(no subject)

May 31, 2010 15:14

Título: Nada nuevo bajo el sol
Fandom: Original.
Claims: Andrew/Elle, sligh Felisa/Claude (crack pairing), Sebastián, menciones de Sofía, Isabella, Milena y Leah.
Reto: Swap.
Nro. de Palabras: 4749.aprox.
[Dedicado a Yuu]


Nada nuevo bajo el sol
Los guardianes de la puerta del laboratorio de Felisa le rugieron, haciendo que sus huesos se sacudieran de temor por un momento, ante el aliento agrio y el ruido que rasgaba los oídos. Logró calmarse para volver a llamar. Sabía que no iban a morder sus dedos al presionar de nuevo el aro de cobre: tenían prohibido arrancar sangre a los habitantes del castillo, tanto los que eran humanos y portadores varita como a los...que eran como Elle, a penas privilegiados de encontrarse en el mismo ambiente y sin ser mera herramienta. A su juicio, por supuesto, que difería del que la señorita Leah había tratado de implantar con lágrimas en los ojos y caricias hipócritas en su cabello. Elle solo agradeció las pociones que le dio a beber (más por curiosidad que aprecio, seguramente) del gabinete de Felisa sin autorización. Con desearlo lo suficiente, podía elevarse en el aire, aunque le doliera el estómago y no aguantara más que un par de metros. Tenía prohibido hacer magia y tampoco es que supiera si acaso los hijos de su padre podían. Felisa se había excusado diciendo que no tenía tiempo para darle clases y que tanto los preparados como los hechizos que otorgan esa clase de conocimientos de manera cuasi inmediata, llevan meses cuando no años. Uno de los pocos aspectos excepcionales en los que los magos debían imitar a los afamados muggles y era recomendable empezar de cero con ayuda teórica, para que se desenvolviera el talento de manera tan natural como fuese posible para seres por encima de la Naturaleza o bendecidos por ella, según fuera el caso. Y su padre aún no regresaba. Egipto era tierra de bárbaros y Elle tenía miedo por su vida: se le cerraba la garganta y se abría la catarata de sus lágrimas ni bien imaginaba que algo horrendo podía (y era lógico que sucediera) pasarle. Solo entonces Felisa dejaba de hacer muecas delante suyo o al menos trataba de disimularlas para colocar las manos sobre sus hombros y ensayar un consuelo torpe, pero significativo viniendo de una persona tan distante.

Elle se elevó y tocó tres veces hasta cansarse, siempre fijándose de bajar antes de que Felisa pudiera hacerse tiempo para ir a abrirle. No quería tener que explicarle acerca de la fuente de su gracia y ahora que Leah no vivía con ellos, causarle problemas en la lejanía no se le antojaría ni ligeramente gracioso a su corazón de pícaro. Los guardianes de la puerta se hicieron a un lado para revelar a Felisa, sus ojos exhaustos detrás de las gafas, su abrigo con piel de tigre encima del camisón y una antorcha en su mano derecha. Apretaba los labios.

-¿Qué haces aquí, niño?

Elle se sintió sonrojar, pero apretó los puños y se cruzó de brazos, clavándole una mirada de reproche.

-Estamos solos en el castillo y no viniste a cenar conmigo. Me aburro. Puedo pedir que traigan mi comida aquí. Me pondría en un rincón y no entorpecería nada de lo que haces.

Felisa puso los ojos en blanco y se arremangó hacia la muñeca los guantes de piel de dragón.

