Vox populi (independiente)

Aug 26, 2014 00:33

El Súper saiyayin. Un saiyan que llevaría a su raza a nuevos límites, y que derrotaría a cualquier oponente del universo.

La creencia en el advenimiento del Legendario era más antigua que la propia Casa Real. Durante muchos años los reyes de Vegetasei habían combatido la popularidad del mito entre la plebe. La leyenda amenazaba la fe del pueblo en sus líderes, pero el mito pareció fortalecerse aun más con el descontento de las élites.

Esta actitud había cambiado súbitamente cuando el último rey de Vegetasei había engendrado al que sería su primer y único vástago. Una criatura al momento de su nacimiento diminuta y macilenta, y que había sobrevivido a la mala preñez y a un peor parto de una de sus concubinas.

Siendo los saiyayines una raza que no acostumbraban condolerse en exceso por los especímenes más débiles de su progenie, hubiera procedido ejecutar una rápida y silenciosa eliminación de la criatura, antes de que se corriera la voz que la sangre del Rey saiyayin era demasiado débil como para procrear una criatura fuerte.

La costumbre se consideraba apenas natural entre los ciudadanos de las clases bajas, quienes no veían el propósito de perpetuar el sufrimiento de su descendencia desprovista del favor divino.
Y quizás tal disposición se hubiera procedido a ejecutar con la misma diligencia en el recién nacido, si su padre, el Rey, hubiese estado presente en el Palacio para dar su aquiescencia. Pero en su ausencia, los sirvientes y las comadronas se habían quedado en suspenso, convencidos de que el monarca no tomaría con resignación la doble pérdida de su concubina favorita y su esperado heredero en una sola noche. Ninguno de los presentes quiso ser el portador de tan infausta noticia y así transcurrieron unas seis horas a la espera que éste regresara del campo de entrenamiento.

Para entonces, la criatura debía haber fallecido de forma natural. No contaron con que el mocoso haría alarde de la misma testarudez que todos los Vegeta poseían, y habían demostrado por siglos al ignorar las penurias de su pueblo, aferrándose a la vida con diabólica porfía.
Tras su regreso, el rey fue conducido a la habitación donde se había producido el alumbramiento. La comadrona lo vio ariscar la nariz ante el olor que ya despedía el cuerpo de la desafortunada madre, el cual en la indecisión reinante todavía no se había retirado del cuarto. El bultillo del cadáver (la muchacha no había alcanzado el término de la adolescencia), cubierto por una sábana, logró retener por unos momentos el interés del monarca, quien se detuvo en el umbral contemplando la sombría esquina de la sala en que se encontraba la cama, aunque su rostro no registró emoción alguna.
La partera caminó al otro extremo de la habitación y descubrió al chiquillo, al que habían metido en una modesta cuna de madera.
Al principio no lo distinguió entre los pliegues de la sábana en donde lo habían envuelto. La criatura no era más grande que el tamaño su puño cerrado, tan insignificante que podía sostenerla en la palma de su mano. Se le había dicho que apenas respiraba, pero al cogerlo descubrió que su respiración era firme y constante y su corazón latía vigorosamente, debajo su pulgar. Su cabello tenía la perfecta forma de flama, característica en los Vegeta, pero a diferencia del suyo propio, negro como la noche, el del chiquillo era rojizo, como el de la muchacha que había sido su madre. Igual era el pelaje de su cola, suave, perfecta y colgando sin vida contra la piel de su antebrazo.

A su lado, la comadrona no fue lo bastante prudente para disimular la mirada de curiosidad que le dirigió, pese a saber que en otro momento tamaña insolencia le hubiera costado la vida.

- ¿Qué estás haciendo mujer, observando a tu rey con esa insolencia? ¿Acaso quieres ser azotada?- le espetó, modulando las palabras con odiosidad - Retírate. Tu Rey no necesita de tu presencia para hacer lo que vino a hacer.

Sobresaltada, la mujer lo miró con ojos asustados, y agachando la cabeza en señal de sumisión, se movió hacia la puerta evitando darle la espalda y salió sin emitir ruido.
A solas, el monarca se encontró con los ojos opacos de su hijo, que lo miraba con los párpados entrecerrados, como si hubiera descubierto cuales eran las intenciones de su padre.
El rey sabía que para matar a una criatura tan pequeña bastaría con el monto más leve de energía, quizás estrujar su débil cuerpecillo entre sus dedos.
Había entrado a la habitación con la firma convicción de no examinar a la criatura, obligado por la tradición a ejecutar una tarea que hubiera deseado delegar a alguien más.
El nacimiento del chiquillo no había podido ser peor señalado. La hembra que lo había parido se había estado comportando como loca desde que había quedado preñada, negándose a alimentarse como era debido y seguir las recomendaciones de las viejas. El rey había descubierto tarde que la muchacha, hija de un sirviente de palacio, tenía antecedentes familiares de locura. A su pesar, tenía que reconocer que, aun si lo hubiera sabido, le hubiera importado poco cuando se le había metido por los ojos y el deseo de follarla le había hecho traspasar todos las regulaciones y todos los protocolos.

En el presente, se encontraba obligado a asumir las consecuencias de sus actos.
Vegeta sabía lo que una acontecimiento así podía traerle a un Rey que estaba apenas afianzando la obediencia del pueblo para con él. Las burlas, el escarnio, el desprecio del pueblo.
La criatura crecería para convertirse en un alfeñique. Nunca podría llegar a ser el heredero adecuado de su linaje, mucho menos el Rey enérgico que una raza violenta como los saiyayines necesitaban.

