Párrafo 175
NC-17
… x Ed (sorpresa, mis amores)
Notas: Estoy pasando por una fase smutosa, parece. Quizá aprendí a hacer algo parecido al lemon explícito sin quedar en vergüenza. (Gracias RPG por favor concedido).
Advertencias:
1- virgen!Ed. Si! Por fin un fic donde no ha pasado por la cama de chorromil más!
2- No domino el fino arte del porno.
3- Y mantengan a sus hijos, abuelitas y mascotas alejados del fic. NOT WORKSAFE, señoras y señores!
*Lynx se arrodilla y ruega por que les guste.*
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Y ahí estaba, odiándose un poco, recién llegado a Berlín.
Llevado en primer momento por pasos semiinconscientes de whisky barato, un par de años antes, visitaba ese lugar en particular por segunda vez. No se animaba del todo a entrar. La soledad le azuzaba, combatiendo directamente con su vergüenza. Parado en la puerta, la nieve se acumulaba en copos empapándole el sombrero.
Un cabaret. No, “el” cabaret, el único boliche de ese tipo al que podría permitirse entrar alguna vez: “El Dorado”.
Ante la mirada inquisitorial del guardia, avanzó un par de pasos hacia el interior. Dudando aún, dejó su sombrero y el abrigo en guardarropía, y se dejó invadir por el aroma a tabaco y perfumes caros del lugar. Por la rápida visión de camareras de traje largo, vampiresas que no lograban ocultar del todo unos hombros tal vez demasiado anchos, una estatura que sobrepasaba la habitual en cualquier mujer. El establecimiento estaba lleno, a pesar de ser navidad. Que celebración tan inextacta, tan carente de sentido. En casa también decoraban pinos por esas fechas, para celebrar el solsticio de invierno y el reposo de la naturaleza.
Era un miserable. Sólo un marica asqueroso (como él) podría andar perdiéndose en semejantes lugares. Tal vez El Dorado sería algún día el punto de encuentro de toda la comunidad gay europea, pero de momento sólo era un local demasiado pretencioso, a pesar de la profusión de molduras doradas, espejos, y plantas de lujuriante follaje que la estación había reemplazado por coníferas llenas de luces.
Se dirigió a la barra, decidido a envenenar un poco su hígado para quitarse las inhibiciones de encima. Cada remordimiento tendría que ser remojado en alcohol para eliminar las manchas de su percudido estado de ánimo.
No sabía si maldecir más las hipócritas guirnaldas que adornaban el sitio, o que la zona de cantina estuviera repleta.
Se sentó en una de las mesas frente al escenario, la del extremo izquierdo. Le extrañó que una ubicación como aquella estuviera desocupada, pero pronto constató que se debía a la lejanía de la barra. Era incómodo quedarse en El Dorado. Era agrio, amargo, saben los dioses que clase de sabor, que se pegaba a su paladar como una resaca. Y no podía evitarlo, no.
No sería la primera vez que buscaba la figura de su hermano en la armonía de otros cuerpos.
Nunca demasiado parecido. No debía ser una similitud completa, tal cosa destruiría los pequeños mecanismos de protección que su ego había logrado desarrollar. Lo que más temía de aquel mundo eran aquellos reflejos, siempre aterrorizado de que encontrar a Alphonse en el siguiente. Pero su líbido se complacía en la contemplación de muchachos que se lo recordasen, sólo de una forma vaga. Suficientemente familiares para despertar sus ganas, y tan diferentes que no se sintiera profanando la imagen virginal que se había fabricado en su mente, a la búsqueda de cordura.
La misma razón por lo que sólo se permitía a si mismo el mirar.
Las luces del local se apagaron unos segundos, reemplazadas por unos focos que apuntaban al escenario, transformando su dimensión de modesta tarima de madera hasta hacerle lucir más bello que el mejor stage de Broadway. Iba a darse comienzo al primer show de esa noche.
Antes de que el espectáculo empezara, Edward logró llamar la atención de una de las camareras y pidió una botella de whisky.
