Perdonad el angst. En mi cabeza no para de sonar el disco chachiguachi superhappy de Patrick Wolf, y en contraposición me viene esta imagen mental super angst.
Lo siento mucho.
Como referencia, tenéis
esta entrada del blog de Sam, que os remite a los hechos.
BEATHA: AGONÍA
Dolor. Sólo existía el dolor.
Punzante. Le araña las entrañas y las tritura. No hay nada más. No hay voces. No hay aire. No puede respirar.
Es como estar sumergido en agua. Un silencio absoluto y extraño y un bamboleo. Su cuerpo se dobla hacia adelante.
Y comienzan los golpes. Uno. Dos. Tres. Al principio sólo nota el movimiento. El punto de impacto en algún lugar de la espalda, bajo los omóplatos.
Un guantazo le cruza la cara. Unos labios sobre los suyos y nota cómo su diafragma se mueve con reticencia. Más golpes.
Escucha a alguien hablar. Dice una palabra. Ruidos sordos. Más movimiento. Golpes. Labios.
Es como subir el volumen de un aparato de música de golpe. El dolor se multiplica y su pecho se expande en busca de oxígeno. Imagina cómo el aire se mezcla con la sangre en sus pulmones encharcados y forma burbujas. Es como tener una losa de una tonelada sobre su esternón. El dolor le incita a dejarse arrastrar a la inconsciencia. Trata de hacerlo, pero otro bofetón aterriza en su cara sonando como un látigo.
Su boca es abierta sin contemplaciones y un líquido nauseabundo se cuela hasta su garganta. Traga sin remedio. No puede toser. No puede respirar.
Escucha aquella voz de nuevo. No para de repetir aquella palabra. Es un nombre. ¿El suyo? No puede afirmarlo. No sabe quién es. No sabe dónde está. Ni por qué duele. No sabe qué hace allí ni de quién es aquella voz ni por qué no puede deslizarse entre los brazos de la negrura que le promete dejar de sufrir. Sus pulmones vuelven a llenarse de aire, en un espasmo.
Abre los ojos. No sabía que los tenía cerrados. La luz le apuñala los ojos y no puede evitar dejar escapar un gemido tras cerrarlos. No puede pensar. Sólo quiere que lo dejen tranquilo. Aquella voz no parece tener ganas de concederle su deseo.
Respirar es difícil. Lacerante, angustioso y lento. Agónico. Trata de seguir las órdenes de aquella voz que le agujerea los oídos, “Respira, Liam. Dentro. Fuera. Eso es. Lo estás haciendo muy bien, venga. Dentro. Fuera”, una y otra vez. Obedece y se concentra en ello hasta que comienza a resultarle menos duro. Pero entonces el dolor se vuelve protagonista de nuevo.
“Estoy aquí. Vas a ponerte bien”, dice la voz. La nota nerviosa. Es una voz de hombre. Conoce esa voz. Esa voz había estado preñada de burla, una vez. Pero ahora suena preocupada. Insistente. Desesperada. “Liam, abre los ojos, por favor”. Suena aterrorizada.
Se somete de nuevo a la petición. Parpadea, ahogando los gemidos que luchan por salir de su garganta. Está acostumbrado a ocultar el dolor. El dolor es para los que no son capaces de soportarlo. El dolor es para los débiles.
Abre los ojos y trata de enfocar la vista. Sólo son manchas ante un fondo demasiado luminoso. Hay unos ojos que lo miran. Ojos de color azul. Cejas finas. Nariz respingona. Pelo negro. Labios finos. Sus ojos lo atraen, como imanes. Conocía aquellos ojos.
El aire silba entre sus dientes cuando trata de pronunciar su nombre. No puede hablar. No tiene voz. El dolor le perfora las costillas. Se esfuerza en recordar respirar. Se aferra a aquellos ojos que lo anclan a seguir luchando.
Ya le recuerda. Sam le mira, al borde de un ataque de pánico, arrodillado junto a él, en el suelo del pasillo. Al borde del colapso y de un ataque de llanto. Trata de moverse un poco, pero no es capaz de gran cosa. Consigue sin embargo agarrarse a la camiseta de Sam. Huele a limpio. A suavizante. A lejía. A hospital. Siente cómo sus brazos le rodean por debajo de las rodillas y por la espalda, y su cuerpo deja de hacer contacto con el suelo y es transportado en brazos.
No tiene fuerzas para hablar. Ni para moverse por sí mismo. Entierra la cara en el hueco de su cuello tratando de tragarse las ganas de llorar de desesperación. No soporta que le vean en esa situación. No soporta ser débil, a pesar de todo lo luchado. No soporta demostrar que pasase lo que pasase, sigue siendo un enfermo. No soporta la humillación, que Sam le vea en aquella situación. No, cuando le importa tanto. No, cuando no quiere que se vaya. No, cuando le necesita tanto. No, cuando un “no te vayas” suena a debilidad. A la debilidad propia de un enfermo que teme la muerte. No a una petición sincera de alguien quien teme la soledad, y que sobre todas las cosas se teme a sí mismo.
Un “no te vayas” que es lo más cerca que puede estar a expresar unos sentimientos que ni él mismo entiende, y que se avergüenza de sentir, dado el nivel de dependiencia que existe.
Sam lo tiende en su cama y hace un amago de separarse. Pero le tiene bien agarrado. Sam mira su mano, aferrada a la camiseta, y entrelaza sus dedos con los suyos. Le sonríe, inseguro, tratando de tranquilizarle. Tratando de tranquilizarse a sí mismo. No se irá a ninguna parte.
Sus ojos hablan, aunque sus labios no se mueven. Se separa un poco, le ve sacar un frasquito y le incorpora un poco para darle de beber. Está amargo. Todo se vuelve difuso. La habitación se vuelve borrosa, etérea, irreal. Deja de tener claro dónde se encuentra, y por qué, y se sume en un sopor pacífico que borra el dolor, se precipita al mundo de los sueños.
Antes de perder toda consciencia, nota una mano que se aprieta contra la suya. No estará solo cuando despierte. Después, se sume en la nada.