Perdición (resumen y prefacio)

May 26, 2009 02:26


Jiovanna Berlucci es una adolescente normal de catorce años, eso si dejamos de contar con que es una bruja practicante de Wicca y convoca el poder de la Sacerdotisa Luna cada mes fielmente.
Sin embargo, un cambio extraño se produce en su vida cuando debe mudarse junto a su familia a una casa en los límites del bosque que rodea a Murmore, su ciudad natal. Ahí efectuará sus prácticas mágicas usuales, sobrellevando el pesar de tener a su madre luchando contra el cáncer, hasta que conoce a un joven asiático que afirma ser su vecino y al parecer se siente irremisiblemente atraído por ella, para su desconcierto.
Mientras ambos se conocen, en Murmore comienzan a surgir rumores que hacen gemir de temor a sus habitantes. Perros hasta el momento tomados por desaparecidos aparecen muertos y desangrados, gatos que nunca salían de sus casas son encontrados decapitados y gran cantidad de aves son vistas en peores condiciones. La incertidumbre sólo va en aumento. ¿Habrá sido una criatura salvaje, más salvaje que cualquier otra, o un demente con fascinación por la muerte?

¿Y por qué todo esto sucede sólo cuando hay luna llena?

¡Atención!

Esta novela contendrá lenguaje adulto, contenido homosexual explícito y rituales de magia blanca. Si cualquiera de estos elementos les perturba -lo último no imagino cómo, pero por si acaso-, absténgase de leer.



Prefacio

Marta Linnor puede decir con tranquilidad que ha sido una hija modelo.

Si bien nunca comprendió las supersticiones en las que su madre creía fielmente y sería mentira afirmar que no sintió vergüenza cada vez que ésta imponía sus manos sobre cada cosa nueva que entraba en la casa murmurando cánticos incomprensibles, impregnándolas del aroma de sus mil y doce inciensos, cuando se enteró de que había sufrido un ataque al corazón no dudó en empacar sus maletas, despedirse de sus hijas y de su esposo en Florida, para llegar a Murmore, donde había sido criada y su madre vivía tranquilamente.

Había sido un auténtico milagro que una vecina decidiera pasar por la vieja casa al borde del bosque, buscando su tirada mensual de cartas, y descubriera el cuerpo gimiente de la vieja señora sobre la alfombra de la sala. Aunque Marta sintió la tentación de torcer los labios más de una vez mientras esa misma señora afirmaba, pagada de sí misma, que todo había sido cosa del destino, estaba bastante agradecida con ella por haber llamado a urgencias inmediatamente.

Un ataque al corazón, por supuesto. Desde que recibiera la noción de que una esbelta figura equivalía a belleza, Marta había deplorado la negativa de su madre a llevar una dieta balanceada, siempre argumentando que sus ángeles y hadas se encargarían de protegerla de cualquier mal, y el resultado se tradujo en una cuenta de hospital que, si su madre hubiera visto, quizá le hubiera dado otro infarto. La operación salió bien, pero al fin y al cabo ya era una mujer mayor y los doctores recomendaron tenerla vigilada por un tiempo antes de darle de alta.

Marta había tenido la firme intención de quedarse con ella hasta el anochecer y leerle sus novelas favoritas, comentarle nimiedades de sus nietos para entretenerla, y lo hubiera cumplido de no ser porque a los labios de su madre jamás faltaban las mismas palabras incoherentes. Hablaba de una visión que había tenido momentos antes del ataque -causándole el ataque, decía-, en la que había habido monstruos rondando su casa, sedientos de sangre, y una familia de negros mancillada. No especificaba qué quería decir “mancillada”, pero eso no era lo que importaba a la sensibilidad de una mujer moderna como Marta; era el hecho de no se podía decir negro sin ser negro, todo mundo lo sabía. Pero su madre nunca había querido abandonar las viejas costumbres.

Y cada vez que tenía oídos prestos, no cesaba de repetir esto, preguntándole además si no había visto negros últimamente cerca de su casa, y si así era, los apartara de su hogar. Esto era escandaloso en más de un sentido porque nunca antes había dado muestras de racismo. Cuando Obama se postuló a la presidencia Marta recordaba claramente haberle oído decir a través del teléfono: “al fin tenemos alguien con cerebro”. Y ahora se aliviaba indeciblemente cuando le respondía que no había habido ningún hombre afroamericano en los alrededores del hogar.

No comprendía semejante cambio. A lo mejor tantos años de creer en hadas dejaban en evidencia lo que ella siempre había sabido y nunca se había atrevido siquiera pensar: que a su madre le faltaba un tornillo. No era agradable tomarlo en cuenta en esos momentos, resultaba penoso, pero no se podía sacar otra conclusión, en especial tras ver cómo se empecinaba el chasquear los dedos cinco veces en el aire formando una estrella cada vez que aparecía una enfermera, como un sacerdote bendiciendo al pecador. Tampoco lo era ver a las enfermeras y notar la resignación en sus miradas; para ellas, su madre siempre había estado loca de cualquier modo.

Y ella era la hija devota que soportaba sus charlas con estoicismo y se disculpaba con una sonrisa por sus excentricidades ante desconocidos. Ese era el papel que interpretaba con valentía, según entendió por la actitud de los doctores, y acabó por creérselo. Quizá era en el fondo lo que creyó desde el inicio, pero sólo podía admitirlo a través de terceros. Así que llegó un punto en que simplemente dejó de oír sus locas teorías y la miraba con sonrisa condescendiente mientras las exponía, pensando para sí en que se estaba perdiendo sus reuniones de lectura y que debería coser una camisa de su hija mayor cuando regresara.

Por último, una mañana de sábado, Marta se dirigió resueltamente al cuarto 297, pero encontró la cama que ocupara su madre vacía. Alarmada, le preguntó a una enfermera qué había sucedido con ella y ésta respondió, bajando la cabeza: “hicimos todo lo que pudimos”.

Un segundo ataque, por supuesto. Los médicos dijeron que había sido por una gran carga de tensión. No era sorpresa; cualquiera que le hubiera visto en esos días habría creído que la vida se le iba en su afán de averiguar el destino de una familia de negros, se veía en la manera en que se desorbitaban sus ojos, en que sus manos temblaban como de terror perpetuo en su regazo. No fue si no hasta después del funeral que Marta pensó que, en efecto, había sido miedo lo que mató a su madre y lloró durante muchas horas lamentando que hubiera muerto aterrorizada por fantasmas.

Fantasmas negros, para colmo.

Tal vez hubiera pensado diferente si hubiera conocido al hombre que compró su casa, pero para entonces ella estaba en Florida, buscando en Internet un resumen del libro que debería estar leyendo. Fue su agente de inmuebles el que estrechó la mano oscura de John Berlucci, entregándole las llaves de la propiedad.

Fin

perdición, originales

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