Tema: 17# Amarres
Pareja: William Odergand/Mattesa Oxford
Rating: NC-17.
Palabras: 1000
Tabla:
Pr0nNotas:Lo que es tener tiempo libre. En fin...
Es asunto de confianza, ella se lo ha enseñado. Es todo confiar y creer en el otro y él lo ha memorizado, palabras y preceptos grabados con fuego y que no se borrarán. Por eso mantiene la sonrisa temblorosa cuando Mattesa amarra sus muñecas al cabecero de la cama, una mano en cada poste y los brazos en alto.
- No estés nervioso - Es el susurro contra su oreja y él se atreve a responder un fingido “¿nervioso yo? Ya quisieras” que se pierde en la risita que se escapa de los finos y rosáceos labios de su tía.
Porque es cuestión de fe y quiere creer que esa lunática no será tan malvada como para dejarle amarrado a la cama, así, caliente y desnudo, como le ha dejado en la ducha o en la sala de su casa. A todo esto, William no encuentra la diversión en eso de cortarle el rollo, cosa que, tanto Mattesa como Sasamine parecen disfrutar. Demasiado.
Lo siguiente son las ataduras en sus pies y puede sentir el cuero frío en sus tobillos cuando ella ajusta el equipo, sin preguntar más, ya sin palabras tranquilizantes, pero sí con una sonrisa que William puede describir como siniestra. O pervertida. En el caso de Mattesa, es lo mismo.
- No te atre- Ella corta las palabras con el roce de labios sobre los suyos, divertida, profundizando, con la mano acariciando en su mejilla, descendiendo despacio por su cuello, hasta su torso, pellizcando juguetona sus pezones.
- No te dejaré. - Cual si leyese su mente, ella responde, alejándose de nuevo, contradiciendo sus palabras. William la ve entonces, la cabellera cayendo por la espalda blanca mientras se desnuda, las marcas en las caderas de sus propios dedos, remanentes de una vez anterior. Las curvas pronunciadas, la sinuosidad de las formas que conoce de memoria, que muere por tocar, por recorrer a ojos cerrados.
Y aunque piensa, momentáneamente, que ella debió ser la atada, deja que cubra sus ojos con la seda oscura, que apague su visión, que no quede sino el aturdidor silencio apenas roto por la respiración de ambos, la suya, agitada, la de ella aún tranquila. Disfruta su juego.
William jala los brazos cuando ella comienza a tocar, sin previo aviso, la mano bajando por su vientre, acariciando el vello oscuro y luego descendiendo por sus muslos, sin tocar lo demás. William quiere matarla.
- No vas a poder soltarte, cariño - Se ríe contra su oído y muerde y baja por su cuello dejando la marca de las mordidas. Toda la piel es zona erógena, cada rincón causando un ligero tiemble que, en opinión de Mattesa, lo vuelve adorable. La forma en que la boca de William dibuja una ”o”, sobretodo, le hace querer continuar, torturarle lentamente.
Confianza, repite mil veces William en su mente, confianza y nada más. Y luego no piensa en mucho porque escucha un gemido que no es suyo y ante el simple sonido su piel se eriza y la imagen en su mente se hace tan vívida que su respiración se corta, regresando hasta que siente los senos rozando contra su propio pecho, descendiendo despacio y siente el aliento en su cuello, en su pecho, las mordidas en su vientre, la respiración contra su miembro.
- Apresúrate - Gruñe, con un gemido de por medio y jala con fuerza sus brazos otra vez, ahogando el quejido de frustración y dolor al no lograrlo. Quedarán marcas, lo sabe. ”Puedo detenerme, si quiero”, ella susurra y él niega con la cabeza y arquea ligeramente la espalda cuando siente la oleada de placer, restándole importancia a las caricias sobre sus piernas, perdiéndose en la sensación de la lengua de Mattesa subiendo y bajando en su miembro, un ritmo tan lento que trata de moverse para aumentarlo.
También quedarán marcas en sus tobillos y en sus caderas los dedos y uñas de Mattesa que le sujeta con fuerza, sin dejarle mover. Y continúa el vaivén poco continuo, la calidez yendo y viniendo, desesperándole, tortura lenta que le hace maldecir el momento en que aceptó esa situación. Su único consuelo es que logra escuchar la voz de esa pervertida, que más que voz son gemidos bajos y suspiros poco controlados.
Sin previo aviso, ella se aleja y él reclama, con voz entrecortada, con una amenaza que no sirve y luego calla o trata de hacerlo, mordiéndose el labio al sentirse dentro, bruscamente comenzando el movimiento, discontinuo. Quiere tocarla, asirse de su cintura y marcar el ritmo, pero no lo logra, por más que forcejea. Cuando finalmente hay continuidad, ella se permite inclinarse y besarlo, sin detenerse, ahogando en su garganta el gemido fuerte y aferrándose a sus hombros con manos temblorosas cuando la invade la sensación arrolladora del orgasmo. William no tarda en seguirla, con espasmos y sin sonido, los dedos temblando y el sudor resbalando por su frente, empañando la seda de la venda.
Silencio. Hay silencio por demasiado tiempo, incluso después de que se calmen sus respiraciones y que ella se levante, se aparte y bese en su mejilla de una manera demasiado maternal.
- Mattesa… - Susurra, recuperando la voz. Pero no hay respuesta más allá de un “¡Por Merlín! La hora” seguido de el sonido de la ducha que dura menos de dos minutos y ajetreo en la habitación, zapatos cayendo y aunque no la ve, puede imaginarla recogiéndose el cabello. - ¿Eh? ¿A dónde vas?
- Junta. Trabajo. - Explicación escueta. - No tengo tiempo. Mira, aguanta así… ¿una hora? ¡Nos vemos!
- ¡Espera! - Y si antes quiso liberarse, ahora más y grita de nuevo, siendo su grito ahogado por la puerta al cerrarse. Luego el portazo de la entrada principal y el sonido del maldito auto alejándose por la calle. ¿Una hora? No jodas…
Es asunto de confianza, al fin y al cabo. Es creer en el otro, en saber que no hará daño. Dejarse vulnerable ante alguien es confiar en él. Y William maldice la hora en que confió en Mattesa Oxford.