Y sin embargo, se encontró mirando los ojos negros del chiquillo, que en el transcurso de sus reflexiones habían dejado de lucir opacos y enfermizos, y lo contemplaban abiertos, fijos, casi como si el mocoso se sintiera seguro de ser capaz de ejercer alguna influencia sobre él.
Por un momento, dudó que aquello no fuera sólo producto de su imaginación. Parpadeó, y al abrir los ojos otra vez, se le nubló la vista y sintió una pasajera sensación de debilidad.
Y de pronto se dio cuenta de la razón porqué el mocoso había empezado a lucir más saludable desde que lo había cogido en su mano: ¡el chiquillo había estado drenándole efectivamente la energía de su propio cuerpo!

A aquella idea le siguió la incredulidad, pero luego notó la firmeza de su cola, ahora suavemente curvada en la punta, apuntando en dirección a su corazón.
Deseó haber traído consigo uno de los scouter, destinados a medir el nivel de poder del rival, con los que Freezer había empezado a dotar a la tropa desde hacia unos meses.

Decidido, comenzó a llamar a la servidumbre a grandes voces.
La comadrona a la que había despedido momentos antes, fue la primera cabeza que se asomó tímidamente por la puerta.
-Mi Señor…
-Haz traer a los miembros de mi guardia. ¡Y que traigan sus scouter! Y que envíen un comunicado a la nave de Lord Freezer solicitando uno de aquellos médicos alienígenas de los que tiene a su mando!
-Pero, Mi Señor, no entiendo…
- ¡Haz lo que te mando! ¡ Rápido!

* * * * * * * *
Bardock había sido, y de hecho esto era algo de lo que estaba orgulloso, probablemente el soldado de tercera clase más exitoso en lo que se refería a mujeres en toda su compañía y quizás, también de todo Vegetasei.
Una docena de chiquillos, en una media docena de mujeres distintas, atestiguaban su vigor, y se había convertido en su propia marca personal, un atributo envidiado entre sus camaradas, más allá de su fuerza o su valor en el campo de batalla.
Y quizás antes que los saiyayines pasaran a formar parte de la armada de Lord Freezer, cuando el sistema de clases era un asunto de honor más que un sistema de clasificación, aquello hubiera significado para Bardock convertirse en el líder de su propio clan, a la manera en que las clanes eran antiguamente: grupos unidos en que el macho y sus mujeres cuidaban a sus crías hasta que estas se convertían en individuos adultos y se unían o formaban su propias camadas.
Bardock rara vez pensaba en eso, y las pocas veces que lo hacia, se decía que había sido una bendición de los dioses, haber nacido en una época en que el viejo sistema había quedado obsoleto, porque él no se veía a si mismo, pasando la vida entre mujeres y persiguiendo su comida, y la comida de la prole a campo traviesa.
Bardock amaba el combate, el estímulo de la lucha, el olor a la sangre y el campo de batalla. Había entrado a su compañía a los trece años y había sobrevivido a misiones en una veintena de planetas. Había dormido, comido, bebido y follado, junto y (en ocasiones) con sus compañeros, unidos en la hermandad que nacía de compartir la vida y la muerte a diario.
Las hembras eran una buena compañía para la diversión, y salvo excepciones, ( Celipa había sido miembro de su grupo su buen par de años para entonces, y había demostrado aptitud para pelear y el buen seso de no haber creado un gran asunto de las veces que había compartido algo más que la comida y el vino con algún miembro del grupo) salvo excepciones, solían ser criaturas chillonas y cómodas, empecinadas en el afán de recargar con sus propios problemas a los demás. Sobre todo a los machos.

Por eso se había negado a salir del bar esa noche.
Se había negado dos veces, aun cuando Toma había llegado rogándole que saliera de buena una vez a ver que era lo que quería Gona, y parara el escándalo.

Pero a Bardock no le interesaba. No le interesaba, y además, ya tenía suficiente con Gona, y el que por culpa de ella le hubieran descontado un tercio de su salario. ¡Multado por procrear un tercera clase! Tercera clase, como él, y sus otros once hijos.
Ya no había espacio para tercera clases en Vegetasei .Ni Freezer los quería en su Armada. Para eso tenía a esos idiotas de los Gyniu que podían volver polvo un planeta de una hipada, sin despeinarse uno de sus estúpidos cabellos.

Pero Gona seguía gritando y Toma y los otros estaban empezando a impacientarse, así que tuvo que salir.
La mujer estaba fea, tanto así que se preguntó como era que alguna vez se le había ocurrido enredarse con ella.
Aunque quizás era producto de todo ese llanto y esa gritadera, y el hecho de que no cesaba de tirarse los cabellos como si estuviese loca.
- ¡¿Qué diablos es lo que te pasa, mujer?!
- ¡No me lo quisieron entregar, Bardock! ¡A mi hijo! ¡No me lo van a entregar!
- ¿De qué diablos estas hablando?- la agarró de los hombros y la sacudió, mas por desquitarse de ella que porque creyera que con eso iba a dejar de gimotear.
A su propio pesar, Bardock sintió deslizarse lejos el placentero adormecimiento de los sentidos que el embriagamiento con soma le había producido e intentó retenerlo, así fuera a través de fingir que todavía estaba bajo su efecto. Pero mirar a los ojos desorbitados y enrojecidos de la mujer le espantaron los últimos vestigios de la borrachera y le devolvieron a la realidad. Sabía de qué estaba hablando ella, aun antes de que hablara otra vez, y pronunciara el nombre de su hijo recién nacido, él había sabido qué era lo que estaba pasando.

- ¡De Kakarotto!¡Me lo han quitado, Bardock! ¡Freezer ha ordenado que las crías nacidas como terceras clase sean enviados fuera del planeta! ¡ Nos han quitado a nuestro hijo, Bardock!

vox populi, escritura

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