-No puedo dejar que te quedes. Los preparados que estoy manejando son peligrosos. Algunos pueden dañar la piel gravemente y lo más importante de todo: teniendo en cuenta lo que han costado, no puedo arriesgarme a que metas uno de tus inmortales dedillos en una probeta y arruines mi trabajo de seis semanas. Así como me ves, que soy la antítesis de una ama de casa, tengo una hija incluso con menos edad de la que tú aparentas. ¿Está aquí, mermando mis fuerzas y comiéndose mi atención? No. La he mandado a donde esté segura y no pueda distraerme. Pregúntale cuando puedas a mi marido lo bien que le parece.-Felisa se había llevado las manos a la cintura para decir eso y al terminar se subió los anteojos sobre el puente de la nariz. Elle, el niño del Barón, su creación en todo caso, arrugaba la nariz y clavaba la vista desdichada en el suelo. Felisa suspiró, odiándose de antemano y a la manipulación emocional que la poción empatizante había malogrado en el muchachito. No pensaba en Sofía desde las Navidades pasadas con Sebas en una cabaña, lo bastante lejos como para que ni el señor Andrew, Leah, Claude o Fabio inclusive les hicieran pasar un mal momento. Y había sido inútil: Felisa no hizo otra cosa que pasar la vista perdida por el ambiente y la ventana cubierta por nieve, con la mente todavía haciendo cálculos con respecto a teorías sobre elementos que los muggles ni conocen. Sebas fue sarcástico. Sofía jugó con su nueva escobita y a penas notó la poca atención que le prestaban. Y no se quedaron más que aquella noche.

-Vale. Haré que te traigan el té y algo dulce, pero te sentarás en la punta de la mesa y no me hablarás si no te pregunto algo primero, ¿vale?

Los primeros quince minutos fueron aceptables. Del mechero al caldero y haciendo levitar mediante hechizos verbales simples los tubos de ensayo, podía concentrarse en las exactitudes de las mezclas y compuestos, en los tiempos que se precisaban para conseguir ebulliciones y depuraciones. A partir de ahí, sus ojos vagaron ocasionalmente hacia el niño, que por encima del té caliente que le trajo una de las mucamas suplentes, no dejaba de jugar con sus dedos temblorosos. Eventualmente le llegaron sus pensamientos, además de una carga extra de preocupación y ansiedades condimentando esas emociones ajenas. Se distraería si hacía conversación, aunque corría peligro de dañar el producto y eso le cerraba la garganta. Finalmente: el filtro. A medida que las gotas pasaban del capilar al tubo de ensayo, podía hacer la mezcla de aliento de sapo. Era simple esa última: pura maña en la muñeca que ya tenía, a pesar de que tenía que ser precavida de no dejarlo hervir más de un minuto extra. No en vano tenía un despertador muggle allí. Hizo arder la leña con un cabeceo (aunque le dio una ligera migraña por el esfuerzo. No iba a dejar que Sebastián se volviera más diestro que ella en bienes no verbales) y volcó las gotas de la esencia en el agua del caldero.

-Supongo que te preguntarás qué estoy haciendo. Es algo bastante fácil. Cuando llegues a mi nivel, voy a enseñarte yo misma los valores de las sustancias y cómo prepararlas para obtener el resultado buscado. Lo único que no me gusta hacer (aunque sé hacerlo, por supuesto) es colocarle sabores extravagantes a las pociones. A menos que me lo pidan y paguen un importe extra. Si pides algo que potencie tu poder para obtener venganza, DEBERÍAS estar dispuesto a llenarte la boca de azufre y si quieres forzar a alguien a que te ame, el regusto del vinagre al apropiarte de un corazón que no te pertenece podría hacer que reconsideraras la manipulación psicológica vía substancias. Es también una lección moral...

Elle mordió una galletita y se agarró una punta de cabello. Notó cómo el semblante de Felisa había mutado. Parecía una profesora alegre. Se enfadó consigo mismo al recordar que eso era, aunque no se dedicara a enseñar, según lo que oyó durante una de sus discusiones con el señor Sebastián.

-Y bueno, esa poción que se filtra sobre la mesa la preparo a pedido. Me han dicho que debo hacer que tenga sabor a frutillas o fresas. La verdad es que el resultado será en el mejor de los casos como un licor hecho a base de jarabe para la tos con ese regusto, y solo porque me han pagado el doble de lo que valdría. Si la cambiara más, podría alterar otras encimas también y aunque hasta aquí no pueden llegar a hacerme reclamos, preferiría que mi reputación siguiera siendo tan intachable como...

Elle balanceó las piernas. Admitía que también se aburría, pero no tanto como cuando comía solo. La nueva mucama le parecía un poco más relamida que la señorita Leah, que al menos forzaba una sonrisa cuando le servía el té con pastas. Era como si le debiera agradecimientos por hacer su trabajo. La señorita Felisa ya había tenido un par de pleitos con ella. A Elle solo le gustaban sus elaborados vestidos y que le hubiera prometido ayudarlo a disfrazarse para sorprender a su padre.

