Título: The bird and the worm
Fandom: Axis Powers Hetalia
Claim: Prusia/Romano, y más parejas.
Warnings: AU. Algo subido de tono también.
2
Cuando abrió los ojos, ya era de día. Estaba amaneciendo, al menos, y él estaba tumbado sobre el piso de su habitación, con la mejilla izquierda nadando en babas y todo el cuerpo entumecido.
Nota mental: no dormir en el piso. No es divertido, y el cuerpo duele después.
Se incorporó, se llevó una mano a la cara y se limpió de la mejilla la humedad restante del charco de saliva que había dejado en el piso de madera. Por un momento se había olvidado del motivo por el cual se había dormido ahí. Incluso llegó a pensar que había sido después de volver a casa, medio ebrio y ya de madrugada, y que no había alcanzado a llegar hasta la cama. Pero cuando sus ojos se cruzaron con un rostro sonriente que lo veía desde la silla que había junto a la ventana, su cuerpo entero se paralizó.
No había sido un sueño tampoco.
El alemán apoyó su mentón sobre el dorso de una de sus manos, cuyo brazo descansaba encima de una de sus rodillas, y pestañeó, despacio, casi disfrutando del rostro que Lovino había puesto cuando lo descubrió ahí sentado, entre la azulada oscuridad del amanecer.
-“¡Lo siento!”- chilló el italiano, retrocediendo sobre el piso hasta que su espalda golpeó el borde de la cama, y el albino rió entre dientes, sumamente divertido. -“¡¡Lo siento tanto!! Yo… no era mi intención… es que yo…”- y se echó a llorar una vez más.
Era algo bastante normal en él.
-“¡CHT, CHT, CHT!”- el intruso sacudió las manos bruscamente, llamándolo al silencio. -“¡Sin llorar! Así al menos te has quedado quieto y callado, como te lo pedí.”
Lovino aguantó la respiración de nuevo, tratando de contener los gimoteos posteriores al llanto desenfrenado.
-“He usado tu teléfono antes,”- informó el desconocido, ladeando la cabeza hacia el sitio donde el móvil de Romano, que era rojo y de tapa, descansaba sobre el escritorio. -“Alguien va a venir a buscarme, pero no será hoy. Tampoco mañana. Probablemente pase un par de días aquí, así que vas a tener que estarte calladito y servicial hasta entonces, ¿está claro?”
Romano asintió. Había flexionado las rodillas y las abrazaba contra su pecho en un gesto infantil que al menos lo hacía sentir ligeramente más seguro.
-“Gut, gut. Lo estás haciendo bien,”- el albino ladeó de nuevo la cabeza, ahora hacia el lado opuesto. Sin embargo, aquella sonrisa lobuna no lo tranquilizó en lo más mínimo. Al contrario. Si lo que aquél suejto quería era hacerlo sentir relajado, estaba haciéndolo mal. Sobre todo porque en la mano derecha aún sostenía su revólver, cargado y listo para disparar en cualquier momento. -“Ahora sé un buen chico y ve a buscarme algo para desayunar,”- hizo un movimiento con la mano libre, indicando la puerta, y Lovino se puso de pie torpemente, con los ojos humedecidos y las rodillas temblorosas. -“Y no te tardes, porque me muero de hambre.”
Tras haber asentido de nuevo, el italiano fue a trompicones hacia la puerta.
-“Vu-vuelvo en seguida,”- informó, lanzándole una mirada temerosa, aunque el alemán no lo miró. Estaba entretenido levantando la cortina blanca con una de sus manos y mirando hacia la calle a través de la pequeña abertura que había hecho.
Y Romano se marchó sin esperar respuesta.
La casa entera estaba en silencio. Podía escuchar claramente el movimiento oscilante del péndulo del reloj que había en la sala de estar, en la planta baja, pese a estar aún escaleras arriba, y también el canto de los pájaros que se colaba por las ventanas entrecerradas. Era tal vez demasiado temprano para él, incluso si se levantaba con mucha antelación para llegar a tiempo a clases. Cosa que rara vez sucedía.
