La luz de la luna maquilla un mar demasiado orgulloso para dejarse manejar incluso estando en calma. Las olas rompen en la orilla con la paciencia que les da un destino seguro. El aire se acompaña de melodía. Negras, semicorcheas y silencios intentando esconderse en la brisa y rebotando en el cuerpo, el aliento y el alma. Traen consigo una sonrisa que sabe a melancolía y una sensación de letargo que nace en las puntas de los dedos. Presionan tras los párpados y se tatúan en la piel. Se acaba, dicen. Llórame.
Suspira, se ahoga, cae.
La presión cede y se va acompañada de lágrimas que queman la piel, empañan el mar y desdibujan la luna. Es imposible no obedecer cuando lo ordenan la música y el mar con golpes a un piano y aroma a salitre. Así que llora. Llora recuerdos atrapados en pliegues de ropa, botellas vacías, días de sol y nieve, juguetes rotos y sonrisas de complicidad. Llora olores y sonidos oníricos. Llora momentos que prometen no volver.
De fondo, el piano regala una cascada de sentimientos que desbordan. Y suspira, se ahoga, cae. La melodía se apaga pero las sensaciones están grabadas debajo de la piel, arremolinándose, fluyendo con fuerza, cayendo. Se acaba. Llórame, dicen.
Y obedece, llora.
Y también está sensible hoy. Lleva días con las notas durmiendo en sus pestañas, acariciándole las lágrimas, invitándolas a salir a jugar. Y aunque no lo reconozca, desea que salgan. No le hagáis mucho caso.