-...el efecto es fascinante. En cuestión de horas o días, dependiendo del metabolismo, el sexo se torna en el contrario. Incluso el carácter muta cuando las hormonas dejan de revolucionarse. Las mujeres que lo toman para volverse hombres comienzan a comportarse de manera violenta, repentinamente. Y los hombres, con la sobrecarga de estrógeno...bueno, nos hacen mal nombre.

-¿Y por qué la gente pide esas cosas?

Finalmente Felisa tomó asiento frente a él, una galleta del platito y se sirvió una taza de té, que convirtió con una palabra que no alcanzó a oírse, suave como el parpadeo de una vela, en café negro que bebió amargo.

-¡Querida inocencia la tuya! A veces se me olvida lo poco que sabes, primor. Los adultos estamos trastornados cuando llegamos a cierta edad. Si los magos ya lo estamos, ¡figúrate el Infierno que supone para los que no son inmortales! En algún momento desesperamos por aquello que no hemos tenido y queremos una reproducción, si no estamos a tiempo de alcanzarlo.

"Digamos que existe un señor al que le gustan mucho los señores, así que se siente más mujer que señor. Si conoce de nuestra existencia, nos busca y nos paga para que lo hagamos mujer. O empieza a ponerse faldas y a salir a revolear la cartera por las noches.

Había dos cosas en esas líneas que no entendía, pero Elle decidió señalar solo una. Ya pensaría en la otra después.

-¿A los señores les gustan las señoras y esa poción te convierte en una muy bonita?

Felisa le ofreció una sonrisa escéptica y enseñó uno de sus colmillos afilados.

-A los señores les gusta sentirse seguros. A algunos les gustan ciertas mujeres, ya sabes. Creen que son "bonitas", porque muestran mucho los dientes y no hacen otra cosa que elogiarlos. Tienen senos grandes y piel perfumada, así que ellos piensan que han conquistado el mundo con ellas.

-¿La señorita Leah es bonita, entonces? Porque el señor Claude la quiere.

Felisa hizo una mueca y se balanceó en la silla, mirándose las uñas.

-Podríamos decir que sí, Leah es la clase de mujer que muchos hombres encuentran atractiva.

-Yo creo que tú eres más linda, tía Felisa.

Felisa le echó una mirada que parecía decir: No juegues conmigo, querido mocoso, aunque seas monísimo. Y se apartó el cabello de la mejilla cubierta por quemaduras.

-Debo ir a preparar el aliento de sapo. No te muevas de ahí y no toques nada.

Elle contó ocho metros hasta la chimenea en la que ardía un fuego con el caldero encima. Felisa era perceptiva, según tenía entendido, pero solo cuando se concentraba lo bastante como para oír los pensamientos de los que estaban a su alrededor. El señor Sebastián era empático, así que ambos trabajaban juntos cuando se soportaban. O así decían. Ella no lo vería. Ella no lo oiría. Ella no lo notaría, si solo tomaba con su dedo índice, estirado, tembloroso y sudoroso, una gota del capilar, de las muy ocasionales que caían en la probeta para reunirse con los escasos milímetros cúbicos formados al fondo. De todos los preparados interconectados que hervían, ese era el de color rojo transparente como un vitró. Pero cuando la gota hizo contacto con su piel, se volvió ligeramente azul y Elle se preguntó qué color adoptaría al cubrir su lengua, si acaso sería verde o se tornaría rosada. Tenía el gusto de las lágrimas, pero trató de sonreír a medida que una ligera fiebre le nacía desde el esófago al pecho, acomodándose de nuevo en su silla, tratando de parecer tan inocente como le fuera posible.

De todos modos, Felisa no podía prestarle menos atención. Había sacado la bola de cristal que llevaba usualmente en el delantal de trabajo y tras activarla con un par de golpes bruscos de la varita, se ocupó de vociferar:

-¡Tú, maldito pillo! ¡No sé en qué pensaba cuando nos casamos! ¡Me has traído el producto más indecente de la tienda! ¡¿Verdad que sí?! ¡Se ha roto el hervor media hora antes de lo esperado! Si no estuviera cuidándolo constantemente, el brebaje habría tornado en ácido y ahora tendría los tobillos hechos hueso! ¡Gracias, mil gracias, Sebas! ¡No se te puede pedir ni un mísero favor!

