Bill ~ Microrrelato

Jan 18, 2014 01:57


Cuando los dioses contemplaron por primera vez a la criatura se sintieron conmovidos.
Era tanta la belleza de su rostro, la pureza de sus líneas, que lo primero que pensaron fue en destruirlo.
¿Quién se atrevía a ser más hermoso que los propios dioses?
Pero antes de descargar el rayo de la envidia contra un simple mortal, lo miraron de nuevo y para su sorpresa descubrieron que les gustaba hacerlo. Comenzaron a seguir sus pasos por la tierra, viendo cómo al crecer su belleza se expandía como las alas de una mariposa. Aquella criatura brillaba entre todas las demás, definiendo en su carne la perfección.
Uno de los dioses pensó en raptarlo y llevarlo con ellos, pero el más anciano le recordó que aquellas costumbres se habían perdido en la oscuridad de los siglos. Habían aprendido que los humanos debían ser libres para ser realmente bellos.
Pero el tiempo lo cubre todo con su sombra, y esa es la única fuerza que los dioses no pueden eludir. Sus manos crean el eterno movimiento, la primitiva metamorfosis. Nada ni nadie en las esferas de la tierra y el cielo puede escapar de su poder.
Y la hermosa criatura tampoco.
Era inevitable: su vibrante pureza se iría diluyendo con cada grano de arena caído en el reloj de Cronos. Sin embargo, ahí radicaba la esencia de su verdadera hermosura. Era tan frágil y efímera como un soplo; tan única e irreemplazable como cada segundo de su breve existencia.
Entonces uno de los dioses, el más joven, atrapó uno de esos instantes de plenitud y lo guardó en un frasco, aislado del tiempo y el espacio. Ahí se conservaría para siempre esa fugaz belleza que enamoraba a aquellos que cargaban con el peso de la eternidad.
(Por cierto, cuando los humanos descubrieron la capacidad de capturar el segundo lo llamaron fotografía)



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