuando su hermano cerró los ojos, sólo entonces, ella se permitió descansar en paz.
Arturo Pendragón fue sólo el primer nombre (el segundo, se dirá, el segundo, porque Uther, gracias al cielo, cayó antes) de una larga lista de monarcas que vería perecer frente a sus narices.
Napoleón cayó bajo el peso de su propia arrogancia en aquellos doscientos veintiséis escalones que bordearon la batalla de Waterloo. Enrique VIII fue sólo un necio que creyó en un destino más grande que el suyo y tuvo que legalizar su lujuria para poder soportarlo, y quizás, sólo quizás, la Revolución Francesa fue algo más sangrienta de lo estrictamente necesario porque Morgana no estaba de humor aquel día ni Luis XVI especialmente amable con ella.
Si eres capaz de guardar un par de secretos, Morgana te contará que el Rey Sol se ganó su apodo gracias a ella, que Miguel Ángel siempre la consideró su musa y que, en el fondo, Catalina de Aragón a veces la recordaba un poco a sí misma.
Siglos y siglos de historia cargados sobre sus hombros.
Anécdotas que cumplen centenarios.
Los que se sorprendieron con la subida al poder de Obama no estuvieron ahí para ver la coronación de la reina Ginevra. Todos aquellos que lloraron con las Torres Gemelas no presenciaron la caída de Morgause la hechicera, la salvadora. La hermana que estaba hecha de hierro mientras Morgana se sostenía sobre cimientos de paja. Los que hablan de la guerra de Irak no tienen ni idea de lo que es una guerra -no hasta que no hayan sentido el filo de Excalibur rozar el contorno de su cara y hayan visto los ojos del mago Merlín cambiar del azul al amarillo envejecido, como de oro bruñido en la rabia.
Morgana estuvo ahí mucho antes de que Inglaterra fuera Inglaterra. Antes de que las campanadas del Big Ben resonaran en la bóveda del cielo, de que las cabinas fueran rojas y los taxis negros. Antes que Lady Di. Mucho antes incluso que Harry Potter.
Sólo el recuerdo de Merlín y la gloria de Arturo serán siempre tan viejos como ella.
2. Tu corazón me hace sentir, tu corazón me hace gemir (Interpol)
Los ojos son del azul de las tormentas eléctricas y el pelo azabache casi una burla al color pálido de su piel; las mejillas dos cuchilladas en el centro de la cara, dándole un aire varonil que francamente no te mereces, hijo.
- Nadie que lea a Ann Rice debería tener ese mentón, es un insulto para el cromosoma Y.
En su defensa tiene que decir que a pesar de todo su padre le quiere mucho y que Entrevista con el vampiro mejora considerablemente cuando lo lees por tercera vez.
El aire siempre sopla un poco más frío en Londres. Seth cuela la nariz debajo de la bufanda y mete ambas manos en los bolsillos de su anorak negro, sintiendo la humedad desde los huesos a los cartílagos de las orejas, siempre un poco más grandes de lo normal. En momentos como ese echa de menos el calor de la hoguera en su casa de Colchester, incandescente e inapagable como el buen humor de su madre los domingos por la mañana preparando tortitas, mientras tararea una melodía que es mezcla entre canción popular y Like a Virgin de Madonna. No es algo que admita demasiado a menudo, lo de echar de menos Colchester. Fue su decisión mudarse a Londres, donde todo es más cosmopolita y grande, hasta las universidades, y un poco del frío polar que casi mató a Luke Skywalker no va a hacer que vuelva llorando a los brazos de su madre.
La residencia de la universidad tampoco está tan mal, de verdad. Hay calefacción y la cafetería tiene un buffet libre tirando a decente que pasa a ser guay del paraguay si es jueves y sirven pizza con pepperoni. Hasta hay una mujer de pelo permanentemente recogido en un moño y talla de pantalones entre Camionero Divorciado y Mamut Prehistórico (todavía por confirmar) que limpia su habitación de lunes a viernes, dejando un agradable olor a lavanda en las sábanas que Seth no identifica porque los hombres no se fijan en ese tipo de cosas.
Y qué si no tiene amigos, piensa mientras abre la puerta de su tienda de discos favorita. Tampoco los tenía en Colchester y quién dice que no pueden tenerse lazos afectivos con un iPod.
En las películas todo pasa siempre en Londres y si alguien le pregunta alguna vez, Seth le echará la culpa a eso. A que pasó en Londres. La ciudad más maldita y bendita del mundo.
Conoce la sección de rock alternativo como conoce la palma de su mano, cada título y cada portada, cada disco de Death Cab que está fuera de su sitio, desafiando el orden alfabético. Seth se considera un tío bastante moderno pero no hay nada de malo en comprar un disco de vez en cuando, ¿verdad? A veces tienen que hacerse sacrificios de ocho libras con noventa y nueve para que el sistema siga funcionando. Además, como decía Shakespeare, nada puede compararse a comprar la edición deluxe del CD de tu banda favorita. O bueno, puede que no.
Pero de haber vivido en los noventa seguro que habría dicho algo parecido, el bueno de William.
Su dedo índice está repasando el contorno del Uprising de Muse cuando la ve. Pelo oscuro como de noche cerrada y ojos verdes; puede adivinarlo incluso aunque los tenga cerrados mientras escucha música con los cascos puestos, tamborileando en la estantería de Clásicos con los dedos. No es la primera vez que los ve, esos ojos. Suele cruzarse con ellos las tardes de los miércoles en el campus, cuando sale de clase de Química Orgánica, si tiene la suficiente suerte y apura el paso.
A Seth le fascina ese verde que no llega a ser azul, pero casi. No hay ninguna pintura en su paleta de colores que sea capaz de asemejársele y tiene que mezclar el cian y el pistacho para conseguirlo mientras dibuja sentado en su habitación, con la lengua entre los dientes y las cejas fruncidas.
Se plantea la posibilidad de ir hasta ella y saludarla, un simple “¿qué tal, Katie? Sé que no me conoces pero yo te conozco a ti, estamos en el mismo campus. Soy Seth, por cierto. Me gusta dibujarte en mis ratos libres y creo que soñaba contigo antes de verte, ¿qué raro, no? Conexión vulcaniana. Je, je. En fin, sólo pasaba para decirte que eres preciosa. Así que: eres preciosa. Bueno. Adiós.”
Casi mejor no.
En ese momento exacto, los Fall Out Boys deciden hacer honor a su nombre y su CD cae al suelo con un ‘crack’ bastante sonoro, y cuando Seth levanta los ojos del suelo choca con la mirada de Katie a ciento veinte kilómetros por hora y sin cinturón de seguridad. No es la primera vez que la ve pero es la primera vez que se ven y su cabeza es un hervidero de dios, dios, joder, me está mirando, haz algo, me está mirando y verdeazul y con esa coleta alta que lleva puedo verle perfectamente la piel tierna del cuello y haz algo, haz algo, haz algo.
