Suena Ella Fitzgerald en la radio y la rubia del vestido rojo ceñido me trae la segunda copa de whiskie que rebosa cubitos de hielo.
Algo me huele raro y no es precisamente el tabaco que atasca el aire de la taberna. Henry no deja de tocarse el sombrero, hace tiempo que sé que solo lo hace cuando juega un farol, pero prefiero que pase inadvertido para llenarme los bolsillos en el momento oportuno.
Cien dólares y para casa. Ya nunca naceré en Chicago. El señor Chinaski volverá a masturbarse borracho mientras juega a los detectives.