La plaza de los jubilados (oneshot)

Apr 11, 2011 12:00

Teoricamente, versión editada.



Tiene los ojos tristes, como cansados. Gastados. Se pierden entre el gentío, absortos y ancianos. Brillantes, pero el suyo es un brillo distinto; algo distante, ligeramente apagado.

Te preguntas porqué. A qué viene ese resplandor en sus pupilas. Te preguntas cómo puede tener los ojos centelleantes y apagados al mismo tiempo.

¿Emoción, quizás?

Sabes que los ojos refulgen cuando los surcan las emociones; también sabes que se opacan un poco cuando los recuerdos te consumen.

Te preguntas en que pensara, descuidadamente. Sin quererlo y sin darle mayor importancia. Es una duda fugaz, mínima.

Miras a un lado, después al otro y por sobre el hombro; luego giras la cabeza todo cuanto te permite el cuello y nada. Tus amigos no aparecen y a donde sea que mires, no parecen tener la intención de asomar. Vuelves la vista al frente y vuelves a encontrar la mirada pasmada.

Te separan de él un par de metros al frente, poco menos de un metro hacia la derecha; décadas de vida y experiencias. Vuelve a asaltarte la misma duda; vuelves a preguntarte que pasa por esa mente meditabunda y añorante.

Por un segundo, ese brillo te hace creer que los recuerdos son dolorosos. Te hace creer que, en cualquier momento, una lágrima rodará y nadie podrá confirmarlo porque nadie lo ve con atención. Ni siquiera tú mismo. Tuerces la boca de lado porque reparas en el hecho de que si tus amigos no se hubiesen atrasado, ni siquiera lo habrías notado. Que a falta de algo más entretenido con que pasar el tiempo, has decidido detenerte en él.

Has decidido imaginar porque le centellean los ojos con tanta emoción contenida.

Una voz te susurra que lo hacen porque están vivos. Otra hace que te preguntes dónde. Talvez vive en recuerdos; alegres o tristes, da igual. A lo mejor, lo que rememora son todas esas decisiones que debió haber tomado y no tomó, y es el remordimiento el que reluce cristalino. Quizás son las frustraciones. Penas, dichas, culpas; podría ser cualquier cosa. Hay un sin fin de posibilidades. Hay un millón de respuestas.

Igual que los ojos, tiene la piel cansada y gastada; alrededor de los ojos, en la frente, en las mejillas, seguramente alrededor de los labios. Tiene muchas arrugas en los ojos y pocas en la frente. Asumes que también tiene muchas arrugas alrededor de la boca, porque cuando los ojos te ríen, usualmente la boca te acompaña.

Cuando los ojos huyen y se pierden en el horizonte, la piel los espera. Se marchita, se mancha, se sujeta de un bastón de madera que marca el punto al que debe retornar la mente cuando se deja de hurgar en recuerdos.

En ese momento, lo sabes. Sabes que tus ojos chispean por momentos igual que los de él. Tu brillo es distinto; es más fuerte, a veces enceguecedor. Es un brillo que opaca pero no tus ojos, sino que todo lo demás. Y es distinto, simplemente, porque tus ojos miran en una dirección diferente. Tus ojos ven hacia delante, hacia arriba; más alto. Tratando de vislumbrar la cumbre de la montaña que te queda por recorrer. En cambio, los de él miran hacia dentro desde hace años. Miran hacia abajo, porque llevan un tiempo mirando hacia atrás y al hacerlo, ha tenido tiempo de arrepentirse, avergonzarse, enorgullecerse, repudiarse y quererse. Porque cuando ya has llegado a la cumbre - o cuando te has atascado a mitad de camino y no tienes tiempo para seguir - no te queda más que mirar hacia abajo.

Te levantas. Te marchas. Pero antes de alejarte lo suficiente, vuelves a mirar sobre tu hombro. Y tus ojos siguen mirando hacia delante. Te imaginas ocupando ese lugar, con un abrigo similar, sin bastón pero con sombrero. Sin barba pero con anteojos. Arrepintiéndote de tus errores y vanagloriándote de tus logros.

De pronto, ya no eres el muchacho que hace hora inventándole una historia a un viejo desconocido. De pronto, eres tú el objeto de estudio de un muchacho que se pregunta porqué tienes la mirada perdida, los ojos afectados, la sonrisa ida y las manos en los bolsillos, talvez por horas. Sin intenciones de moverte o marcharte. Sin intenciones de ir a ningún lugar más que allá atrás, cuando eras más joven y aún había camino por recorrer. De pronto, te das cuenta de que el camino se acaba en un parpadeo. Que subir una montaña dura un suspiro. Que has resumido la vida de una persona en unos cuantos minutos y una mirada sobre el hombro y no puedes dejar de preguntarte porqué.

Porqué te sientas en ese banco todas las tardes. Porqué no miras nada concreto pero recuerdas cosas específicas, en alta definición y sonido envolvente. Porqué sientes que te observan cómo si quisieran preguntarte algo. Porqué esperas que lo hagan. Porqué necesitas contar lo que has vivido. Porqué ya no miras hacia fuera y te empeñas en mirar hacia dentro.

A veces se te cuela una pregunta nueva: ‘¿por qué es que le llaman La Plaza de los Jubilados?’

- Fin -
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