-Hipotéticamente…
-Hipotéticamente… -le instó su hermano con gesto curioso.
Arthur apoyó los codos sobre la mesa y el mentón sobre sus manos.
-Digamos que, hipotéticamente, yo te entregara a las autoridades y testificara en tu contra por todos tus asesinatos, ¿qué harías?
Lion no necesitó pensarlo dos veces. Removía el vaso de agua en su mano lánguidamente y sus ojos verdes parecían ensimismados en el brillo de las velas sobre el cristal.
-Tendría que matarte -Tomó un sorbo-. De alguna manera escaparía y te mataría.
Arthur se lo esperaba. Lion se había escapado de la cárcel donde lo enviaron por el asesinato del último novio que osó terminar con él. En parte por eso es que lo mantenía consigo, porque gracias a él conseguiría la mejor historia verídica jamás contada y su nombre, como su hermano había prometido, sería reconocido en todo el mundo. Pero sólo si lo ayudaba a mantener en silencio su verdadera identidad, y en caso contrario, tendría que pagar por haber roto su promesa, de una forma u otra.
Se había esperado la respuesta y aun así advirtió un nudo en su garganta. Lo ignoró y, esbozando lo que sabía era su sonrisa más cínica, alzó la copa de vino sobre la mesa que su hermano dispuso sin consultarle. Velas, vino, comida chatarra acomodada de modo que pareciera exquisita. Todo lo que un amante haría, ofrecido por su misma sangre, que lo había convertido en cómplice y compañero de cama.
La duda realmente no importaba, aunque lo concluyente de una respuesta en voz alta fuera descorazonador. Mientras aceptara sus raras condiciones su vida podía seguir tan próspera como puede serlo la de un editor de una de las más famosas revistas de chismes. O más, si sabía manejar sus cartas.
-Feliz día de San Valentín -dijo proponiendo, en su opinión, el brindis más ridículo de la humanidad.
Estaban en el comedor de su casa y Lion lo había preparado de tal modo que predominaran los cojines y otras cosas que les permitieran recostarse en el suelo. Los sillones estaban contra la pared, así como la mesita ante la chimenea. Lo había hecho mientras él gritaba a sus paparazzis para que movieran sus traseros y le trajeran imágenes útiles presentando las vergüenzas de los famosos, aunque nunca le hubiera dado llave a su hermano.
Lion le sonrió cándidamente y le correspondió igualmente. Chocaron copas produciendo un suave tintineo, perfecto en el silencio, y luego se irguió sobre la mesa para besar los labios de Arthur, que lo recibió mecánicamente, sin sorprenderse o protestar. Sus mejillas fueron acariciadas por las cuidadosas manos de Lion -eran manos de asesino, manchadas de sangre, manos que prometían gloria- y sonrió a medias por la sensación. Ni deseable ni esperada, sólo era cálida y por eso algo agradable.
Sabía que él lo quería, al menos un poco. Tal como sabía que ambos estaban jodidamente locos.