Así que hace lo único que un hombre puede hacer. Asentir con la cabeza de forma incómoda e intentar una media sonrisa que diga ‘ey, te he visto y te estoy saludando sin decir hola porque soy guay’. Lo que parece no surtir demasiado efecto, a juzgar por cómo ella se tensa con las manos todavía sobre la estantería y de no ser porque sabe que es imposible, Seth juraría que respira más rápido.
Tendría que haberlo intentado con la conexión vulcaniana. Es que lo sabía.
3. Somos extraños en un espacio vacío (Keane)
La primera vez que Morgana le ve, parado en mitad de la tienda de música, tan alto como aquellas torres de Camelot que todavía permanecen ancladas en su memoria, es como si todos esos siglos que carga sobre su espalda desaparecieran en apenas unos segundos.
Es curioso, no puede evitar pensar, como cientos de años pueden borrar tus recuerdos como si se trataran de garabatos pintados sobre la orilla. Basta una ola sin demasiada fuerza para que todo aquello que crees haber vivido no sean más que jeroglíficos sobre la arena, imposible de averiguar qué fue cierto y qué fue mentira. El apartamento que tuvo en París hace casi veinticinco años, un pequeño loft que hacía esquina con lo bohemio y ponía la torre Eiffel al alcance de tus dedos sin apenas estirarte, no es más que un collage de imágenes al que apenas puede darle forma dentro de su cabeza. Ha estado comprometida más veces de las que puede contar, relaciones que duraban tanto como lo hiciera la suspicacia de sus amantes, dominados por las dudas cuando su novia parecía esconder el secreto de su juventud con el mismo recelo con el que Dorian Gray custodiaba su cuadro. Apenas se acuerda del nombre de la mitad de ellos, y el resto de la interminable lista se ha ahogado en esa laguna secular que jamás perdona, ni siquiera a los inmortales.
Y sin embargo, cuando Morgana alza la cabeza y sus ojos se estrellan contra unos azules que amenazan con precipitaciones, no importa que haya pasado casi un milenio desde la última vez que se encontraron. Ella sabe que el chico que la mira fijamente desde el otro lado de la estantería de CD’s es Merlín, como lo sabe su corazón cuando deja de bombear sangre dentro de su pecho y sus venas se llenan de escarcha que duele con cada latido.
Podría reconocerle en cualquier parte, en plena manifestación o en mitad de un estadio con las gradas a rebosar, la estación Victoria en hora punta, el mercado de Candem un domingo por la mañana, cualquier parte, aunque ahora unos vaqueros desgastados sustituyan las ropas de sirviente y lleve el pelo algo más largo, con un flequillo que le tapa las cejas y le roza las pestañas.
Morgana aprieta el CD que lleva en las manos, aferrándose a ello como si se tratara de un salvavidas, y la carátula de Wagner lanza un peligroso crujido durante esos interminables segundos en los que los dos no hacen otra cosa más que mirarse sin que ninguno se atreva a moverse.
No pierde el tiempo en hacerse preguntas del tipo ‘¿Qué hace aquí, cómo demonios está aquí?’ porque, si ella ha sobrevivido sin un esfuerzo excesivo, por qué no iba a conseguirlo él, el hechicero más grande de todos los tiempos aunque su orgullo escueza al admitirlo.
El ocaso de los Dioses sigue sonando a través de los cascos cuando Merlín asiente con la cabeza y sus labios intentan forzar una sonrisa.
Me ha reconocido, piensa con un nudo en el estómago que estruja sin piedad, maldita sea, me ha reconocido. Y sin que pueda hacer nada por evitarlo, cuando pierde el control de sus nervios y de su propia respiración, un par de CD’s salen disparados de las estanterías más cercanas.
Se gira con rapidez, maldiciendo entre dientes, para evaluar los daños y averiguar si alguien la ha visto usar magia. Reza para que no sea así y que la historia de aquel pequeño pueblo de las afueras de Manchester no vuelva a repetirse. Sus manos ya están manchadas con sangre suficiente como para cubrir toda la inmortalidad y de verdad, de verdad que le gusta Londres como para tener que abandonarlo antes de tiempo por una imprudencia.
Pero cuando se da la vuelta nadie la está señalando con el dedo mientras grita “¡Es una bruja, es una bruja!”. El dependiente echa la bronca a un grupo de adolescentes que seguramente serán a los que les ha tocado pagar su descuido y Morgana se permite soltar un suspiro de momentáneo alivio. No puede evitar pensar que la última vez que perdió el control de sus poderes de esa manera fue durante la Revolución Rusa, en pleno Moscú, con Stalin en el poder y la Plaza Roja llena de heridos.
Merlín ya no está cuando vuelve a girarse y todas las alarmas de Morgana se disparan a la vez. En ese mismo instante, Richard Wagner alcanza el momento culmen de la pieza, pero Morgana sólo puede escuchar los latidos de su corazón, resonando furiosos dentro de sus oídos.
-Dónde está, dónde está, dónde está… -Susurra para sí, con el odio burbujeándole en la boca del estómago. “Dónde está” vuelve a repetir una y otra vez hasta que cae en la cuenta de algo.
Merlín nunca pelearía aquí, en una tienda llena de gente.
Maldito mago estúpido, tan típico de él preocuparse por cualquier vida que no sea la suya. Sólo de pensarlo le hierve la sangre.
El otoño le golpea las mejillas cuando abre la puerta con dedos temblorosos y sale a la calle, temiendo lo peor, preparada para lo que sea que tenga que venir, con una bola de luz que chisporrotea a través de sus guantes y un hechizo preparado en la punta de la lengua.
Pero no hay ni rastro de Merlín por ninguna parte, sólo una avenida poco transitada a esas horas de la tarde, con un par de parejas caminando agarradas de la mano, algún que otro transeúnte y una niña que dice emocionada “¡Mira mamá, a esa chica le brilla la mano!” mientras su madre, gracias a Dios, la ignora hablando por el teléfono móvil.
-Dónde estás, Merlín… Dónde te has metido… -Susurra entre dientes, con el corazón todavía latiéndole descontrolado dentro del pecho, la rabia alcanzando su punto de ebullición y todos sus sentidos en alerta, aguardando una ofensiva que nunca llega. -A qué demonios estás esperando.
Y cuando cree que todo ha sido obra de su imaginación, una jugarreta de los fantasmas del pasado que todavía siguen visitándola, alcanza a ver por el rabillo del ojo un enorme anorak negro escurriéndose por la boca del metro.