Su parte racional no soportaría la liberación instintiva sin un poco de anestesia. Bebió el primer trago paladeando la graduación del líquido, pero estuvo a punto de escupirlo cuando vio salir al primer bailarín de las bambalinas.
Era… identico.
-Russell.- murmuró Ed, acomodándose en la silla. Jugueteó con el vaso en las manos, a la expectativa.
Fue incapaz de agregar nada más cuando, parado en medio del escenario, aquel joven que parecía Russell Tringham extendió ambos brazos al cielo, dando la señal para que comenzara la música.
No era el habitual show de transformistas que El Dorado solía mostrar a su clientela. Tal vez resultaba menos difícil colocarse el vestido y las plumas, cantar con voz suave, contonearse incitante, cercana a los clientes.
Lo que este chico hacía era distinto.
Con la dignidad de un perfecto caballero, había subido a la tarima vistiendo un traje más o menos elegante. Caminando hasta el centro de esta, se ubicó junto a la barra vertical.
Los acordes poderosos de un tango sin palabras insuflaron vida a sus caderas. Sencillo como un niño, partió dejando caer su chaqueta hasta el suelo y de pronto Edward no pudo quitarle los ojos de encima.
No. No era la torsión femenina con que los travestis de siempre danzaban sobre el escenario. Había algo dominante en la forma en que deshizo el nudo de su corbata, en un solo movimiento de la mano. La misma que deslizó breve sobre el primer botón de la camisa, soltándolo para tomarse luego de la barra. Se quitó el sombrero al ritmo que el piano marcaba, y prosiguió con el segundo de los botones siguiendo la cadencia del violín, al fondo.
Girando, sin ninguna especial pretensión, se sacó la chaquetilla dándole la espalda al público, y cuando volvió a darse vuelta, llevaba la camisa abierta aún atrapada en los suspensores. De forma juguetona, cogió la barra con ambas manos acarició el metal con la nariz, y extendió los brazos, enlazando el tubo con las piernas.
La conexión entre la música y los movimientos del muchacho en torno al tubo, rápidos, violentos; se hizo mucho más notoria. Edward se escuchó gimiendo bajito al notar que, en determinado paso, frotaba la pelvis contra el metal.
Estaba bailando tango con la barra.
Sintió de golpe la mirada del muchacho sobre sí. Depredadora, incitante, apenas oculta por el flequillo andrógino que danzaba sobre su frente. Pasó saliva. De pronto, mantener las manos sobre la mesa le resultaba tan difícil… estaba tan cerca que podía ver como se empañaba el tubo cuando el chico jadeaba, sin quitarle los ojos de encima. Como dedicándole cada roce.
Apenas se dio cuenta cuando acabó la canción, y de hecho no lo hubiera notado, sumido como estaba en su estado personal de excitación, sin el aplauso estruendoso que bañó al muchacho trayéndolo de vuelta al mundo real.
El doble de Tringham hizo una breve reverencia, cogió sus cosas y salió.
Maldita la hora en que se le ocurrió visitar el cabaret, pensó Edward, bajando de un trago su tercer vaso de whisky y deseando que el dolor que le punzaba la entrepierna desapareciera.
El no tenía derecho a estar ahí, recordó. No cuando cada segundo perdido significaba quizás cuantos años más lejos de Alphonse. Se sirvió más licor, casi disfrutando del premeditado acceso de culpa expandiéndose amargo desde el pecho al resto del cuerpo. Bebió sin saborear el líquido, sólo pasándolo por la garganta sin considerar la quemazón interna que el alcohol dejaba en su camino hacia abajo. Y entonces…
-Va a hacerle mal beber así- comentó alguien sentándose a su lado. Giró la cabeza, reconociendo la voz. Se trataba del muchacho.- Mi nombre es Rudolf Trautmann. ¿El suyo?
-Edward Elric.- articuló Ed, sintiendo algo parecido a la vergüenza ante esa compañía sorpresiva. - ¿disculpe?
-Oh, lo siento… -sonrió Rudolf.- ¿Le molesta que me siente aquí?
-No, sólo preguntaba el por qué. - la costumbre europea, odiosa al principio, de hablar dando continuos rodeos a la conversación era infinitamente útil en situaciones así. Se decidió a no mirarle a la cara, ni pensar en parecidos alarmantes por el bien de su razón.