Pasó frente a la puerta abierta de la habitación de su mellizo, que roncaba a pierna suelta sobre la cama, y también sorteó la puerta de Seborga, que estaba cerrada pero con el que pocas ganas tenía de cruzarse. Realmente aquél chiquillo le caía como una patada de mula en el hígado.
Su abuelo no se encontraba en casa, y fue conocedor de aquello en el momento en que vio por la ventana de la puerta trasera, que llevaba al garaje, y no encontró el deportivo rojo que conducía el hombre estacionado en su sitio. Habría salido de viaje de negocios. O de placer. Le daba igual, y en parte supuso un gran alivio para él que su abuelo se hubiera marchado: de este modo se mantendría alejado de su habitación -a la que nadie más que él, y a veces Veneziano, que era estúpido e incapaz de comprender sus miradas de desaprobación, podía entrar- y nadie saldría herido.
O eso quiso creer…
Cuando por fin llegó a la cocina, encendió las luces. Tal como suponía, había una hoja de papel suspendida contra la puerta de la nevera por una pieza imantada con forma de trozo de pizza y que constaba de un breve mensaje de su abuelo para sus tres nietos.
Algo se había presentado en el trabajo y estaría fuera unos días. Pero volvería pronto, con regalos para todos y comida deliciosa. Mientras tanto dejaba dinero disponible a manos llenas en la cuenta de banco a la que los tres tenían libre acceso, y el refrigerador lleno de comida.
Sólo pedía -suplicaba- que no destruyeran nada en su ausencia y que trataran de mantenerse con vida, y firmaba con un corazón muy colorido y muchos besos.
Lovino arrancó la nota con un resoplido que sonó claramente como ‘abuelo idiota’; hizo una bola con la hoja y la lanzó a la papelera que había a un costado del frigorífico. No hacía falta tampoco que dejara ese tipo de mensajes estúpidos porque tanto Feliciano como Seborga se darían perfecta cuenta de lo mismo que él cuando no vieran el coche.
Seborga seguramente votaría por invitar chicas lindas -y jóvenes- a casa, y Veneziano lo secundaría. Él también, probablemente, aunque tampoco le hacía mucha gracia: normalmente las mujeres, luego de percatarse de que existía un ‘él mismo’ mucho más lindo y estúpido que él, solían dejarlo de lado.
Y a Lovino aquello no le parecía divertido.
Como sea, abrió el refrigerador, cocinó un desayuno rápido, consistente en huevos fritos con tocino, capuchino y unas manzanas y, tras echarle un rápido vistazo al reloj -que aún marcaba las séis con treinta y siete minutos de la mañana- y uno más al teléfono que colgaba de la pared tapizada con estampado de juegos de té, se puso en camino hacia su habitación una vez más.
Hubiera querido ponerle veneno o algo por el estilo al desayuno… Y llamar a la policía. Hubiera querido hacer muchas cosas en realidad, pero amargamente Romano tuvo que admitirse una vez más -y con mucho dolor- que no tenía ni remotamente el valor requerido para tomar acciones ante la invasión que aquél sujeto fantasmagórico y armado con un revólver había hecho a su casa.
Se detuvo frente a la puerta, preguntándose una vez más quién mierda sería ese tipo. Su mente recorrió ávida dentro de sus recuerdos haber visto la fotografía de algún prófugo de la justicia buscado recientemente por la policía en las noticias matutinas, aunque sin mucho éxito… -y tuvo que darse un golpe mental por estar más interesado en la sensual presentadora y en su escote que en el contenido de la programación-, y por fin, luego de unos momentos más, llamó a la puerta.
Una voz ronca que ya conocía bien -y con la que seguramente iba a tener pesadillas de ahora en adelante- le indicó que podía pasar, y tras tragar saliva y persignarse, abrió la puerta.