4. Y las fogatas iluminaron la orilla (Blue Fundation)
- Quítate los zapatos cuando entres en mi casa, hijo. Sé que tus calcetines son ridículos pero si verlos es el precio que tengo que pagar por tener el suelo limpio, llevaré con dignidad mi condena.
- Casa es un término bastante optimista para definir esta chavola. - La lluvia repiquetea en el techo de la cabaña del tío Fred mientras Seth se deshace de las Converse a trompicones, usando los pies. - ¿Sabes qué? Olvídalo. Probablemente chavola también lo sea.
Fred sonríe entre la barba grisácea de tres días. El agua de la cafetera hace rato que hierve, como si él siempre supiera cuándo va a llegar incluso antes de que Seth tome la decisión de visitarle.
- Soy un soñador.
Todo está pulcramente ordenado, como siempre, y la leña crepita en la hoguera mientras Fred le sirve una taza de café con dos terrones de azúcar y una pizca de leche, justo como a él le gusta. La casa es pequeña y angosta como una cripta pero es lo más parecido a un santuario que Seth conoce, como si hubiera podido llevarse un pedazo del Colchester más profundo consigo, el que está lleno de valles y parques y calles estrechas como un suspiro. El santuario del tío Fred huele a especias y azufre, y en días como hoy también a perro mojado.
- Nunca me has dicho cómo se llama ese bicho. - dice, refiriéndose al Carlino de pelaje claro que acaba de entrar por la pequeña trampilla de la puerta, sacudiéndose el agua del cuerpo.
Dice bicho pero por el tono de su voz podría estar nombrando a Voldemort. Seth y los animales nunca se han llevado bien pero ¿Seth y los perros? No desde que el Yorkshire Terrier de la vecina le mordió las pantorrillas, muchas gracias.
- Oh, sí. Su nombre. - contesta, paladeando el café en la boca y levantando los ojos al techo como si en los veinte años que lo tiene nunca se hubiera parado a pensar en cómo debería llamar al chucho. - Patizambo le queda bien, supongo.
- ¿Porque es pequeño y feo?
- Yo estaba pensando más bien en el cuadro de Ribera pero sí, eso también.
Desde el sofá, Patizambo les mira con odio.
Son dos horas de ajedrez, café en vez de té con pastas y conversación que no es conversación en absoluto. Hablan de todo y de nada, de la universidad y lo absurdo que es echar de menos un pueblucho como Colchester, de la falta de vida social que lleva a Seth a visitarle todas las semanas. Es preocupante que un chico como tú ni siquiera tenga a un matón que le haga la vida un poco más interesante, dice, y luego añade su acostumbrado hijo al final de la frase, con una subida elocuente de las finísimas cejas canas. Cuando Fred dice ‘hijo’ no lo hace de forma condescendiente, ni para darse autoridad. Fred dice ‘hijo’ como dos mejores amigos dicen ‘hermano’ y el hecho de que no sean familia sólo consigue que Seth sienta más afecto por ese hombre de pelo blanco y cara arrugada por la experiencia, a pesar de que tenga la increíble habilidad de conseguir que siempre sea él el que acabe fregando los platos. A pesar de eso.
Hay un momento, entre la última pasta rellena de crema y la duda de si jugar al ajedrez o a las damas, en el que Seth cree que podría hablarle de Katie. De su pelo negro y su boca, dios, esa boca y la forma patética en la que lleva pensando en la misma chica un año y ella ni siquiera había reconocido su existencia hasta hoy. Es más que su físico, quiere decirle. Mucho más. Es la manera en la que camina con la cabeza alta como si fuera una reina y sus carcajadas inesperadas y secas, como si no se esperase que nadie fuera a hacerla reír nunca y fuera Navidad y Año Nuevo cuando pasa, y esas colas altas que dejan su nuca cremosa al descubierto y la manera en la que se las hace cuando tiene calor, mordiéndose el labio inferior y bufando cuando se le escapa algún mechón de pelo.
No lo hace.
En vez de eso, sube los pies descalzos a la mesa y cuando el tío Fred gira el tablero pregunta “¿qué elijes, las negras o las blancas?”.
Fred le mira como si supiera. Todo. Nada. Los secretos del cosmos y cuál es la fórmula de la Pepsicola. Y contesta sin contestar, como esos adivinos que todo el mundo odia querer en las grandes historias.
- No importa lo que te digan, Seth. Tú elije siempre las blancas.
Todavía le dura el sabor a canela en la boca y la vergüenza de otra derrota aplastante al ajedrez cuando llega a la residencia. Deduce que su compañero de habitación respira, come y se reproduce porque la cama contigua a la suya está deshecha y cuando se sienta con el cuaderno de dibujo frente a la ventana, le parece ver un destello verdeazul entre los arbustos del campus.
En la radio suena una canción de los Smiths y el cristal se empaña mientras Seth tararea para sus adentros please, please, please let me get what I want.
Lord knows it would be the first time.
5. Santo patrón, ¿estamos todos tan perdidos como tú? (Anberlin)
Hace más de una hora que Morgana no siente las manos. Sus dedos son largos témpanos de hielo que tiritan dentro de unos guantes que ya no calientan como deberían. Bastaría un simple hechizo ígneo, un par de palabras en un idioma tan antiguo como el mundo para que el frío dejase de calarle hasta los huesos. Pero algo así sería demasiado arriesgado, sus ojos brillarían con ese fulgor dorado que precede a la magia, como un faro encendido en mitad de una noche de tormenta, atrayendo la atención de los barcos y la del chico del segundo piso al que lleva observando sin parpadear desde que ha llegado.
Con la espalda apoyada contra la pared de la residencia, Morgana deja que las sombras de una farola que lleva fundida desde hace meses la engullan para ver sin ser vista.
Le ha seguido durante toda la tarde, a una distancia prudencial para que no pudiera descubrirla, metros que le sabían a millas dentro de ese vagón tan lleno de gente que apenas podía moverse sin recibir un codazo en las costillas. Y sin embargo, a pesar de que un mar de pasajeros se interpusiera entre ellos, Morgana era capaz de diferenciar como los dedos de Merlín tamborileaban contra el respaldo del asiento entre el resto de sonidos que poblaban el tren, tan claro como si estuvieran sentados hombro con hombro.
Vamos, Merlín, a qué demonios estás esperando, a qué estás jugando. Terminemos con esto de una maldita vez, no me vengas ahora con escrúpulos.
Cada vez que le miraba, sus heridas escocían como si jamás se hubieran cerrado. Pasó todo trayecto esperando a que, en cualquier momento, Merlín girará la cabeza en su dirección y dejará de fingir, aguardando el momento justo para pillarla por sorpresa y acabar con ella de una vez por todas.