El cristal brillaba con un tono purpúreo al recibir sus palabras. En seguida emitió un leve resplandor amarillo cuando sonó una voz rasposa de hombre que parecía recién salido de la cama.

-¿Por qué tengo que ser yo el que vaya a la ciudad cada vez? Tú tienes un carruaje propio y casi nunca lo usas. ¿Y no recuerdas qué fui a hacer la última vez que viajé? Tu hija, Felisa, a la que no ves desde hace dos meses.

-Está con una canguro profesional que le cuida de una forma que ni tú ni yo...

-Por favor. Esa mujer ni siquiera se baña.

-Es una muggle civilizada. Era eso lo que querías para nuestra hija, ¿no es cierto? Que fuera criada por muggles para que no entendiera sobre castas y no te despreciara tanto como mereces de antemano...

-...más bien lo hice pensando en tus enemigos y sus tretas para quitarle la herencia que le vendría con tu apellido, pero evidentemente hoy tengo la culpa de todo.

-¡Sebas...!

La conversación tomó este rumbo durante veinte minutos más hasta que la bola susodicha fue estrellada contra la pared, en tanto Felisa emitía unos sonidos guturales desde su garganta que hacían pensar en un león afónico. Su cara estaba coloreada de púrpura bajo las cicatrices y golpeaba el piso de piedra con su pie, constantemente. Solo entonces reparó en Elle, que llevaba media hora con la vista clavada en la taza de té, dando a entender que tenía miedo de molestar.

Elle, que agarró otra galletita y la mordió disimuladamente, tocando uno de sus rizos. El calor le crecía desde el estómago, colmaba su pecho, enciendo sus mejillas. Pero trató de disimularlo aparentando languidez, anemia, oculto en las sombras de la tarde nublada que dejaban pasar una luz lechosa por los ventanales cerrados del laboratorio.

-Entonces...usted me decía, señorita Felisa, que los hombres bebían esa poción para ser hermosos como Leah-onee-sama o Dame Notte, ¿verdad? Y así gustar a otros hombres, como al señor Claude o mi papá...

En otro momento, Felisa hubiera tenido una soberbia jaqueca al oír esos términos. Definitivamente, aunque debían ocupar al chiquillo en algo, darle a leer mohosos mangas rescatados del desván no fue la mejor de las ideas. Pero decidió centrarse. Un problema a la vez. Hoy era la sexualidad, mañana el material más adecuado para la formación de un homúnculo. Sin contar que la gracia de Milena estaba más en sus payasadas y caprichos que en su aspecto físico.

-¡Oh, yo no dije tal cosa! No pondría las manos en el fuego diciendo que a vuestro padre le agrada más una persona que otra. Él es...especial.-Felisa no podía evitar ser embargada por una mezcla de nerviosismo y admiración al tocar el tema del Barón. Era un Mago Tenebroso que escapaba a las estadísticas del Ministerio y ella misma ya se había cansado de hacer apuestas con Sebas para saber cuántos años tendría, si acaso su aspecto se debía a una reencarnación inesperada o si acaso había heredado un secreto familiar importante, una sangre tan antigua que los registros ni la nombran por respeto. Él podía hacerla desaparecer chasqueando los dedos y a aquella fortaleza que se mantenía en el Cielo gracias a un mecanismo que había generado, pero el impulso para elevarse provino de su propio maná. Un caso muy peculiar, que ni un mago blanco de primer nivel hubiera alcanzado. Incluso después de años de permanecer como su aliada, Felisa recelaba de pronunciar su nombre.-Así como hay hombres que gustan de la compañía de mujeres como ellas, existen otros que prefieren...bueno, ¿cómo decirlo? La de nadie, la de niños u ovejas. También hay mujeres lo bastante estúpidas como para contraer nupcias con pordioseros sonrientes.-Felisa puso los ojos en blanco para evitar clavar la mirada en Elle nuevamente. Se preguntó de nuevo qué clase de persona era aquel Barón al que se dedicaba a servir sin deseo de llamar "Amo".