-Me llamó la atención ver a alguien con semejante expresión de tristeza en este lugar - se encogió el otro de hombros.- no suele ser triste la gente que concurre a cabarets de mala muerte como este. Menos si se es tan joven. Es mala combinación, sobre todo en navidad.
-Suena como si no tuvieras problemas- gruñó Ed, olvidando lo extraño que resultaba tutear a un desconocido. El ruido ambiental enmascaraba la voz lo suficiente si se concentraba.
-Tengo muchos- admitió Rudolf- pero no los traigo a trabajar.
-¿Trabajas en navidad? -inquirió Edward, a sabiendas que su ironía pasaría desapercibida por el otro.
-Si, en navidad.- rió, pero algo sonaba demasiado superpuesto en esa carcajada.- Aquí me veo, ejerciendo de puta en esta fecha.
Callaron. Ninguno de los dos preguntó por “la familia”, tal vez intuyendo que no todo andaba bien en esos ámbitos. El moderno jazz que sonaba de fondo fue pronto reemplazado por el más tradicional charlestón, y la zona destinada a la pista de baile se llenó de falsas muchachas que intentaban mover las piernas al la velocidad de la música.
-¿Bebes algo? - preguntó Ed luego de un rato, removiendo el líquido en la botella con suavidad, en el sentido de las agujas del reloj.- No hay otro vaso, pero puedo pedirlo.
-Del tuyo estará bien.- contestó Rudolf de inmediato. Ante las cejas alzadas en sorpresa de su acompañante, comprendió que tal vez estaba siendo demasiado directo y cambió tácticas. No todos los días se le presentaba la oportunidad de trabajar con alguien que le atrajera físicamente.- Pero… espera. - convocó a la camarera con un gesto de la mano, y esta, acostumbrada a los frecuentes llamados de su colega (muchas veces pidiendo auxilio con algún cliente difícil) acudió enseguida.
-¿Ordenará algo?- Era una imagen de sensual eficiencia, los angulosos hombros cubiertos con un echarpe de seda y una libreta en las grandes manos.
-Otra botella de whisky- Rudolf le cerró un ojo- y un vaso.
-Creí que era malo beber así- comentó Edward con estudiado sarcasmo.
-Estamos solos en mitad de una fiesta, creo que lo merecemos.
Se quedaron en silencio otro rato, con la sensación de que las condiciones eran más forzadas que otra cosa. Edward todavía no sabía cómo reaccionar, a pesar de su obvia mirada hambrienta hacia aquel muchacho de cabaret, con el recuerdo de su actuación aún reciente en la memoria. Repitiendo que no se trataba de Tringham como si se tratara de un mantra.
La camarera volvió, trayendo una botella de un licor más fino que el que Ed había pedido, un vaso, y un recipiente con hielo. Balanceó los elementos sobre la bandeja y las dejó con delicado ademán sobre la mesa.
-Me gusta el whisky- comentó Rudolf, virtiendo un poco en el vaso de Edward primero, luego en el suyo, al que alzó para brindar, mirándolo a través del líquido.- Tiene un color muy bello.
-Quizá si… -admitió Ed, comprendiendo la velada alusión a su particular color de ojos, y sin querer responder que, en realidad, no bebía porque le gustara, si no porque le servía. Condenado utilitarismo suyo. Alargó la mano de carne y hueso hacia la cubetera de hielo y dejó caer dos sobre su vaso, con ayuda de las tenazas.
Estaba solo, amargado y se había bebido tres vasos de whisky. Reunió valor suficiente para dejar su mano junto a la de Rudolf, en vez de restituirla a su posición inicial.
Intuyendo que se hallaba frente a un clásico tipo de cliente, el “angustiado-sumiso”, le cogió la mano acariciando la palma en círculos con la punta de los dedos, apenas, sin romper el contacto visual.
Supo que había tenido éxito cuando lo sintió temblar bajo su toque.