Pero no pasó nada de eso. Merlín se bajó del vagón sin lanzar ni una sola mirada por encima del hombro y Morgana tuvo que seguirle de cerca para no perderle entre la multitud.
El chico caminaba ensimismado, con las manos dentro de los bolsillos y los cascos del mp3 sobresaliendo por debajo de un gorro de lana repleto de colores, como si el final de un arcoíris se hubiera estrellado contra su cabeza, que a él le hacia el favor de ocultar el tamaño de sus orejas y a ella le servía de guía, como un enorme cártel de neón que ayudaba a diferenciar los mejores espectáculos de Londres.
Sus zancadas eran mucho más largas que las suyas, y Morgana tuvo que apretar el paso antes de que Merlín entrara en un edificio del centro y no saliera hasta dos horas más tarde, justo cuando ella empezaba a pensar que había conseguido darle esquinazo.
Cuando Morgana descubrió que el resto de la cacería la llevaría hasta el mismísimo campus de la universidad donde ella estudiaba, se dijo que ya no había ningún tipo de dudas porque no podía ser casualidad, no podía, no en un mundo que se guiaba por los patrones de las constelaciones y por las profecías con las que un dragón malnacido te sentenciaba para siempre.
-Ya no hay marcha atrás… -Se dice, y el corazón le da un vuelco en el pecho, amenazando con romperle las costillas y cobrarse una venganza que lleva cientos de años esperando para servirse fría.
Y aquí está ahora, camuflada tras unos arbustos, esperando que pase algo aunque no tenga la más remota idea de a qué atenerse.
La paciencia es un arte que jamás ha conseguido perfeccionar a lo largo de todos estos siglos, y cuando lleva casi dos horas convertida en una estatua de hielo sin apartar la vista de una ventana, donde lo más mágico que ha ocurrido ha sido que Merlín se rascara la nuca con la parte de atrás del bolígrafo, Morgana decide que por hoy es suficiente.
Conoce a tu enemigo, dijo Sun Tzu en el Arte de la Guerra, y si de algo sabe Morgana en esta vida es de batallas que se ganan con la espada y no con el corazón.
Si Merlín está en la residencia es que es un alumno de la facultad, así que será mejor empezar por ahí.
La mejor defensa es un buen ataque.
No necesita hacer uso de la hechicería para acceder a los archivos del campus universitario, aunque si le preguntases, Morgana te diría que la seducción es un conjuro tan antigua como el tiempo. El conserje, un hombre con barba de cuatro días que no pasa de los treinta, se defiende con un “lo siento mucho, señorita, no me está permitido mostrarle a nadie esos documentos…” pero para que se rinda, Morgana sólo necesita tres gramos de feminidad, dos gotas de timidez, la dosis justa de picardía y removerlo todo con un ensayado aleteo de pestañas, la poción más mortífera que existe.
“Hombres… tan fáciles de manipular como una marioneta” piensa, mientras el aludido le abre la puerta de secretaría sin demasiadas ceremonias, empujando con el hombro cuando se atasca a mitad de camino, clavada contra el suelo, como un guardián que se niega a cederles el paso a la cámara del tesoro. Las llaves le tiemblan entre los dedos cuando susurra “Por favor, no tardes mucho…” temeroso de que esta visita furtiva pueda costarle un despido.
-Sólo serán un par de minutos. -Dice para tranquilizarle aunque ambos sepan que es mentira.
El par de minutos acaban por estirase con pereza hasta rozar las dos horas y juntarse con la medianoche, y, a pesar de ello, a Morgana no le queda más remedio que agradecer que los expedientes estén organizados informáticamente y no en cajas llenas de fichas de papel. De haber sido así, el amanecer la hubiera descubierto con las manos vacías y con ganas de prender fuego a Londres.
Al final le encuentra, pasando desapercibido entre el resto de alumnos que estudian Ingeniería Química, y se reprende a sí misma porque, en el fondo, debería haberlo sospechado.
La química no es más que un tecnicismo moderno para llamar a lo que antaño fueron pociones, el narcótico de los brujos.
-Seth Tucker… -Lee, con el dedo índice temblando sobre el ratón, y no puede evitar pensar que Seth es un nombre ridículamente corriente para alguien como Merlín, que arrastra consigo la leyenda de Camelot y otras muchas cosas que el tiempo le ha atribuido. Por no hablar de la película de Disney.
Aunque quién es ella para juzgar si esta vez ha decidido llamarse Katie Moore. Culpa al paso de las décadas y a las múltiples identidades que te agotan la imaginación.
El Seth Tucker de la foto está en segundo curso y cómo puede ser eso posible si ella lleva estudiando tres en ese campus y nunca le había visto antes.
Te diré por qué, porque te has confiado, porque has bajado la guardia y sabes perfectamente qué ocurre cuando eso pasa.
Sigue bajando la página.
Número de identificación, datos bancarios. Una beca. Tiene notas estratosféricamente altas y alergia a medicamentos con nombres ridículos.
El mago que la puso contra las cuerdas tres veces no puede haberse convertido en alguien tan vulgar.
Cuando averigua dónde ha nacido, Colchester, sabe que eso, precisamente eso, ya no puede ser casualidad.
6. Soy como un niño que no va a dejarlo correr (Athlete)
Para Seth, su compañero de habitación sería, para que nos entendamos, algo así como el Yeti. Se han encontrado evidencias físicas de que existe, una enorme cantidad de pruebas que podrían respaldar la teoría de que es real y que camina entre nosotros, pero nadie, nunca, jamás de los jamases, ha llegado a verle.
En el casi mes y medio que llevan de clases, Seth no se ha encontrado con él ni una sola vez, pero ni una, ni siquiera se lo ha encontrado de camino a la cafetería para tomar algo o en el baño para lavarse los dientes.
Por el amor de Dios, ni siquiera han tenido todavía esa incómoda situación en la que los dos coinciden en la habitación para cambiarse de calzoncillos y tienen que gruñirse unos incómodos “eys” como buenos Machos Cabríos Alfas mientras fingen que ninguno de los dos se ha parado a comparar quién la tiene más grande. Y si la respuesta estándar evidente de “¡La mía!” no te viene a la cabeza automáticamente, amigo mío, es que en realidad no tienes tanta acumulación de testosterona como deberías y, desde luego, estás mucho peor equipado de lo que pensabas.
(Por Seth está bien, hace ya tiempo que optó por olvidarse de su cromosoma Y cuando su padre decidió minar las últimas fronteras de su dignidad masculina enseñando a su prima pequeña a jugar al fútbol en lugar de a él. En honor a la verdad hay que decir que ella chutaba mucho mejor y que Seth jamás consiguió entender qué demonios era un fuera de juego).