Sobre su cama descansaba un alemán de brillantes ojos rojos y cabello platinado, ahora completamente vestido aunque con la camisa abierta -Lovino pudo ver que se había vendado el torso él mismo y no consiguió evitar un escalofrío tras recordar que le había pedido ayuda con eso la noche anterior… antes de que él se desmayara-; tenía la espalda reclinada sobre la cabecera de madera y sobre su regazo había algo en lo que Romano no había reparado antes: un pollito. O algo parecido a eso. Era amarillo, peludito, y picoteaba arrítmicamente la palma de la única mano libre del albino -porque en la otra sostenía su arma, claro está-.
Lovino se quedó viéndolo -al pollito- por un instante, abstraído, y probablemente se hubiera quedado así si el intruso no se hubiera aclarado la garganta bruscamente para captar su atención. Entonces el italiano levantó el rostro para toparse con la sonrisa burlona del hombre que lo veía con interés.
-“Cualquiera diría que nunca habías visto un pollito en tu vida,”- comentó, alzando las cejas, y Lovino sacudió la cabeza y cerró la puerta detrás de él. -“Te has demorado mucho,”- prosiguió el desconocido, al tiempo que entrecerraba los ojos, y una sensación de desasosiego se apoderó de su anfitrión involuntario. -“Espero que no hayas estado llamando a la policía… o algo así…”
-“¡NO!”- chilló el italiano, yendo hacia él apresuradamente, y le extendió la bandeja con los alimentos con ambas manos, temblando y mirando hacia el piso con una expresión que claramente decía que se iba a echar a llorar una vez más. -“No, ¡no, no, no! ¡Puedo jurarle que no fue así! Y-yo… yo só-sólo estaba cocinando el desayuno, y… ¡Por favor, no me lastime!”
Unas lágrimas gruesas y calientes se amontonaron en los ojos de Romano, fijos en el piso de madera, aunque estallaron por la sorpresa cuando escuchó cómo el germano se echaba a reír a carcajadas. ¿Q-qué demonios? Se atrevió a levantar la cabeza cuando escuchó que las risas se detenían abruptamente, aunque pudo verlo sonriendo, mordiéndose un labio y presionándoselo con el dedo pulgar de la mano con la que antes había estado alimentando al pajarito.
-“Tú… pasas mucho tiempo pidiendo disculpas, ¿no es así, mocoso?”- inquirió aquél hombre, y el cuerpo del más pequeño se estremeció con furia.
¿Qué quería decir con eso? ¿¿Estaba mal?? ¿¿O era bueno?? ¿¿Y por qué mierda estaba riéndose??
-“L-lo siento…”
-“Da igual. Mejor cierra la boca y ven a darme de comer, que estoy en los huesos”-, informó, levantando el rostro y poniendo una expresión de fastidio que le dio a su cara una apariencia todavía más aterradora. Romano asintió pues, con fuerza, y colocó el desayuno sobre la mesita de noche, retrocediendo un paso tembloroso instantes después.
Probablemente se hubiera alejado más si no fuera porque en ese mismo momento el alemán le lanzó una mirada muy intensa que para él fue completamente imposible de ignorar y que lo hizo temblar entero y quedarse quieto y sintiendo que iba a desmayarse de nuevo justo en su lugar.
-“He dicho que vengas a darme de comer,”- musitó el desconocido, ladeando la cabeza. Romano sintió que su estómago se revolvía, que subía, bajaba y daba una vuelta dentro de su cuerpo, y el corazón se le apretó dentro del pecho cuando el invasor se señaló la boca abierta con un dedo.
Por el modo en que sonreía, el italiano fue consciente de lo mucho que el germano estaba disfrutando con todo aquello, pero él, que tenía poca resistencia, temió que su vida se hubiese acortado al menos un año con todo lo que había estado sucediéndole desde la noche anterior.
De cualquier modo, cabeceó, volvió sobre el único paso que había dado, y se sentó a su lado sobre la cama. El pajarito chirrió cuando Lovino le dirigió una mirada curiosa, aleteó y dando un saltito desapareció bajo las mantas de la cama, que aún tenían manchas de sangre. El corazón le latía con fuerza cuando se acomodó para poder alimentarlo… Aquello le resultaba sumamente humillante, y si fueran otras las circunstancias, seguramente le hubiera arrojado el plato de comida a la cara, insultado y dicho que si quería comer ya podía ir haciéndolo él mismo -y que esperaba que le gustara mucho-, pero revisando el contexto, no había mucho más que pudiera hacer.