Horas más tarde, el cabaret había cerrado y caminaba por la calle llevando en una mano la botella pedida de whisky, a la que aún le quedaban dos o tres dedos… y en la otra, a Edward, quien lo seguía abrazado a él, bastante borracho pero aún deseable. Él tampoco estaba sobrio del todo. La acera se balanceaba agradablemente, de un lado a otro, y el propio calor que desprendían sus cuerpos cercanos combatía la nevazón navideña mejor que el delgado abrigo de lana sobre sus hombros.
Rudolf sonrió, inclinándose para besar a Edward sin importarle que estuvieran en mitad de la calle. Éste correspondió de inmediato, con algo que parecía torpe desesperación, metiendole las manos bajo el abrigo, acariciando su espalda.
Casi nadie le había permitido el beso alguna vez. Con él podían intentar lo que quisieran, desde extraños fetiches importados desde la tierra de Sade, al sexo callado y veloz, clandestino. Aquello era un buen augurio: Los besos estaban reservados a las personas, no a los objetos.
-Por ahí… -Ed le señaló con un gesto la pensión en la que estaba alojando, acurrucándose contra su cuello. Se acercaron, y con manos inseguras sacó las llaves de su bolsillo, fallando la cerradura un par de veces antes de conseguir insertarla y hacerla girar. - No te preocupes por el ruido… la casa está vacía.
-Todos celebrando en otro lado… -contestó a murmullos, asintiendo.
La estrecha escalera de caracol crujía, el sonido de la madera haciendo eco en el edificio con cada escalón. Los peldaños eran angostos, y más de una vez alguno de los dos temió caer y arrastrar al otro mientras toques tenues, ondulatorios, tenían regusto a anticipo de lo que vendría después. Ninguno de los dos se había molestado en encender las lámparas, y los muros de la pensión, usualmente descascarados, adquirían otra belleza en la oscuridad, casi acogedora. Llegaron al tercer piso enteros, caminando a ciegas por el pasillo y abriendo la puerta de la habitación de Edward con un empujón de sus cuerpos entrelazados.
Era agradable aquella seducción callada, matizada apenas con la ruidosa respiración de ambos. En algún momento habían perdido los abrigos, las chaquetas, dejando un rastro de prendas de vestir hasta el lecho. La breve interrupción para encender la chimenea fue insuficiente para enfriar los ánimos. La cama no era un espacio amplio, y acomodarse sobre ella pasó a formar parte del juego de roces, con Rudolf encima.
-Nunca he hecho esto…- susurró Ed contra su oído. Sin saber si creerle o no, su acompañante sonrió con amargura para sí, recordando su rol: Al día siguiente le pagarían, se iría, y no volvería a verlo. De cierta forma, le emocionaba cada vez que algún cliente le decía de indirecta manera que sería él quien le iniciase. Pero no podía darse el lujo de aspirar a más que eso.
Con suavidad, tomó entre sus dientes el lóbulo de la oreja de Edward, lamiendo el punto en que esta se unía a la felina línea de la mandíbula, bajando de a poco, despacio. Fiel a su lógica de carpe diem, sabía que sería mejor si disfrutaba a fondo aquella noche. Volvió a besarlo profundo, intentando despertar competitividad en la boca del otro y degustando el sabor amargo del alcohol en sus labios, desabotonándole la camisa. El muchacho… no, el hombre bajo él, era un boceto de lo que la perfección podría ser. Incluso con las prótesis, que no tardó en notar.
Se había acostado con hombres en peor estado. Y éste en particular le gustaba lo suficiente como para no tener que fingir al reverenciar su anatomía con caricias. Lo escuchó gemir bajo su toque, percibió la aceleración de su pulso. Aquel cuerpo tenía aún rastros de haber sido duro, fuerte. Cada línea, suavizada tal vez por la inactividad forzada, le parecía digna de ser recorrida. En ese mismo instante, bajando con la lengua por la clavícula mientras sus dedos peleaban con el cinturón, se encontraba tan excitado que comenzaba a doler.