Aunque como no tiene ni la más remota idea de cómo es su compañero, tampoco podría asegurar que todo lo anterior sea cierto. Quién sabe, a lo mejor se han cruzado por el pasillo y ni siquiera se han mirado a la cara, ignorantes de que comparten algo más que una matrícula en la universidad de Londres.
Sabe lo que estudia, Ciencias Políticas, porque hay una pila de libros acumulada sobre su escritorio con títulos como ‘Teoría del Estado’ o ‘Instituciones de Derecho Privado’ todavía por estrenar. Sabe que come, mal, porque su lado de la habitación ha sido invadido por bolsas vacías de Doritos y envoltorios de Kit Kat que no tendrían nada que envidiar a la dieta de cualquier informático. Y sabe que se pasa a dormir de vez en cuando porque las sábanas están deshechas y, más de una mañana, Seth se ha encontrado diciéndole “Me gusta cuando callas porque estás como ausente” a una cama vacía.
Aunque nunca haya establecido contacto con El Compañero de Habitación No Identificado, éste a veces le deja notas, posits de un amarillo rechiscante (que Seth recuerda haber comprado pero que, misteriosamente, desaparecen del cajón de su mesilla junto a los chicles de menta) pegados al respaldo de su silla, escritos con un dominio de la prosa que haría mearse de la emoción a Charles Dickens. Frases tan célebres como “cierra la puerta con llave cuando salgas, pardillo. No quiero que mi ropa interior corra el peligro de ser esnifada por alguna fan chiflada” le hacen plantearse a Seth si no estará compartiendo habitación con el David Dochovny del Reino Unido.
Más de una vez se ha visto tentado a responderle, escribiendo algo como “Quiero conocerte. Nos encontraremos en el Starbucks de la esquina. Los dos llevaremos una rosa roja y un libro de bajo el brazo para que podamos distinguirnos entre la multitud” aunque puede arriesgarse a que su compañero quiera partirle la cara por creer que le está tirando los trastos. O peor, puede que descubra que ha hecho una referencia a una película de Meg Ryan.
(Aunque Seth es perfectamente consciente de que al final acabaría pegándole una paliza, con o sin película de ‘Tienes un E-mail’ de por medio).
A pesar de todo, de compartir habitación con un Yeti invisible, ninfómano y algo cleptómano, Seth sigue dejando dos mandos de Play Station conectados cada mañana antes de ir a clase. Por si acaso.
Nunca se sabe.
7. Cuando tú te mueves, yo me muevo contigo (Metric)
Seth Tucker nunca ha pensado que exista la suerte, nunca, para qué, aunque si ha de creer en algo sería, precisamente, en la ausencia de ella.
Y si de verdad existe, esa pequeña ramera sin corazón, la suya debe ser mala con avaricia. Matrícula de honor en desaparecer siempre cuando más se la necesita, eso es lo que es.
Y no me hagas ojitos, maldito llavero de trébol de cuatro hojas bueno para nada.
A los hechos se remite, señor juez.
Para exponer el primer caso y demostrar que no habla en vano, tendríamos que retroceder en el tiempo, hasta encontrarnos con un Seth de once años, algo más bajito, sin un flequillo que le rozara los ojos y con las mismas orejas de cría de elefante que, por aquel entonces, ya parecían desproporcionadas respecto al tamaño de tu cabeza, hijo. Palabras textuales de su padre, que siempre le ha querido con locura pero jamás ha demostrado tener el más mínimo tacto.
Había un parque cerca de su casa, lleno de flores hasta donde te alcanzaba la vista y de niños que se tiraban la tarde entera pegando patadas a un balón que nunca llegaban a pasarle. Cuando Seth se cansaba de correr de un lado para otro sin tan siquiera oler la pelota de cerca, se refugiaba debajo de un árbol, el más alejado, y cerraba los ojos, hasta que el silencio era absoluto y el cómic de Spiderman que llevaba en la mochila su única compañía.
Solía hacerlo cada día al salir del colegio. Sin excepción. Primero terminaba los deberes de matemáticas mientras la luz que se colaba a través de las hojas del olmo dibuja trazos sin forma sobre sus fracciones sin resolver, y después le tocaba el turno al libro lleno de viñetas que le prometían aventuras que él jamás tendría.
Repetía esa rutina cada día, cada día, desde que tenía edad para recordar. Todos y cada uno de los días de la semana, de lunes a viernes, fines de semana y festivos. Nunca cerraba por vacaciones y si le bailabas un poco el agua, podía trabajar en Nochebuena. Por ese mismo motivo, Seth no es capaz de comprender cómo es posible que le obligaran a guardar cama durante un día porque cogió un buen resfriado y, a la mañana siguiente, nada más entrar en clase, con la nariz congestionada, los bolsillos llenos de clínex usados y ni una sola nota de “que te mejores” en su taquilla, de lo primero que se enteró fue de que Oliver Johnson se había encontrado un billete de cincuenta libras debajo de un árbol del parque.
Su árbol del parque. No es como si Seth lo hubiera meado para marcarlo pero aún así. Cualquier tribunal del mundo le entregaría a él la custodia. Por consenso, que te quede claro.
Trescientos sesenta y cuatro días al año ahí sentado, falta uno solo y ese maldito árbol le vende por un niño que no sabría contar cincuenta ni con ábaco automático. Maldito olmo traidor.
¿Tú también, Brutus?
Y a raíz de ese incidente, su buena fortuna (que nunca fue realmente buena) cayó en picado. Que se le rompiera siempre el auricular izquierdo de los cascos. Perder el último autobús y que su padre tuviera que ir a recogerle a la estación con cara de pocos amigos y un coche que se ahogaba en las cuestas. Cosas así pasaron a convertirse en una rutina de catastróficas desdichas a las que su madre bautizó como “caray, cariño, es como si te hubiera mirado un tuerto” y que el tío Fred concluyó con “No es que le haya mirado nadie, es que al chico le falta un verano. O dos”.
Si eso no es mala suerte, Señoría, no sé qué es lo que será.
Pero esta semana ha debido de pasar algo, algo gordo, que el tuerto ese del que hablaba su madre haya dejado de mirarle enrevesado o que por fin haya encontrado ese par de veranos que le faltaban. O puede que se hayan alineado los planetas (aunque qué va a saber él de esas cosas si cuando su tía Marjorie intenta leerle su horóscopo, él pone los ojos en blanco). Lo que sea. El caso es que Seth cuenta con religiosidad las veces que se cruza con Katie a lo largo de la semana, una, una miserable vez, los miércoles si apura el paso lo suficiente como para convertirlo en una carrera en toda regla, y de repente ha empezado a encontrársela en todas partes, como si fuera lo más normal del mundo eso de tropezarte con una chica que parece sacada de un catálogo de lencería (de lencería fina, ojo, que él, ante todo, es un caballero) cada vez que vas a tomar un café.
