May 29, 2007 23:31
Tenía la sensación de que las cosas habían ido degenerando. Pero no me habría atrevido a decir cómo lo habían hecho, o cuando habían empezado. Tal vez porque no entendía como había podido ser, porque no comprendía de qué modo todo había acabado así (sin haber acabado). Y es que desde el principio no había habido más que buenas intenciones; buenas intenciones y cientos de derroteros angulosos y acaboses y pérdidas de tiempo y ganas. Sentía reiterar tanto en ese hecho, pero no lograba comprender cómo partiendo desde una posición tan elevada -lo parece desde aquí abajo- hubiese acabado de este modo. Con lo poco que había hecho para mejorar las cosas lo increíble es que hubieran empeorado tanto. Pero por todas partes había indicios de que no estaba, yo, equivocado, de que realmente las cosas, ese abstracto que no me atrevo a pronunciar por miedo a que me parezca ridículo, no habían hecho más que empeorar. Miraba a mí alrededor y caras bajas, grises y taciturnas me decían que era cierto. El cuello de la botella me lo insinuaba ligeramente y su boca no hacía más que decirlo alto y claro. No se había hecho nada bien, no había habido bien alguno. La botella lograba transmitirme ese mensaje derrotista sin palabras ni imágenes, ni siquiera un sonido; la emoción de la noche, el ir y venir, terminar un día y comenzar con otra luna. Eran las ganas de tener miedo.
El infierno está empedrado con buenas intenciones. No podría decir que no lo entendiese, viendo dónde estaba, pero, de nuevo, me costaba hacerme a la idea. Se suponía que en algún momento los sucesos debían redireccionarse, si no mágicamente, en lo que no tenía fe alguna, si aplicando cierto esfuerzo en ello. Y habiendo quedado demostrado en tantas ocasiones que no era así, que las vanas esperanzas que puedas albergar no eran más que una medida proporcional al batacazo producido ulteriormente, cuando quedaba claro cómo iban a ser las cosas, yo me preguntaba qué clase de personas éramos. Y últimamente no hacía más que preguntármelo, con todo el tiempo libre del que disponía. ¿Qué clase de animales resultábamos ser si estaba claro que no teníamos remedio? Esas caras grises y taciturnas, gachas, de cuellos encogidos pertenecían a individuos como era yo. No importaba de qué modo lo hiciesen las cosas acabarían por torcerse en algún punto u otro. El ser humano tenía que ser alguien muy necio e infantil, abotargado por el miedo irracional, solícito en sus estupideces y en resumen alguien demasiado vil, zafio y miserable para que incluso intentando con vehemencia que su devenir resultase halagador terminase con el peor de los panoramas en las manos. El acabose lo llamaban algunos, no sé exactamente quienes. No ya una autopista al infierno, si no en una autovía gratis y de marcha rápida donde sólo había carriles de ida; aún no estábamos allí porque siempre había atascos, pero todo se andaría.
Qué infame, el hombre, desesperado, buscando una salida por creer que allí tiene que estar. Sus dos géneros miserablemente perdidos en un laberinto empedrado con buenas intenciones donde las llamas no hacían más que calentar las losas. Un filete, vuelta y vuelta, sal y pimienta. No hacía falta decirlo, la vida era ridícula, y todo apuntaba siempre a lo mismo. El final se había ido acercando desde el principio, como siempre, porque primaba la inestabilidad, porque siendo como somos no que no se espere nada bueno, por favor, que nadie lo haga; que nadie nos mienta, que la vida ya es suficiente.
Y contra todo pronóstico, aguantemos un día más. Aunque sea sólo... por joder.