Fandom: Dies Irae
Personaje: Richard Eysenck
Tabla:
Tabla mediaTema: #26 - Caricia
Notas: Después de
Placer. No quedó tal y como quería, pero pues, ahí va uwuU
No puede verle a la cara. Días después de ocurrido el incidente, aún no se atreve a mostrarse ante ellos. Se ha sosegado el mar externo y su conciencia regresa cuando el alcohol no está cerca y se siente seguro, sabiendo que no hay dios que le vigile. Ahora puede pensar, coherente y lamentar los hechos pasados. Se recrea en ello, se rehace entre culpas y remordimientos que se arremolinan, hundiéndole en el desespero.
Teme a la mirada celeste casi índigo de su hijo y a las preguntas que podría formular, inquiriendo sobre aquella noche. Por otro lado, presiente que Marshall no preguntará, que guardará sus dudas y quizá se atreva a olvidar el dolor de aquellos golpes sobre la piel de sus mejillas y junto con el moratón que Joanna le ha informado se ha dibujado en su espalda, se borrará con el tiempo.
Por eso, permanece en la estancia, con las puertas cerradas, entre la semioscuridad que le regalan las cortinas gruesas cerradas sobre las ventanas. Se siente culpable y se lleva las manos al rostro, lo cubre, parte vergüenza, parte simple pena por su propio patetismo y es que fluctúa, es tan jodidamente inestable que siente que en cualquier momento se derretirá y deslizará entre sus dedos como sus lágrimas o el sudor o el licor que hace rato resbaló en su mano.
Por todo lo que ha hecho, sabe que no tiene el derecho a nada más. Porque se siente en un punto de su vida en donde ve hacia atrás y se da cuenta de que aquel no era su camino. Porque sabe que no está bien, que no debería estar ahí. No debería haber atendido a la pequeña Sophia ni debió haber conocido en su vida a William. No debió haber unido a William y a Loren con las consecuencias que ello trajo ni debió haber tenido a aquellos hijos con esa mujer a la que ya no sabe si ama o no. Se hubieran ahorrado el dolor, se hubiesen evitado las muertes.
Inhala profundo, conteniendo sus propios suspiros y tratando de enterrar, de esconder profundo esos sentimientos tan molestos que le hacen temblar y temer y llorar como lo hace en ese momento. Ni siquiera sabe si es culpabilidad o arrepentimiento y solo sabe que piensa en el hubiera como si existiese esa posibilidad y se repite en un bucle infinito, interminable, que se lo traga, joder, se lo traga y lo sumerge en esa oscuridad informe donde pierde norte y sur y puntos cardinales e incluso su propio ser parece indefinido. Desesperación, le llaman, pero él sólo sabe que se pierde.
La puerta se abre, aquella tarde y ni siquiera le importa ya, porque él no está ahí, sólo es el cascarón que se muestra, con el contenido vertido a un centro de gravedad demasiado fuerte que no le suelta.
- ¿Te sientes bien? - Es una vocecita aguda, ligera y esas manos en sus mejillas son manos cálidas, pequeñas y en cierta forma delicadas. Los ojos que le miran son más azules que el cielo, como un delicado océano transparente que apenas refleja el albor matutino y la sonrisa es el sol. - ¿Estás llorando, papá?
Y no debería. Y desea disculparse, viajar a un pasado donde aún no le hace daño, donde no ha descuidado a su pequeño, ni le ha gritado, donde no le ha golpeado ni le ha herido con su naturaleza corrupta e implacable. Mas las manos continúan en sus mejillas, limpiando con delicadeza y la sonrisa que su hijo le regala es pura, cargada de tanto que apenas él mismo puede comprenderlo.
Entonces Richard sonríe, como si doliese y su brazo se cierra en torno al pequeño cuerpo, atrayéndole despacio, con cuidado, como temiendo romperlo. Con el rostro oculto en su cuello, asiente y en la misma posición, siente la manita en su cabello, acariciando despacio, enredándose y halando sin demasiado cuidado algunos de sus cabellos.
- ¿Te duele algo, papá?
Un poco la cabeza y mucho la garganta, pero más que nada, el corazón.
Le aprieta con más fuerza entre sus brazos, sintiendo la calidez del cuerpecillo que permanece inmóvil unos instantes más, antes de removerse, acomodándose mejor y Richard siente que le echa los brazos al cuello, encaramándose como puede sobre él. Hay silencio, largo pero lleno, hasta que el niño lo rompe.
- Voy a curarte, papá.- Musita, suave y se separa, sentándose en el regazo de su padre, sin despegar la vista. Richard no entiende si acaso ha olvidado la última vez que se vieron, si es capaz de comprender la situación. No sabe si le ha sido otorgado el perdón.- Para que ya no te duela nada.
- Marshall… - Pierde sus dedos en la mejilla y toca con cuidado. El tacto suave de la piel tan joven le hace centrarse, por ese momento, en él y no en aquel remolino que le engulle. El niño sonríe, más cuando siente el beso en la frente y los siguientes en las mejillas, cuando cree escuchar los sollozos ahogados musitar “perdóname”, en la voz rota de su padre.
- Está bien, papi, está bien…
Richard quiere creer en ello. En la dulzura de la voz de su pequeño, en las palabras que le arrancan del vórtice en que se hundía, incluso se rinde ante la caricia ligera que revuelve su cabello, que pasa hasta su mejilla y en los labios que besan en su mano. “Todo está bien”, repite y se deja llevar por las caricias prodigadas, con sabor a perdón y lágrimas.
“Todo está bien”. Se decide. Apartando la botella con una mano, sin soltar a aquel que le abraza, el motivo de su existencia, la nueva luz en el camino. Por él, Richard se promete luchar.