Se la ha cruzado tantas veces a lo largo de la semana y en sitios tan inverosímiles de la facultad que ni siquiera Oliver Johnson con su ábaco automático podría llevar la cuenta.
Y es triste que se conforme sólo con mirarla desde la distancia cuando ella ni se molesta en fingir que existe, lo sabe, pero bueno, de soñadores está el mundo lleno y poder chocarse con ese par de ojos verdes más a menudo de lo que dicta el contrato le basta.
(Además, Seth podría jurar que la ha pillado un par de veces con la vista clavada en su nuca, aunque su autoestima le diga que eso es del todo imposible y que en realidad sólo le estaba mirando la coronilla)
Le debe de caer especialmente bien a alguien de por ahí arriba esta semana.
Hace mucho tiempo que no rezo pero… muchas gracias, Superman.
8. Necesito del verano, pero es invierno en mi corazón (Vast)
Sabe que no va a ser su día tan pronto como Don, El Cocinero Embarazado que ni está embarazado ni es cocinero, saca las bandejas repletas de brócoli mientras los estudiantes desfilan frente a él, rellenando sus platos. Ew, brócoli. De entre todas las cosas del mundo, espinacas, guisantes con jamón o incluso grillos fritos, tenía que ser eso. Brócoli.
Uno de los matones de su curso le encuentra sentado en una de las mesas de la primera fila, mirando su plato fijamente mientras mantiene un intensa disertación filosófica hombre-verdura, bien, brócoli, yo no te gusto y tú no me gustas porque sabes a abono pero soy un ente de vida superior, necesito nutrientes y tú no tienes las capacidades motoras necesarias para emprender la huída. Acepta tu derrota con deportividad.
- Ey, tú. - gruñe más que dice el Matón Manifiestamente Hostil Sin Motivo Aparente.
- Ey tú, tú.
- ¿Qué?
- No respondo bien bajo presión.
El chico cuyo nombre no consigue recordar descansa ambas manos sobre la mesa, invadiendo su espacio personal. Algo como Troy o Dean, o cualquier otro nombre monosilábico y poderoso.
- Estás sentado en mi sitio.
- Si dijera, hipotéticamente hablando, que no veo tu nombre escrito en él, ¿resultaría eso en tu puño estampado en mi cara? Hipotéticamente.
Troy se cruje los nudillos. Lo que, en el mundo de los matones que lo mismo no se llaman Troy pero seguramente, significa que sí.
- Todo tuyo, grandullón. - dice Seth atropelladamente, colgándose la mochila ajada del hombro y levantándose tan rápido que sus rodillas golpean el borde metálico de la mesa en el proceso. -Yo ya me iba.
Mientras se aleja de él para buscar otro sitio libre, Seth gira sobre sí mismo y le dedica un “echaré de menos tu sonrisa” sacudiendo la mano en el aire a modo de despedida. Al final, se decide por una de las mesas más apartadas del comedor, alejada de las idas y venidas de los estudiantes y aparentemente fuera de peligro.
Pero no todo es lo que parece, ¿verdad?
Está masticando el brócoli como si fuera una granada a punto de estallarle entre los dientes cuando alguien se sienta frente a él y francamente, es casi vergonzosa la rapidez con la que la reconoce, incluso para alguien que carece casi completamente del sentido del ridículo. Boca fruncida en un mohín de disgusto, nudillos blancos sobre la superficie metálica y pelo del color de un cielo sin estrellas ni luna.
Ni siquiera le da tiempo a murmurar un “¿qué…?” antes de que Katie le corte con un siseo, en voz tan baja que durante unos segundos cree que se lo ha imaginado.
- ¿Cómo me has encontrado?
- No quisiera llevarte la contraria, pero creo que eres tú la que me ha encontrado a mí.
Esconderse tras el sarcasmo es fácil cuando las manos le tiemblan bajo la mesa.
Katie resopla y la corriente de aire que sale de su boca choca contra la cara de Seth, dulce y caliente y no es justo, que una corriente de aire pueda hacerle eso a su sistema nervioso. No lo es.
- Ya estamos un poco mayores para jugar al gato y el ratón, ¿no te parece?
- No sabría decirte. En mi pueblo lo llamamos pilla-pilla y mi tía abuela Marjorie siempre gana. Creo que usa el andador para hacer trampas. - el verde de sus ojos está empezando a oscurecerse peligrosamente, así que añade: - Lo siento, padezco de incontinencia verbal desde los cinco años. Lo que intento decir es que no sé de qué estás hablando.
Algo en las pupilas de Katie titila mientras inclina levemente la cabeza, midiéndole. Es evidente por su expresión que se debate entre creerle o quitarle la bandeja de las manos y decapitarle con ella. Con una sacudida de estómago y estando a centímetros de su cara, Seth se da cuenta de que sí. Probablemente. Esta chica aparentemente frágil que tiene delante, no demasiado alta y de rasgos delicados como la porcelana conseguiría que Troy se doblegara. Y Seth, bueno. Él se dobló hace tiempo por voluntad propia.
- ¿Quieres decir que no recuerdas nada?
- Bueno, yo no diría que nada. Recuerdo qué he desayunado esta mañana y el nombre de todos los alcalinotérreos de la tabla periódica.
- ¿PUEDES…? - empieza a gritar, hincándose las uñas en las palmas de las manos, pero luego se lo piensa mejor y respira varias veces, hasta que el tinte ligeramente rosado desaparece de sus mejillas.- ¿Puedes darme una respuesta clara?
- Depende.
Ahí está otra vez, esa mirada oscura de playa de bandera roja. Como de promesa de derramamiento de sangre.
- De qué.
- De si puedes hacerme una pregunta que comprenda.
Ella murmura algo que se parece bastante a “…el único capaz de sacarme de mis casillas” pero Seth está demasiado ocupado teniendo un ataque de pánico como para prestarle atención.
Es ella. Mierda, es Ella y me está hablando y sería muy precipitado decirle que no se vaya nunca si total, vive siempre detrás de mis párpados y qué hago con mis manos, dónde las pongo para que no estén ahí, colgando estúpidamente a cada lado de mi cuerpo haciéndome parecer gilipollas.
La voz de su subconsciente no consigue engañarlo, a pesar de todo. Seth está al tanto de que parecería un gilipollas sin ayuda alguna de sus manos.