El niño falso se le quedó mirando. Le temblaba el mentón y luego las manos, que a duras penas pudieron volver a situar la taza ya casi vacía de té sobre el platito.

-Entonces...a mi padre quizás le gustaba yo como era antes...

Y la realidad quedó abierta ante Felisa como un libro gruesísimo en el que solo había caligrafía en unas pocas hojas. Lo que le preocupó entonces fue el futuro. El corazón comenzó a latirle muy fuerte y perdió el resto del color de la cara. Cualquiera que hubiera visto a esos dos en la habitación habría pensado que ingirieron veneno y a punto estaban de palmarla. Elle había sido su responsabilidad. ¿Sería desterrada por el Señor del Castillo? Ya no tendría a dónde regresar. El Ministerio la trataría como a una paria, debido a su sangre mezclada y al casamiento con un hijo de muggles. Quizás hasta le prohibirían practicar la magia, por ende, la alquimia. Temblaba de pies a cabeza cuando se dejó caer en la silla. Se cubrió el rosto con las manos y trató de enfriarse.

Buscaría una solución. Iba a anunciarlo en voz alta cuando descubrió que se encontraba sola. La pesada puerta había sido abierta sin chirriar o no la escuchó, ensimismada como estuvo durante unos minutos. Ese chiquillo era rápido y escurridizo como correspondía a los de su clase, originalmente utilizados para labores de espionaje, cuando no eran esclavos pasionales.

-¡Elle! ¿Dónde estás? ¡Isabella, ayúdame a buscar a Elle!

Iba a dar la alarma con un encantamiento que hiciera estruendo, pero con solo dos personas en un ambiente tan grande como vacío, pronto se oirían sus gritos. En la desesperación olvidó sacar su péndulo. Poco le hubiera tomado encontrarlo con él en la mano, pero tampoco tuvo que dar más que un par de pasos en los pasillos antes de tener un fuerte pálpito. La sala de torturas. Abajo. Por las escaleras de piedra. Necesitaría una antorcha, ¿para qué desperdiciar maná? Ardían toda la noche y todo el día gracias al polvo de luciérnaga, que les daba un resplandor verdoso. Descolgó la primera de la hilera y se precipitó, a punto de resbalar un par de veces contra el moho y la humedad. Había un agujero que daba originalmente a un río de corriente embravecida en la cámara de torturas: ahora al cielo abierto, un vértigo que rompía el estómago. Allí se tiraban los cuerpos. Felisa no quiso imaginar a Elle arrojándose en un arrebato autodestructivo. Sobre todo porque inmortal como era, sería simplemente dividido por los daños del impacto y tardaría años en reconstituirse. El Barón lo encontraría, pero antes descargaría su furia con quien debió encargarse de que no se perdiera en primer lugar. Escalofríos y molestia. En el antro: oscuridad. Felisa agradeció el no tener grandes cualidades mediumnicas. Al menos no oía las viejas voces de los torturados ni los pedidos de justicia/amenazas de muerte si se adentraba más. Sin embargo, el ambiente le era pesado. Se respiraba con dificultad. Pero pronto vio una luz refulgiendo: una idea obsesiva que rondaba una mente pequeña, como una débil vela ante un viento que cada vez soplaba más. Dejando de lado los hierros fálicos, pensados para calentarse al fuego vivo y destrozar la zona del deseo, pasando por las prensas humanas y los grilletes: allí esperaba la Virgen de Hierro. Con un estremecimiento y las galletas de la tarde subiéndole por la garganta, Felisa entendió qué había sucedido mucho antes de clavar la mirada horrorizada en la sangre púrpura que cubría los pies del artefacto, espantoso de por sí sin aquel agregado.

***

Felisa había contado, de muy buena gana, con que el regreso del Barón llevaría al menos dos semanas más. Suficiente como para hacer y macerar un antídoto para la poción que hubo desarrollado, aunque comprando ingredientes ya preparados de ante mano, gastando en ello el mismo monto que le pagaron por el original que le metió en problemas para empezar. Y con todo el optimismo de salir del asunto bien parada. Con todas las extremidades intactas, al menos.

