Feb 13, 2011 20:17
El perfil de Larisa, mórbido e inmóvil, como una sombra china en el fondo moribundo del crepúsculo sobre los terrados, era un espectáculo que lo acuciaba. Incluso después del amor su carne parecía brillante y dúctil, como arcilla lista para recibir el peso de un fauno, no ya de un amante.
La ventana de su habitación, buhardilla del edificio, es la única entrada a la pequeña terraza, rizada de guano y almenada de antenas parabólicas. En uno de los lados más largos de la terraza rectangular, en el extremo opuesto a la ventana y mirando hacia ella, hay un sofá de dos plazas, de eskay escamado por el sol y faldones tazados, del que nadie ha podido decir cómo llegó hasta allí. Él lo mira y piensa involuntariamente en un leopardo, un recuerdo suntuoso de algo preciado que comporta un peligro irremediable.
Cuando despierta el sofá sigue presente al otro lado de la ventana mientras del otro lado de la habitación, a través de la puerta al baño contiguo se oyen las deyecciones de Larisa con nitidez cristalina.