- Vale. - dice ella. - Bien. - y luego: - ¿No recuerdas nada sobre… nosotros?
En un universo paralelo, existe un Seth que hace una semana se emborrachó y consiguió que Katie gimiera su nombre en alguna de las (muchas) fiestas clandestinas de la universidad, valiéndose del guión de una de las películas de Ashton Kutcher. Y su pelo. Lástima que el Seth de este universo no sea capaz de ver un Dry Martini sin entrar en coma etílico.
Los labios de Katie son todo lo que puede ver detrás de los párpados cuando cierra los ojos y exhala aire un par de veces, sólo para demostrarse a sí mismo que todavía puede hacerlo. Respirar.
Cuando habla, su voz es tan frágil como un cristal contra el que acaba de impactar la piedra de un vecino especialmente gamberro, y el impacto hubiera conseguido sacudir por completo los cimientos de la casa.
- No. Pero si sirve de algo, y aunque no tenga ni idea de qué estás hablando pero aún así, si sirve de algo…
Es incapaz de mirarla a los ojos mientras se mueve incómodo en la silla y dice “ojalá recordara” bajito, casi en un susurro. Como un secreto.
- Estás diciendo la verdad. - es todo lo que contesta ella, y suena genuinamente sorprendida cuando lo hace. - No te acuerdas.
No suena dolida sino contenta y francamente, Seth no sabe si debería alegrarse o sentirse herido en el orgullo masculino que no tiene (pero que Fred dice que lo mismo le sale algún día junto a las muelas del juicio y quién sabe, lo mismo hasta un cerebro) y hacer una salida dramática de la cafetería. Por otra parte tampoco es capaz de recordar a Peter Parker haciendo salidas triunfales de ningún tipo de escenario, así que supone que sería contraproducente y sonríe de medio lado, con pereza, atusándose el flequillo demasiado largo con las manos.
- ¿Y bien?
- Y bien, qué. - su respuesta es cortante pero Seth no se amilana y quizá es eso, exactamente eso lo que mantiene vivo el interés de Katie.
- ¿Y bien, no vas a contarme lo que se supone que tengo que recordar?
Su tono de voz es menos denso, casi ligero cuando responde mirándose las uñas. “Hmmmm, no”, dice. Y luego:
- Creo que no.
Cuando vuelve a mirarle hay un brillo que podría ser divertido en sus ojos y Seth siente la vergonzosa necesidad de preguntar “¿estamos flirteando? Si estamos flirteando vas a tener que decírmelo porque soy relativamente nuevo en esto”.
Con relativamente quiere decir bastante. Y con bastante, que puede que Patizambo tenga más experiencia que él. Luego recuerda que Patizambo probablemente tiene más experiencia que él -los perros se huelen el culo todo el tiempo y ése en concreto tiene cara de salido.
Deja de pensar en perros oliéndose el culo mientras hablas con una chica. Vas a morir solo.
Ni siquiera le da tiempo a hacer un comentario sarcástico antes de que ella se pierda en la multitud que abarrota el comedor, dejándole confundido y hambriento de algo más que comida.
Seth se deja caer contra el incómodo respaldo de la increíblemente incómoda silla y suspira. Ya lo decía la Biblia. El género femenino es perverso.
9. Tú eres alguien diferente; yo todavía sigo aquí (Nine Inch Nails)
El cielo amenaza tormenta detrás de los cristales y las nubes son de color azul casi morado, como de cardenal reciente que aún no se ha tornado amarillo.
De heridas, Morgana sabe bastante.
El apartamento es grande y pequeño al mismo tiempo porque siempre le han gustado las contradicciones; un loft de una sola pieza lo suficientemente espacioso para resultar cómodo, pero lo bastante pequeño como para recorrerlo con un solo golpe de vista. El Castillo de Camelot siempre le hizo sentir diminuta, como si tuviera vida propia y ella fuera una simple hormiga en el estómago de aquel gigantesco monstruo lleno de enemigos y secretos -no, no más suelos de piedra y techos inalcanzables. Sólo parqué, paredes color mostaza y dos enormes ventanales por los que a veces se asoma Londres, no siempre, sólo cuando el cielo está despejado y el sol brilla sobre el asfalto.
El gramófono escupe notas musicales con la misma fuerza con la que Morgana escupió sobre la tumba de Uther mientras se lava la cara con agua helada y se deja caer contra la puerta del baño, el pulso desbocado y la cara tan pálida como si acabase de ver un fantasma. Está dispuesta a admitir que es una comparación ridícula pero todavía no puede pensar con claridad y los años le oxidan el sentido del humor a cualquiera.
Merlín está vivo, susurra, y las paredes le devuelven su eco distorsionado. Merlín está vivo y sabe que estoy aquí. En la distancia, casi puede oír a Stephen King masturbándose.
Las baldosas del baño la reciben con los brazos abiertos mientras Morgana entierra la cabeza entre los suyos, deseando que esa cortina de rizos que le lame el final de la espalda pudiera ocultarla a ella también con la misma facilidad con la que engulle sus hombros.
Podría jurar que la voz de Ella Fitzgerald tiembla con cada estrofa desde el otro lado del salón y Morgana tiene que recordarse a sí misma que Merlín no la ha reconocido en la cafetería de la facultad para que las paredes dejen de agitarse como si un terremoto sacudiera los cimientos de su apartamento.
No me ha reconocido, murmura, y las mangas del suéter amortiguan su voz. No tiene ni la más remota idea de quién soy, sigue diciéndose, hasta que el nudo que tiene en la boca del estómago se afloja lo suficiente como para permitirla tragar saliva sin dejarse la garganta en carne viva.
Sabe perfectamente que podría estar fingiendo, al fin y al cabo, cuando las torres de Camelot todavía recortaban el horizonte, ese muchacho les hizo creer que no era más que un sirviente algo peculiar con una marcada tendencia a desobedecer las normas de su rey, sin más magia que una piedra del camino. Y Morgana mordió ese anzuelo durante años, hasta que una mano que brillaba con luz propia y unos ojos de oro bruñido le demostraron que las apariencias engañan, y que Merlín sólo pretendió ser su amigo al principio para que le resultara más fácil envenenarla.
¿Y qué hago ahora?, se pregunta mientras se pone en pie y vuelve a echarse agua por la cara.
La chica que vivió aterrorizada de la interminable caza de brujas que protagonizó Uther, le sugiere con voz temblorosa que lo deje estar, que entierre el hacha porque esa guerra hace siglos que dejó de ser suya, pero otra voz, una que se parece terriblemente a la de su hermana Morgause, le dice que se levante y luche como un hombre, de la misma manera que ella se enfundó en una armadura y venció al príncipe Arturo con el cabello recogido y una espada de medio pelo.
