Mar 21, 2013 15:59
El espacio lo marcaban las líneas que salían de nuestros pies. Dibujábamos figuras geométricas perfectas sin saberlo. Yo caminaba despacio: Xúquer, Clariano, Blasco Ibañez, Aragón, Alameda, Puente del Mar, Puente del Mar. Me detenía sobre el puente no sólo porque me gustaran los escalones en forma de olas y los ladrillos viejos, añejos, antiguos, histórrimos, sino porque, como puente, unía orillas de un espacio con un-otro espacio. Venía a mi cabeza aquello de los no-lugares, los aeropuertos. ¿Y cómo vuelan los aviones? Y había un espacio también para otros no-lugares: los que habían sido y la posibilidad de los que fueran. Esos eran los que dibujábamos con las trencillas (agujetas) de los zapatos bien atadas: una línea se trazaba del lado de aquí y salía disparada a la línea que había comenzado del lado de allá, geometría improbable de una posibilidad.
El tiempo había dispuesto un ritmo descoordinado en el que perderse era la mejor forma de encontrarse -si es que acaso había un encontrarse-, y en el epicentro de la biblioteca de las cosas perdidas, un invierno raro se hacía eco de otro invierno -como todos los inviernos- y no existía la primavera ni el verano.
Pregón [levemente verdadero]: Voy a dejar de escribir acerca de Tiempo y Espacio, me adentro en la quinta dimensión.