Nada hizo que Elle abriera el ataúd de hierro. Ni los sobornos, ni las amenazas, ni los ruegos. Solo cuando Felisa, sabiendo que volvería a estar en números rojos, ofreció volverlo a la normalidad, una voz débil se hizo presente en su mente, respondiendo afirmativamente. Con sequedad, sin embargo.

Y ahora, las pesadas puertas de roble talladas en la entrada se habían abierto de golpe con un estruendo, dejando que las hojas del otoño penetraran en la morada. Felisa aferró uno de los grimorios que ella misma había transcripto de los sueños entregados por el Barón a las páginas en blanco, usando su propia sangre como pigmento. Estaba lista para explicarse. Lo ensayó numerosas veces, pero en las que tenía más posibilidades de escapar a un soberano castigo, Elle le tomaba la mano, vendado y tembloroso, esperando ansioso por su padre, dispuesto a exigir la mayor parte de las atenciones. Disimuló sus escalofríos en el recibidor más por orgullo hacia la servidumbre que acompañaba al Barón, que por él mismo. De oler algo extraño en el ambiente, le abriría la cabeza como usando un hacha y le leería de par en par, sin respeto alguno. Los Perros se arrastraron con los vendajes de sus manos siguiéndoles a medida que daban pasos: unos hacia la cocina, otros a las bodegas e incluso tuvo la impresión de que unos llevaban sus bolsas o cajas al Laboratorio. Que no fuese ninguna entrega para la Sala de Torturas. Como si lo de Elle pudiera ocultarse.

-Se siente bien estar en casa de nuevo.-El Barón se dejó caer en un diván, apartándose el velo y las correas de cuero del manto. A medida que dejaba que su vestimenta de viaje cayera al suelo, la misma se disolvía. Impresionante para un humano corriente, pero los magos incluso pensaban que era vulgar abusar del maná para un gesto tan frívolo. Era el lujo de un hechicero de su nivel: tenía montones de reservas y podía derrocharlas como quisiera. Infringiendo dolores inmensos a una traidora, especialmente.-¿Tenías algo que decirme, Felisa?

Ella se dio cuenta de que pese a su resolución, había agachado la cabeza y bajado los hombros al oír su nombre. Una coloración ligeramente violácea había aparecido en sus mejillas. Sucedía siempre que experimentaba gran estrés. Ignoró los espejos ovalados pegados a las paredes, que le guiñaban con su rostro curtido de cuando en cuando, apoyándola moralmente. Algo era algo. Les haría una ofrenda más tarde.

-Señor...-Algo en el tono de voz resignado y aterrado, pero contenido por la etiqueta y el último llamado a la cordura le hizo pensar en el patetismo servil de Claude, que vivía tratando de evadir al dirigirse al Barón como si fuera su mejor subordinada y no una simple mascota que tuviera que pedir el derecho a existir de rodillas. Se hacía una vaga idea de la magnitud de su poder, pero también sabía que si vivía lo suficiente, también sería capaz de generar uno, sino igual, al menos respetable. O eso quería pensar.

-Yo que tú guardaría mis energías para Claude. No sé a ti, pero a mí me cae lo bastante bien como para no querer verlo colgar sus zapatos esta década. Por eso retuve el veneno en sus venas, evitando que llegara a su corazón, para no tener que hacerle un cuerpo nuevo o que traerlo como zombie. Sin embargo, sin los ungüentos necesarios, la necrosis se hizo presente.

Habló con indiferencia, tomando entre sus dedos los bocadillos de pulpo que Isabella dejó sobre la mesita junto al diván, silenciosamente, echándole una mirada de ceja alzada, quizás dando a entender que la postura relajada y cínica del Barón no era la más apropiada.