Siglos después de su último enfrentamiento, Morgana recibe la revancha que siempre estuvo esperando. Soñando con poder pagar con la misma moneda al hombre que le arrebató todo lo que alguna vez le hubo importado.
-Asesinarle ahora, sin que ese infeliz sepa por qué, no sería suficiente. -Dice y sabe que tiene razón como lo saben las heridas que todavía sangran aunque estén cicatrizadas.
Merlín consiguió acercarse a ella lo suficiente como para que su traición doliera como ninguna otra y lo justo entre amigos, piensa, sería devolverle el favor. Al fin y al cabo, Morgana todavía conserva los modales que se esperan de alguien que nació para ser reina.
Matarle no calmaría la sed de sangre que le palpita bajo la piel. Llevarle flores y desgarrarle con las espinas, ¿eso? eso podría ser un buen comienzo.
Las gotas de agua helada, que hasta hace unos segundos le recorrían la cara, se evaporan cuando la magia alcanza su punto de ebullición, diez grados por encima de un volcán.
El baño se llena de vapor y de sonrisas torcidas repletas de peores intenciones.
10. A lo mejor somos víctimas del destino (Placebo)
La asignatura de Diseño de experimentos le sorprende con legañas en los ojos y un vaso de plástico a rebosar de café negro, pero Seth ya ha hecho las paces con la idea de que dentro de diez minutos estará durmiendo sobre el folio en blanco, babeando de forma bastante indigna. Ha sido una larga noche de insomnio, autocompasión y canciones de Interpol ocasionalmente y sinceramente, que el profesor de diseño lleve más de media hora intentando encender un ordenador no le inspira confianza.
Mientras descansa la barbilla sobre la mesa dibuja la fórmula imaginaria de los encuentros con Katie en su cabeza, donde él es la x y ella es la y, estilizada e inalcanzable al otro lado del paréntesis.
Nunca se le han dado bien las matemáticas pero siempre le han gustado los retos. No está estudiando Ingeniería Química por nada.
Entonces la puerta de la clase se abre con un chirrido y más de ochenta cabezas se giran para mirar en su dirección, agradeciendo cualquier tipo de distracción de los fallidos intentos del Profesor Croquis por dar comienzo a la clase. Y como si el pensar en ella la invocara aparece Katie, como en una comedia romántica con poco presupuesto para la trama pero dinero de sobra para ventiladores y cantidad de tomas a cámara lenta.
En voz baja, Seth practica la manera más apropiada de decirles a sus padres que es Batman.
Y sólo porque el universo es como un enorme libro de Federico Moccia, predecible, circular y preocupantemente sobrevalorado, Katie se sienta a su lado con una sonrisa que podría entrar en la categoría de ‘madrastra malvada’ pero que a él le parece de Blancanieves y Cenicienta de todas formas. Solo que con la acidez de Megara y -a quién pretende engañar, él no tiene los bíceps de Hércules.
- Hola, Seth.
Está a mitad de un “hola, Katie” con sonrisa bobalicona incluida cuando cae en la cuenta de algo.
- Sabes cómo me llamo. Mis compañeros de clase no saben cómo me llamo, el profesor ha pasado lista hace menos de diez minutos y no sabe cómo me llamo; mis padres no sabrían cómo me llamo de no ser por el certificado de nacimiento y el identificador de llamadas del teléfono, y fui yo el que grabó mi número. - lo dice sin pararse a respirar o pensar, lo que es probablemente una muy mala idea. - Hace dos días Nessie era más real para ti que yo y hoy sabes cómo me llamo.
- Perdona, pero creo que me he perdido.
- Nessie, el monstruo del lago Ness cuya existencia se dice que fue inventada por la criptozoología pero que sinceramente, yo creo que-
- Sé quién es Nessie. - interviene ella, tajante. - Y aunque no lo supiera, que lo sé, el hecho de que te hayas comparado a una criatura supuestamente prehistórica ni siquiera sería lo más inquietante de tu monólogo.
Lo dice mientras se hace un moño improvisado con la ayuda del lápiz de Seth, en un tono de voz tan casual que suena casi familiar y si está soñando éste sería un buen momento para despertar porque para cuando ella haga contacto visual ya estará por lo menos en la cuarta etapa del sueño, donde ningún tipo de patada será capaz de salvarle del limbo.
- Así que no vas a decirme qué es eso tan importante que se supone que tengo que recordar, ni cómo sabes mi nombre. ¿Puedo saber por lo menos por qué estás aquí, en el purgatorio de Diseño de experimentos?
- Bueno, es una asignatura. Y yo soy una estudiante. Ata cabos.
- ¿Intentas usar el sarcasmo para esquivar mis preguntas?
- Puede. ¿Intentas usar preguntas molestas y frases deliberadamente largas para escapar de la interacción social?
- Eres buena. Para una estudiante de arte que está cursando una asignatura de Ingeniería química, quiero decir.
Hay un momento en el que Seth cree que ha ganado esa batalla que ni siquiera recuerda haber empezado. Es solo que parece tan natural, el pelearse con ella sin pelear y querer besarla al mismo tiempo y ni siquiera sabe de dónde ha salido la tensión de sus hombros ni por qué el aire está cargado de algo más pesado que el oxígeno y el dióxido de carbono de repente, algo que definitivamente no es nitrógeno. Puede que nitroglicerina.
Pero el momento se va tan rápido como ha llegado cuando Katie murmura un “y cómo sabes tú que estudio arte” con lengua que es 80 % plata y 15 % cuchillo afilado, con un 5 % restante de lo que Seth está seguro que debe ser miel.
Se miran durante diez, quince, veinte segundos y es extraño, que lleguen a un acuerdo sin necesidad de palabras sin siquiera conocerse. Vale, hay cosas que nunca sabremos el uno del otro y siempre habrá secretos pero no me importa porque yo tengo los míos.
Mirando atrás en el tiempo, Merlín supone que debería haberlo visto venir. La tensión, el misterio, el lápiz en el pelo - todo está dolorosamente claro ahora. Recuerda que la asignatura se llamaba Diseño de experimentos como recuerda que la blusa que Morgana llevaba aquél día era de un gris oscuro, como su corazón. O lo mismo era Cinética Química Aplicada, por la rapidez con la que se dio la reacción entre sus dos cuerpos. Puede que se tratara de Operaciones Básicas de Transmisión de Calor, aunque probablemente no, porque por aquel entonces estaba en primero y todavía no se habían tocado.
En el fondo, piensa, con ellos dos siempre se trataría de Termodinámica de Procesos Irreversibles.
(continuará)