El recuerdo es el unico paraiso del cual no podemos ser expulsados.

Sep 06, 2005 20:42



Una pequeña y mareante carretera sube hacia el pueblo de Pechón. En lo alto hay un mirador que es un palco de lujo para contemplar la función de media tarde: las gaviotas y las nubes recortan un sol ya en decadencia que dora el agua. El tiempo transcurre despacio hasta que al fin cae la noche, tras una unánime ovación silenciosa.



Pechón es una aldea en la que en invierno viven unas 150 personas. Atrapado entre las desembocaduras del Deva (por el oeste) y el Nansa (por el este), la localidad mantiene por el norte un bis a bis con el Cantábrico.

A pesar de que últimamente el pueblo experimenta un importante incremento de turistas en verano, Pechón sigue siendo un puebluco de ganaderos y praus en el que huele a humedad y a campo, sutil eufemismo que se suele usar en referencia al por contra bien prosaico olor a excrementos de vaca.

En el casco urbano, los geranios, hortensias, alegrías y buganvillas multicolores adornan las casonas tradicionales durante todo el año.



En la parte alta del pueblo está la iglesia, tras la cual hay una singular zona boscosa. Los árboles crean una tenebrosa explanada que evoca un cónclave de druidas celtas o una reunión de brujas cántabras, quienes, según el folclor regional, salen de sus escondrijos, como todo el mundo, los sábados por la noche.



En la playa de Amió, el mar regala las algas a Pechón. La recogida de la ocle, que se utilizaba antaño como abono y después como materia prima en la industria farmacéutica, es el tradicional modo de vida del pueblo. Aún hoy, en septiembre, se puede ver a algunos pechoneros consagrados a esta labor.

Cuando la marea está baja, es posible llegar andando por la playa hasta el Castril, una gran roca en la que encontramos crustáceos y piscinas naturales formadas por el mar.



Los alrededores de Pechón son un invisible laberinto de prados y senderos que merece la pena explorar. Hacia el oeste, tomando una senda que asciende después hasta los acantilados, se accede a la playa de Aramal, una pequeña cala escondida por la costa entre dos muros de roca.

Algo más allá se llega hasta un paraje conocido como La Boca del Castro, frente a La Sarnosa, un islote poblado por cabras saltarinas y gaviotas tras el que se divisa el litoral y, cuando cae el sol, el haz luminoso del faro de Pimiango.



En este encinar hay que tener cuidado de no dar un mal paso y caer en La Cuevona, una de las entradas a una poco explorada gruta subterránea que, según se dice, desemboca en el mar.

Llueve, y como casi siempre, la lluvia y el olor que desprende me recuerda  a la tierruca. Se la echa de menos.
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