-Había escorpiones en la cámara que fuimos a saquear. Hice los hechizos pertinentes para pasar de todos modos, pero no me esperaba una hazaña científica de esa magnitud. Los criaron haciendo que devoraran un veneno bastante potente y les dieron ambrosía para que fueran inmortales. Sacerdotes bastardos.-El Barón Moreaux había crecido unos cuantos centímetros desde su última estadía. Aparentaba ser un joven de unos diecisiete años, el cabello le llegaba a la cintura y sus ojos eran amenazantes como las noches sin luna en las que se ha predicho un asesinato importante. Los Perros entraron segundos más tarde, con una camilla en la que yacía una masa gimiente y colorada cuyas vagas facciones en la hinchazón le recordaron la nariz aguileña y los ojos redondos de Claude. Felisa no pudo reprimir un gritito al dar un paso hacia él. Pensar que en una época, antes de conocerlo mejor, había pensado que Claude era atractivo e incluso, valiéndose de su reputación en la Alquimia (prestada sin duda alguna por su Amo) pensó en insinuársele con toda la intención de que acabaran casados. Fue así como una gota de la dichosa poción terminó en su garganta tras comprar un frasco en el mercado negro, siendo aún una adolescente bajo la sombra de Fabio. No en vano se rumoreaba sobre los gustos de Claude. Desvaneció el recuerdo con un cabeceo. Por suerte no se había quitado los guantes de piel de dragón para bajar a recibir a Andrew.- ¿Dices que Elle está abajo y que ha usado parte de los poderes que le otorgaste para evitar salir de la Virgen de Hierro? Y pensar que cuando la dejé ahí, creí que tenía encanto.-Ella no dio crédito de lo que oía y siguió blanca como el papel, en su lugar, congelada como si la hubieran detenido en el tiempo cuando se dirigía a tomarle el pulso a su viejo amigo de la infancia. ¿El Barón estaba divertido con su comportamiento y no encolerizado?-¿Te importa si tomo algo prestado del laboratorio antes de que pongas manos a la obra con tus preparados? Podría hacerlo sin necesidad de una poción, pero las tuyas son bastante buenas y de ese modo podré retribuirte el oro que has gastado.-Le guiñó un ojo. Su reflejo levantó la vista entusiasmado y le animó, desde la espalda del joven señor Andrew a que asintiera temblorosamente, en silencio, tal y como hizo.

Andrew se levantó de un salto, ahora con la túnica negra de seda sobre los hombros, como siempre. Ondeaba, brillante, con sus dibujos de dragones ensañados en una pelea mortífera.

***

La fiebre era el león del Mio Cid: no se atrevió a desafiar su poderío y a penas hizo muestras afuera de la red antes de recibir su mirada fiera y retornar cobardemente a las entrañas. Era una especie de sedante actuando, pero Andrew gustaba en cierto modo de aquel dolor: un gesto de la mortalidad, como el tick tack de un reloj, que le recordaba que no aguardaba en el limbo por una nueva encarnación digna de su esencia. Su cuerpo cambió en el escaso tiempo que le tomó bajar las escaleras, sin molestarse en tomar una antorcha de la pared: afiló sus pupilas con un viejo conjuro que le costaba pronunciar con aquellas cuerdas vocales, acostumbrado como estaba a haberlo mentado siendo un cazador que se arrastraba por una selva de barro y sangre. Utilidades de otras vidas. La sala de Torturas le parecía que tenía un propósito antes que nada intimidante, porque le suponía castigo suficiente el perder la chance de salir de la rueda kármica o hacerla girar a favor. Y le decían "despiadado", cuando a penas y era severo.

Se detuvo frente a la Dama de Hierro y pasó la mano por los decorados de su vestido enjoyado. Supo que un estremecimiento recorría a su vez al cuerpo atravesado por pinchos, que todavía respiraba dolorosamente desde hacía unos cuantos días.

-Si sales de ahí, "Ellie", tengo una sorpresa para ti.

Un corazón moldeado artificialmente comenzó a latir más deprisa y una voz temblorosa con matices más finos que cuando Andrew se fue dos meses antes, preguntó dubitativa:

-¿Es usted, padre? Suena diferente...

Andrew suspiró, en tanto notó que la pesada tapa del aparato comenzaba a desplazarse.

-Quizás de ahora en adelante, al menos por un par de años, dependiendo de los efectos de esta poción, tendrás que llamarme "madre" y los demás: Baronesa Andrea Moreaux. A menos que ya no me tengas respeto...

Una mano cubierta por profundos agujeros de gruesa aguja, sucia con sangre púrpura que supuraba cada herida surgió de la oscura rendija, temblorosa y débilmente en su desesperación, a aferrar la túnica negra, acompañada por un llanto de agradecimiento.

autor: lune_lointaine, fandom: original, !dotación anual de crack

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