Levantó una manita temblorosa y acercó el tenedor a la boca del albino, que sonreía, aunque se abrió cuando Romano le acercó el trozo de huevo frito.
-“No te hace falta estar tan nervioso, en serio,”- comentó, casi con tono casual, luego de algunos bocados. Lovino supuso -y con alivio- que no tendría quejas respecto a la comida, porque no había hecho ningún comentario a propósito del tema. -“Ya te lo he dicho… No te sucederá nada si cumples con todas mis peticiones al pie de la letra.”
El italiano asintió torpemente, sin atreverse a verlo a los ojos. Estaba muy asustado y sentía un sudor frío corriéndole la frente, y su mano que acababa de bajarse y trataba de cortar inútilmente un trozo de tocino con el tenedor le temblaba descontroladamente.
-“Por cierto, ¿a qué hora te vas a clases?”- lo escuchó preguntar, y ladeó un poco la mirada para poder ver el reloj despertador de dígitos amarillos que había sobre la mesita.
-“A-aún queda una hora más,”- informó él a su vez. Finalmente había cortado la carne y volvió a levantar la mano hacia él. El alemán tomó la comida con la boca dócilmente, y Romano pensó, con el temple de quien se pregunta si morirá ahora o más tarde, que aquello no sería tan malo si no estuviera jugueteando con el gatillo de su pistola sobre la cama.
-“Bien,”- repuso el extraño, cuando hubo tragado el bocado de carne. -“Quiero que vayas a clases, ¿está bien? Porque si faltas, es probable que alguien sospeche algo,”- se apresuró a decir, cuando vio cómo los ojos olivas del italiano se ensanchaban, incrédulos. -“Y lo que menos queremos es que alguien sospeche… ¿verdad?”- Romano negó con la cabeza. Podía ser una resolución estúpida, pero decidió no discutir con él. -“Desde luego, no podrás contarle a nadie que estoy aquí. Y tampoco vas a distraerte antes de volver a casa: saldrás con la última campanada y vas a venir directamente aquí, ¿me escuchas? Ni un minuto más.”
Lovino bajó las manos, asintiendo despacio. Tenía los ojos fijos en el metal frío y oscuro del revólver que descansaba encima de una de sus almohadas, enredándose con los dedos largos del germano, y de tanto en tanto miraba su reloj.
No se preguntó en ese momento cómo era que aquél hombre sabía que era estudiante… aunque se dijo que por su modo de vida, tampoco podía esperarse mucho más, así que no indagó demasiado al respecto.
-“Y también…”- ahora sí, el italiano levantó el rostro. Su secuestrador -o como sea que pudiera llamársele- lo veía fijamente, con una sonrisa en los labios, y del bolsillo frontal de la camisa se sacó una nota doblada por la mitad. Se la tendió, y aunque Lovino no se percató de que deseaba que la tomara en el primer instante, lo hizo cuando las cejas del albino se arrugaron. -“Quiero que traigas todo lo que está en la lista.”
-“Ah, pero…” y entonces, ¿no había dicho que no quería que se demorara ni un segundo más?
El alemán frunció el cejo, irritado, y la piel de la cara de Romano palideció de golpe. Mejor se guardó el papel en el bolsillo de los pantalones apresuradamente.
-“Es todo,”- informó el más alto, echándose hacia atrás. Su cabeza descansó sobre el respaldo de la cama y su cuerpo entero se relajó, y Lovino, que estaba sentado a su lado, lo observó con gesto confundido. -“Ahora vete. Ve a darte una ducha, o a desayunar. No me importa. Sólo desaparece de mi vista.”
Por un segundo, dentro de la cabeza revuelta del latino, muchas preguntas se agitaron con todavía más desesperación, pero como no era tonto y no pensaba desaprovechar ninguna oportunidad para alejarse de él, se puso de pie y emprendió la huída rumbo a la cocina, deseando con fervor que cuando volviera aquél hombre ya no estuviera más.