Las manos de Edward se aferraban a la colcha, arrugando el áspero tejido. Tiró la cabeza hacia atrás, sobrepasado por los lametones que encendían su pecho. Le apremiaba hacer algo… No atinó más que a dar torpes manoteos al pantalón de Rudolf, buscando instintivamente su entrepierna, sintiendo el calor y la tensión bajando por su columna y anudándose en algún lugar de su pelvis cuando apresaba aquel bulto duro entre sus dedos.
En alguna parte de su mente, se sentía natural, correcto. Había llegado a olvidar que se trataba de algo pagado. Cómo recordar algo tan poco apropiado a lo sublime del momento… con aquel hombre de manos sabias, de boca hábil, trabajando entre sus piernas. Subiendo y bajando con paciencia, tomándose su tiempo en probar apenas la punta, lo suficiente para obtener de él una queja estrangulada, atrapada en su garganta. Necesitaba más que eso. Los mechones rubio claro cosquilleando sobre sus caderas, las piernas firmes de su acompañante sujetas con sus tobillos… la lengua ligera… era incitante pero no satisfactorio. Avergonzado, se cogió del pelo del muchacho, rogando porque no resultase tan grosero aquel gesto de urgencia.
Casi gritó cuando sintió que tomaban su miembro por completo.
A punto de acabar, el calor húmedo que antes había envuelto su erección fue retirado, reemplazado con el aire nocturno, demasiado helado en comparación. Tembló de frustración y frío, mirando a Rudolf con ojos desamparados.
-Por favor…
-No todavía.- Y le besó. Ya no era licor el sabor agridulce que habitaba en aquella boca. - Quiero que dure.
-¿Entonces…?- Edward se arqueó alzando la pelvis, buscando alivio en la superficial fricción que lograba estando debajo.
Jugando, Rudolf dejó caer algunas gotas del aceite que había traído sobre los pezones de Ed, limpiándolas después con la yema de los dedos y oyendo sus gemidos quedos. Ambos sabían lo que seguía: uno con sólo una vaga noción, otro con lo que años de experiencia transformaban en habilidad.
Tres dedos buscando el lubricante dentro del frasco, como imitando otras acciones. Dos dedos paseando en círculos, rozando su entrada. Un dedo irrumpiendo, desgarrando la tensión entre sus muslos, iniciando aquellos viejos preliminares. Lastimaba, pero era bueno.
Edward cerró los ojos. No era el peor dolor que había sentido. Aquella invasión punzante era soportable y hasta agradable, si consideraba lo que venía después.
Y era… voluntaria. Se estaba entregando a ese desconocido.
Dos dedos moviéndose en su interior, engarfiándose para buscar su próstata.
En aquel momento, era imposible recordar la razón por la cual nunca había tenido sexo. No en medio de aquella neblina placentera, ni del relámpago que le arrancó blasfemias de gozo cuando los dedos de Rudolf encontraron el lugar exacto.
Tres dedos húmedos oscilando, separándose para abrirle aún más. Estaba sonrojado como la maldita virgen que era, necesidad acumulada reflejándose en sus ojos. Había logrado divisar el abismo, y poco le faltaba para caer. Y no quería rogar, no quería que tuviera aspecto de plegaria la forma en que sus caderas se estrechaban contra los dedos del otro.
-¡Por favor!- y de nuevo la súplica, cuando los dígitos que lo llenaban presionaron aquel punto una segunda vez y el placer se extendió como ácido por su cuerpo. Suplicaba sin tener exacta noción de lo que esperaba a cambio.
Vacío. Se sentía incompleto cuando Rudolf retiró su mano, limitándose a cubrir su propia erección con el aceite que goteaba del frasco. Cerró los ojos, abriendo más las piernas. Muy lento, pudo sentirlo introduciéndose en él. Aferrado a la espalda firme de su amante, dejó salir un gruñido sofocado, tensando sus músculos internos por el dolor, y obteniendo un gemido largo del otro.
-No hagas eso… espera… - respiró Rudolf en su oído, fuerte. La compresión a su alrededor había estado a punto de ser demasiada. No duraría mucho. Forzó una mano a través del escaso espacio entre sus cuerpos, aún sin moverse al interior de Edward, y acarició la zona justo bajo su abdomen, intentando relajarlo. Apenas sintió que su tensión aflojaba un poco, se retiró unos instantes y volvió a invadirlo inmediatamente después.
