Feb 16, 2005 03:01
Hay una goma Milán encima de la mesa. Es de color blanco, nueva. Desde pequeña me gusta pasármelas por la cara, sentir su suavidad, olerlas.
Me gusta estar sola. No me gusta ver a la gente comiendo. Menos oírla. Me disgustan las palabras. Juego con las palabras, y me siento culpable por ello. De todos modos pocas veces se vive según el idealismo que se tiene en la cabeza. Tener valores, al final, es un fastidio. Por eso de cuanto en cuanto reniego de todo. A veces digo que odio las palabras, y otras veces que son hermosas. Las odio porque están vacías. Y porque no sé usarlas. Aborrezco tener que servirme de ellas. Odio desperdiciarlas.
Me gusta estar sola. Iluminada tenuemente, dejarme ir entre la música, entre los pensamientos, entre las palabras. La luz es puro potencial, está llena de sensaciones. La luz tiene temperatura, color, olor. Podría sentir cualquier cosa por medio de la luz. La luz puede convertirse en cualquier cosa. Si la iluminación es la adecuada a un instante, todo es perfecto.
Un día estoy sola, es de noche, casi siempre es de noche. La habitación se llena de sombras al encender el pequeño flexo del escritorio. Me siento en la cama, frente al gran espejo del armario. Mirando mi reflejo, saco un cigarrillo saharaui y lo enciendo, aspirando su fuerte olor, tragando el mal sabor de su humo. Un sabor negro y salvaje, sin filtro, como los besos de Ibrahim. Como estoy leyendo unas memorias, no dejo de pensar en las mías. Me pierdo en el pasado, hablo de él con Esteban, lo idealizo. Pero en ese momento no lo pienso, porque aunque luego sienta que pensar tanto en tal o cual vivencia es estúpido, cuando surge siento lo que sentí en su momento, y volver a sentir es en cierto modo volver a vivir. Necesito volver a vivir según qué cosas. Las veces que sea. Mi pensamiento no es un guión cinematográfico, una obra de teatro o una novela. No temo las redundancias, el ridículo, ni la crítica. Por eso, en ese momento sólo aspiro el humo del tabaco negro muy lentamente, y recuerdo. Pero ese recuerdo, aunque escrito parezca extenderse, es tan sólo cosa de un segundo. Los besos de Ibrahim como el humo del tabaco que Ibrahim me regaló.
Me gusta estar sola. Me miro al espejo, observo mi largo cabello, los ojos entornados, los labios secos. Todo está en silencio, sólo oigo mi respiración, el aire envenenado que expulso, el tic-tac del reloj. Siento en las sienes el suave pulso de mi corazón. Dejo de respirar, intento oírlo. Cuando llevo un rato conteniendo la respiración, las pulsaciones se aceleran, pero sigo sin oírlas. Continúo mirándome, y todo está lleno de sexo y de belleza. La lucidez es brevísima. En la difusa luz flotan motas de polvo. Fumo despacio, tras cada calada se dibuja en mi cara una mueca de desagrado casi imperceptible. No acostumbrada a fumar, me mareo y ese efecto me embriaga, es como perderse en un semiorgasmo, sin pensar en nada concreto, o tal vez pensando en todo al mismo tiempo. Recuerdo llegar muerta de cansancio, sucísima de campo, barro, y lluvia a casa, meterme en la bañera llena de agua ardiendo, enjabonarme y acariciar mi joven y demacrado cuerpo, lleno de moratones de torpe y solitaria escalada.
Sólo han pasado un par de minutos, el cigarrillo va consumiéndose muy lentamente. Trago la pastilla con un poco de agua y pienso. No pienso en mi vida, ni en otras personas. No pienso en mi dolor físico, ni en cosas abstractas. Pienso, sin que lo que pasa por mi cabeza se concrete en algo lógico, en medio de mi somnolencia y del ruidoso silencio, en mis ojos, en mi pelo y en mi boca. Y desearía no ser yo.