Jul 20, 2005 12:34
Estaba alojada en un lujoso hotel con mi familia, invitados por mi tía Laura, porque se celebraría el siguiente día una boda, yo no sabía de quién, pero allí estaba yo también como buena sobrina, hartándome de comer y de beber en un cóctel la noche antes de la boda. Me aburría infinito, así que decidí salir a tomar el aire. Me extrañó que en la recepción del hotel se hubiese montado una orgía entre la que brillaban diamantes pero no telas. De todos modos no me interesaba unirme a ellos, así que salí afuera.
Caminé hacia un hermoso jardín, y allí oí música. No música clásica suave, secundaria, en bajo volumen, sino una atronadora música protagonista, un jazz delirante. No veía por ninguna parte a la banda, pero todo el jardín estaba lleno de jóvenes. No eran ricos, al menos no lo parecían, pero no me extrañé de verlos allí. Me uní a la fiesta con vida, desterrando el recuerdo de la palidez infernal tenuemente maquillada de los que me miraban trajeados y engalanados dentro, sonriéndome, como si yo formase parte de aquél lugar y acontecimiento.
Tras dar una vuelta, observando a la gente, me hablaron dos chicos, invitándome a sentarme con ellos, y fumábamos maría charlando distendidamente. Yo ya había olvidado que había un hotel y una boda. Me encontré con Esteban, pero no me extrañé tampoco de verlo allí, ni de que me tratara como a una amiga a la que ves cada dos por tres, ni de que me regalase una bolsa de unos veintipocos centímetros de alto y quince de ancho llenita de cogollos de maría de su propia cosecha y dos piedras de hachís bastante hermosas. Luego se despidió con un Nos vemos mañana, y me daba un beso.
Me llamaba mi madre al móvil, histérica, que dónde estaba, que me esperaban en el cóctel para un brindis, y no sé cuántas cosas más. Así que me despedía de mis nuevos amigos y del jazz, y volvía a la frialdad de remates de oro, luz artificial y alfombras pesadas. Allí todo el mundo me esperaba, todo el mundo me felicitaba y un hombre muy guapo con traje a medida negro me besaba tiernamente. Me daba cuenta en ese instante de que llevaba yo también un vestido impresionante, espectacular, como el que lleva Dora en su pedida de mano con el idiota del ayuntamiento, pero se escapa con el idiota de los huevos en el caballo judío pintado de verde y adornado con lazos de su tío. Y por esto me daba cuenta de que estaban prometiéndome a mí, y me parecía absurdo porque yo no quería casarme, y menos con un rico, y menos aún con un desconocido, aunque fuese guapo y besara tiernamente.
Mi madre se acercó al rato, sonriente, pero pronto le cambió la cara. Aproximó su cara a mi vestido y olisqueó como un perro, y me inquirió sobre el apacible olor de la marihuana. Yo sonreía encantadora y fumada, masticando un aperitivo y con una copa de champagne en la mano, y le respondía tranquilizadora, inventándome que en el jardín había una plantación de marihuana macho, que por eso olía. Ella se alejó enfadada, farfullando algo sobre venta de drogas que no entendí, y me dediqué a mis menesteres olvidando otra vez que era yo la prometida.
Más tarde estaba en mi habitación del hotel, me había quitado los zapatos, y me dispuse a colocar cuidadosamente la maría y el hachís en la caja de zapatos, y ya de paso colocarme también yo un poco con un maca. Pero mientras escondía la caja en el armario, entró mi madre como una exhalación, y volvió a olisquear y a farfullar, y a mí ya me mosqueó. Quería ver lo que había dentro de la caja, yo la eché de allí y me extrañaba de sentirme in fraganti como si aún fuera dependiente de ellos y pudiesen castigarme, y me dedicaba a buscar otro escondite para la maría.
Había pasado un par de días, y yo seguía sin acordarme del compromiso con el hombre del traje a medida y los besos dulces, y tampoco me lo había vuelto a encontrar. A quien sí me encontré fue a Esteban, y fuimos a mi habitación a atracar el minibar o a colapsar el servicio de habitaciones o a hacer bromas telefónicas o el amor. El caso es que no importa, porque abría la puerta y allí estaban mi madre y mi hermana entre un gran desorden, frenética mi madre, que acababa de encontrar la maría y la blandía en el aire, y me acusaba de camello. Yo me sentía infamada, inflamada y acorralada. Mi padre y mi hermano aparecieron en la puerta detrás de nosotros. Por fin entré en cólera y les grité a todos que no tenían derecho a cotillear en mi intimidad, que yo podía hacer lo que me placiese por mi cuenta y riesgo sin que ellos metieran la nariz donde no les interesaba. También les dije, cada vez más exaltada, que me iría a Barcelona, que no quería saber nada de ellos ni de su dinero, que se fueran a la mierda pero que dejaran la marihuana en la habitación. Ellos obedecieron con miradas fulminantes. Se cerró la puerta tras ellos, y Esteban se puso la mochila como para irse. Le pedí que se quedara al menos hasta que mis padres bajaran en el ascensor. Necesitaba un abrazo largo, cariñoso, comprensivo, pero él no me lo dio. Me dijo, secamente, que no le gustaba presenciar escenitas de familia, se quitó la mochila y se sentó en el ordenador. Compró un billete para Italia, no pude ver para qué ciudad, ni lo indagué. Él se iba a Italia y yo a Barcelona, qué más daba todo. Además, esa noche tenía que casarme.