Edward reacomodó las piernas, abrazándole con ellas por sobre sus hombros, entrelazando sus manos con las de él luego de unas cuantos empujes experimentales. Una vez seguros de lo que hacían, no costó nada dar inicio a la auténtica cadencia. La deliciosa fricción les robó el aliento en los primeros movimientos, ganando en seguridad a cada segundo. Rudolf iba cada vez más rápido, más intenso, continuando así el juego de jadeos deslizándose en su interior. Supo que había golpeado la próstata cuando el hombre bajo él profirió un gemido con sabor a grito, tensando las caderas a tal punto que casi lo precipitó al abismo.
Aquello era mareante como el alcohol, potente como los ocasionales toques de polvo milagroso ingresando a su nariz.
Estaban cerca. Estiró la mano para ayudarle a terminar y bastaron un par de roces, unas cuantas embestidas al interior de ese cuerpo delicioso, para mandarlos a ambos directo a la pequeña muerte.
-¡Russell!- lo escuchó gritar en medio de la neblina del orgasmo.
No dijo nada, y abrazó a su cliente para no colapsar sobre él. Estaba acostumbrado a que gimieran otros nombres. Era denigrante, pero no más que su ocupación. Una lástima, aquel hombre en verdad le había gustado.
Simplemente, gajes del oficio.
La mañana siguiente llegó con su carga de resacas, con cierto sentimiento húmedo en la piel que la limpieza post-coito antes de dormir no había borrado por completo. Edward despertó primero, encontrándose al doble de Tringham durmiendo a su lado. Una vez libre del whisky y la excitación, sólo quedaba la saludable mezcla de culpa y angustia de sentirse atrapado. Y aquella vocecita infantil al interior de la cabeza, recordándole lo estúpido que había sido dejándose llevar a la cama, y lo bien que se había sentido ser cogido por alguien.
Otra promesa rota, pensó, y su boca seca le trajo memorias de su anterior vida, en la cual la voz de Alphonse bastaba para mantener oculto su instinto de autoflagelación sin tener que recurrir a nada extra.
Cuando Russell -no, Rudolf- despertó, observó en silencio la expresión de Ed, dirigiéndole una sonrisa compadecida, tal vez imaginando qué pasaría por su mente. Veía las emociones reflejadas en su rostro, pero el motivo para ellas… estaba fuera de su alcance. Correspondía que así fuera, se dijo, y se limitó a pasarle los brazos por los hombros sin atreverse a cobrar la noche todavía. Cuando Edward, mordiéndose los labios para que no le oyera llorar, le correspondió el abrazo… su sonrisa se desvaneció.
Por el espacio de un segundo, había tocado con la punta de sus dedos la ilusión de convertirse en más que un compañero transitorio. Luego, como en un dejavú mal disimulado, se dio cuenta de haber sentido lo mismo varias veces la noche anterior. Cualquier esperanza acabó de morir cuando su cliente se secó los ojos y le preguntó cuanto le debía.
Almorzaron juntos en una taberna, como si fuesen amigos, sin regresar al tópico de sus actividades nocturnas ni las circunstancias en las que se habían conocido. Edward habló muy vagamente de cierto hermano pequeño al que extrañaba mucho. Rudolf comentó que el suyo vivía en Munich, bromeando sobre lo caro que salía pagarle el colegio. Una vez que las salchichas con chucrut se desvanecieron en sus platos, se despidieron con un tembloroso apretón de manos que derivó a inseguro abrazo, y caminaron en direcciones opuestas.
Pasarían varios meses antes de que Ed se animara a visitar de nuevo el cabaret. Dando bote por toda Europa, volvía a parar en Berlín un par de días sin una justificación real. Ambivalentes, el deseo y el temor a un reencuentro lo mantenían vacilante en la puerta. Como en la primera ocasión, repitió todos los pasos mentales antes de animarse a ingresar, esta vez un poco cansado de la escasez del coraje que antes le había sobrado. Reiterativos, los helechos exóticos decoraban el lugar, ahora también lleno de flores que celebraban la primavera. Asqueado de si mismo y de la mezcla aromática, dio un par de vueltas al recinto antes de dirigirse al bar.
