Jan 31, 2011 22:42
Nadie habría sabido qué hora era a juzgar por la luz y el color del cielo: blanco en la vecindad del gris, nuboso e iluminado. Ni siquiera se habría podido definir si era muy de mañana o mediodía sobre el camino de tierra que bajaba, flanqueado por árboles, después de diluida en él la carretera de asfalto.
La conocida vereda gira a la izquierda bordeando un pequeño pinatar, que parecía mejor cobijado por el resplandor del cielo, pero en contra de lo habitual, no continuaba bajando, sino que terminaba en un ensanche pedregoso que daba orilla a un mar de niebla. No un banco de niebla asentado; niebla a ras de suelo como una alfombra que intermitentemente se rizaba sobre sí misma, como un océano gaseoso.
En el lado opuesto a la muerte del camino se erigía un pequeño collado que cerraba la ensenada. En su pared se abrían, a gran altura, las bocas de unas cuevas horadadas sobre una cornisa, ¿cómo y quién había extraído aquel estrecho peldaño, apenas sin huella, sobre el cortado calizo? ¿Quién calmaba la voracidad de aquellas fauces inalcanzables? Un niño cruzó corriendo la cornisa y su sombra proyectada sobre la pared ocre era un cuervo en vuelo raso bajo la cenefa de una cuerda de ropa tendida.
Hacia la derecha se veían unas lomas suaves moteadas de árboles oscuros que resultaron ser almendros en flor. Al acercarme descubrí que se trataba de una variedad mucho más delicada que la autóctona de la zona a la que debía pertenecer el paraje: las ramas floridas cedían a mi mano como los varales de un nardo.
Al volver sobre mis pasos hacia la orilla de la niebla descubrí a diversos conocidos dispersos a lo largo de aquel improbable litoral. No eran muchos, quizá diez, no más de una docena. Todos conocidos, oriundos de las ciudades que he habitado, habituales de los lugares que frecuento y todos, todos indefectiblemente menores. Todos ellos personas más jóvenes que yo, a las que saludé con una familiaridad impropia del escenario. Ellos no parecieron sorprenderse tampoco: en bañador y bikini, sobre toallas y silletas, me saludaron con la hosca costumbre de un gruñido o un cabeceo apenas subrayado por una ceja alzada.
Seguí andando, cruzando en diagonal la explanada tierra adentro. Al fondo había un cartel de comienzo de término municipal, un rótulo negro sobre fondo blanco, encuadrado en negro a su vez, en el que se leía: Vinareja. Tras él crecía un pequeño repecho que se volcaba sobre un soleado prado demasiado parejo y unánimemente verde como para ser silvestre. Un enésimo almendro, éste sí común y de yemas yermas, guardaba la entrada a la artificial pradera. Cuando iba a pasar el árbol por su costado derecho un niño, no sé si el mismo temerario troglodita, me cortó el paso, enredando entre mis piernas y gritando. Lo aparté con el brazo, suave pero firmemente, a lo que el niño respondió con movimientos más bruscos y desesperados. Al otro lado del árbol, separados por el biombo de sombra y fronda, tres de los maestros de mi infancia observaban la escena sentados apaciblemente.