May 01, 2016 17:10
Tenía la mirada gris, triste, perdida a fuerza del aburrimiento impuesto que da un indeseado viaje en coche por los campos de Castilla. La cabeza apoyada contra el cristal de la ventanilla del copiloto mientras la radio llenaba el interior del automóvil de verborreas carentes de interés o sentido, algo sobre ladrones, pillos y villanos enaltecidos por el brillo de su falsa alcurnia que Quijote no podía sino atender como a chismes y cuentos de viejas.
¿En qué sana cabeza podría caber que aquellas barbaridades que enunciaba el locutor pudiesen ser verdades en lugar de sucias argucias publicitarias con oscuros propósitos?
-Habrase visto- murmuró entre dientes con suma indignación - En mis tiempos se respetaba la decencia y el honor a la verdad y si yo y otros de mi quinta y calaña tuviésemos la energía que dan veinte años menos... ay Sancho, otro gallo nos cantaría a todos.
-No se me soliviante, Don Quijote, que estamos a punto de llegar al pueblo y luego su hija me pide cuentas de por qué le llevo tan nervioso.
Su hija. Quijote se incorporó de repente con renovado interés. A veces se olvidaba que tenía una hija, su bella Dulcinea, a la que enseñó a andar, a montar en bici y a dar un buen mandoble si la ocasión lo requería. Se avergonzaba ligeramente de haberse olvidado de ella pero su juicio en ocasiones se parecía al cielo, y cuando estaba tormentoso y plagado de nubes oscuras le era imposible discernir y recordar los detalles de su propia existencia, por principales que estos fueran, pero el día había amanecido clareado y su mente en aquel momento se encontraba de similar buen talante emulando el clima. Recordaba ahora no solo a su amada Dulcinea si no de su nieto, también. De su difunta esposa. Por el momento, y hasta la siguiente borrasca, era capaz de evocar su vida al completo; su pueblito castellano-manchego al que se dirigían, del que partió de joven y que ahora había quedado relegado a reinos de veraneo, su pequeño palacio madrileño de sesenta metros cuadrados en un segundo sin ascensor a la ribera barata del manzanares y su larga y accidentada vida laboral como bombero del Ayuntamiento.
Ahí estaba todo, ahora tan cerca y otras veces tan lejos.
-¡Ay Sancho, con lo que yo he sido!¡Con la de desventuras y desencuentros con las que he lidiado!
Dignas de un antiguo libro de caballerías eran las memorias de su mortal existencia.
En el asiento del conductor, Sancho suspiró y negó levemente con la cabeza con la paciencia que da saber que de ello depende el jornal a fin de mes. Su fiel escudero con un título de enfermería, valeroso subalterno en su perdida guerra contra la senilidad.
Quijote suspiró, se conformó por el momento y siguió mirando por la ventanilla hasta que el paisaje se le hizo de nuevo desconocido y las causas del viaje ajenas, y fue entonces que al doblar una curva del camino aparecieron sobre el horizonte de unas lomas cercanas; criaturas como de otro mundo, altas como molinos de viento y dispuestas en formación como si de un ejército se tratase.
-¡Detente, Sancho! ¡Detente ahora mismo y déjame salir!
Las feroces criaturas agitaban sus brazos en sincronizados gestos beligerantes y su coraje juvenil, que siempre se había crecido ante las vicisitudes le impulsó a salir de aquel rocín de metal y lanzarse de lleno a la batalla; no iba a permitir que semejantes gigantes avanzasen en su conquista de los pueblos aledaños a saber con qué clase de maléficas intenciones sin oponer resistencia alguna.
Corrió a su encuentro haciendo acopio en su camino de cuantos palos macizos y piedras pesadas pudo ser capaz de recoger y con una fuerza que muchos otros en su plenitud hubiesen envidiado, los lanzó contra el cuerpo cilíndrico de la criatura más cercana. Le brillaban los ojos con vida renovada.
-¡Señor! ¡Don Quijote! ¿Se puede saber cuál es ahora el bicho que ha de haberle picado?- La voz de Sancho le llegaba fatigada y cansina a sus espaldas.
-Pierde cuidado Sancho y no temas que yo he de protegerte a ti y a otros como tú de estas cruentas criaturas-, dijo arrojando piedras con saña. -¡Atrás Gigantes, atrás!
-Ay Don Quijote que nos va usted a buscar la ruina, que lo que usted ve como gigantes no son sino molinos eólicos y mi temor no es otro que el que vaya usted a dejar sin luz al Toboso y haya que apechugar con la furia de los vecinos. Mire que a esos les temo más que a los gigantes.
-¿Qué dices, malandrín?¡Quita, no me sujetes el brazo!
Los alaridos metálicos del monstruoso esperpento llenaban la llanura castellana y su monte bajo y aunque sus fuerzas disminuían con cada embestida aciaga fuese con piedra, fuera con palo, su sangre se sentía rejuvenecer sabiendo que si moría lo haría defendiendo esa tierra y a los que en ella vivían. Pocas causas había más justas y nobles que aquella.
-¡Don Quijote, Don Quijote!-. Sancho se acercaba ahora a él sin suntuosos ademanes, como los domadores a las fieras, con algo oscuro y brillante en la mano, que en acortando distancias, pudo discernir que aquello era un teléfono móvil. -Cójalo rápido que su hija quiere hablarle.
¿Su hija? ¡Ay sí, su hija! ¡Su Dulcinea! Había vuelto a olvidarla.
Cogió el teléfono y se lo acercó al oído para escucharla.
-¿Qué haces papá? ¿No le estarás dando problemas a Sancho?
Aquella voz severa pero dulce como melaza le derretía el corazón con cada cariñosa reprimenda; era como la cura transitoria para su particular maldición. Alzó la vista y los gigantes habían mutado, como por arte de magia, en estilizados molinos metálicos, y él mismo ya no era un héroe en plena justa sino un viejo a medio camino de un viaje demasiado largo para su cordura.
-Ay hija, qué gusto oír tu voz.