Saboreó la anticipada amargura antes de pedir un trago. Inclinándose un poco sobre el mesón, volvió a echar una mirada a su alrededor.
-Busco a Rudolf Trautmann.- comentó, casi casual, mientras el bartender le servía una ración generosa de gin con gin. Aquel tipo de la barra era el único de la Casa al que veía con un aspecto más o menos masculino, y eso le daba malos presentimientos.
Su cerebro aún buscando una justificación a su estadía en aquel sitio, había dado de repente con la insensata idea de contarle a Rudolf todo sobre el Otro Lado. Ningún científico le hubiese creído. Tal vez él si lo haría. Necesitaba hablar del tema. Tres años no pasan en vano.
-Ah. Trautmann.- Una de las chicas se sentó a su lado sin permiso, el cabello azabache cortado a lo garzón y vestido negro. Una mantilla de encaje oscuro disimulaba su manzana de Adán. - Si, que cosa tan horrible… - Edward la vio meditar empinándose una petaca con habilidad, sin correrse el maquillaje.- Unos agentes de la policía le dieron una golpiza el mes pasado, casi lo mataron. Pero su hermano pequeño está aquí.- le señaló con el mentón.
Sentado en un sofá estaba un muchacho de aspecto delicado, en el límite entre lo andrógino y lo femenino, enfundado en largo vestido de fiesta. Miraba al vacío con cara de angustia, apartando los flecos de su redecilla con bisutería engarzada. Otra de las chicas le alcanzó una copa de alguna cosa, y lo conminó a beberla. “No puedes tener esa cara trabajando aquí, querida”, escuchó que le decían.
No parecía tener más de quince años.
Edward sacó la cuenta, considerando la edad de Fletcher, y en efecto así debía ser. Era evidente que lo único que había impulsado a aquel niño a tomar semejante ocupación era el hambre. Si hacía un mes que su hermano no llevaba ingresos, luego de consumir los ahorros, ¿Qué?
-No es fácil encontrar trabajo en este país.- comentó, frunciendo el entrecejo.
-Los extranjeros nos pagan bien.- replicó la vampiresa que se había sentado junto a él. Disgustado, se levantó y pidió la cuenta. Ella lo detuvo.- Espera, ¿no quieres saber en qué hospital tienen a Rudolf?
Meditó en silencio una respuesta, contando el fajo de marcos que tendría que pagar por su consumo.
-No. -dijo al final. Dejó los billetes sobre el mesón y dio media vuelta dirigiéndose a la salida sin despedirse.
Sabía que ella lo estaba mirando alejarse con una sonrisa sarcástica en los labios.
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Finis.
Pre-Alfons, ¿se nota ? XD
OMG, incluso me las arreglé para meter algo de angst en medio. Y que largo salió! Carajo, es como un capítulo de Verloren T.T (Que, por cierto, de ahí salió la idea de la prostituta-alemana!Russ.) Al igual que “Niño”, va como pieza hermanita sin seguir exactamente la línea del otro fic del cual proviene. Ojalá les haya gustado u_uU fue un dolor de **** escribir esto XD
Ahora, el minuto cultural: El Dorado era un auténtico cabaret gay en los años 20 y 30. Los nazis lo cerraron poco antes de que Hitler asumiera el control del país. Se especializaba en shows de transformismo, y lo visitaban no sólo homosexuales, si no también gente hetero a la caza de algún espectáculo interesante. No sé si funcionaba oficialmente como burdel, pero no sería raro que, siendo el tipo de punto de encuentro que era, también se congregasen también prostitutos a la caza de clientes.
Dioses, amo a Russell OwO es como una relación narcisista la que tengo con él… pobre niño, jamás queda feliz XD (si, tenía que decirlo… so?)
Primer prototipo: 26-10-06
Segundo prototipo: 20-12-06
Finalizado: 06-02-06, 02:31 AM
Wait… me demoré cuatro meses en hacerlo? O.oU *se da cabezazos contra la pared, lamentándose de su incapacidad*