Lejos del cielo
Nuestra historia comienza una mañana cualquiera, en una casa cualquiera de un barrio residencial como cualquier otro. Su protagonista, Tom, aún dormía, acunado por la musiquilla simplona de la teletienda.
Era un chico normal que jugaba a ser diferente, como todos los demás. Vestía ropas anchas, llevaba el pelo trenzado, era egoísta, encantador y superficial.
Tom era un chico único. Un chico más.
Nada perturbaba sus sueños, hasta que un zumbido cortó el aire y un golpe seco lo despertó de pronto. Se asomó a la ventana y lo vio. Frotó sus ojos, se pellizcó con saña y volvió a mirar. Imposible.
Bajó las escaleras en un par de saltos mortales, abrió la puerta y allí estaba. Un cuerpo nacarado y esbelto tendido en el suelo, una larga cabellera rubia, y un par de alas tan blancas que dolía mirarlas. Era cierto: Había caído un ángel en su jardín.
Se acercó para tocarlo, estaba helado. Su piel aún estaba salpicada de frío sideral.
Entonces abrió los ojos, profundos, desorientados; Y cuando lo miró, esbozando una pequeña sonrisa, el mundo entero desapareció para Tom.
Quiso ayudarlo a incorporarse, pero un armonioso quejido brotó de su garganta. Estaba herido. El chico miró con detenimiento su cuerpo desnudo y descubrió tres cosas: Que tenía un ala rota, que su vientre era perfectamente liso y carente de ombligo, y que los ángeles sí tenían sexo… Al menos los ángeles que caían del cielo a los jardines de Magdeburgo.
Algunos vecinos que pasaban por allí comenzaron a asomarse entre las vallas, muertos de curiosidad por la hermosa criatura. Tom, rojo de ira, lo tomó en brazos y lo ocultó en casa de miradas indiscretas. Se dijo que era por pudor, pero en realidad no quería compartir su radiante desnudez con alguien más.
“Yo lo vi primero”, pensó.
Tom había visto en la tele y en estampas de la escuela dominical que los ángeles vestían largas túnicas flotantes. Entre las ropas de su madre, que estaba de viaje de negocios, encontró un vestido blanco que podía servir para la ocasión.
Aquel bello ser, al que decidió llamar Bill como un hámster que tuvo de pequeño, se dejó vestir en silencio. Parecía perdido.
Con cuidado le vendó el ala rota, restañando la sangre que manchaba sus plumas de un rojo intenso. Lo ayudó a caminar hasta la cama, pues aún no dominaba la ley de gravedad y se caía a cada paso. Dedicándole la más dulce sonrisa, Bill se quedó dormido.
Pasaron varios días y el ángel comenzó a recuperarse. Asomado a la ventana, miraba al cielo. Su voz era un canto de alegría y esperanza; Cantaba su deseo de volver allá arriba, a volar entre las nubes y unir su voz de nuevo a la música de las esferas.
Tom, conmovido, lo dejó salir al jardín.
Los vecinos se iban acercando a él con mucha curiosidad y algo de respeto. Bill no sabía articular palabras, pero leía sus corazones e intentaba entenderlos. Los niños fueron los primeros en tirarle de las plumas y jugar con él. Al correr tras ellos su risa iluminaba el aire, y a su paso las flores crecían perfumadas y hermosas. Uno de los niños le ofreció nubes de azúcar, y a Bill le encantó su sabor dulce.
Tom observaba de lejos su vestido a medio muslo, sus ojos rasgados y esa pura alegría que encandilaba a todos. Pronto se iría de su lado. Era una cruel injusticia que el cielo dejase caer a Bill en su jardín y luego se lo arrebatase sin más.
“Es mío. Yo lo encontré”, pensó. Entonces tomó una decisión.
Aquella noche le apretó las vendas mucho más de lo que debía, torciendo el ala que estaba a punto de sanar. Bill lloraba de dolor, pero confiaba en Tom, seguro que lo hacía por su bien. Como al día siguiente volvía su madre, Tom le explicó que debía esconderse en el sótano para que no lo viese, o lo echaría de casa y ya no podría cuidarle.
Bill, cansado y dolorido, aceptó.
Desde ese día apenas le dejó salir al jardín. En la oscuridad de aquel sótano húmedo y destartalado evocaba la brisa fresca, el sol en su cabello… Pero Tom lo visitaba a menudo, le regalaba nubes de azúcar y le curaba el ala con cariño. El problema es que cada vez estaba peor. Ya apenas podía moverla y le dolía tanto que no le dejaba descansar.
Así pasaron los meses. Los vecinos creyeron que había vuelto a su hogar, y pronto olvidaron al pequeño ángel. Tom sin embargo lo miraba cada vez con más ansia. Bill era un ser frágil, indefenso… Tan hermoso ¡y todo suyo! Eso lo volvía loco.
Una noche, Bill consiguió ver un puñado de estrellas a través del respiradero y se echó a llorar. Su voz era como el desgarrado lamento de un violonchelo, estaba enfermo de nostalgia.
Tom lo abrazó a modo de consuelo, sintiendo su virginal perfume, enloqueciendo por él. Sus manos lo acariciaron bajo el vestido y comenzó a frotarse contra su piel. Bill sonrió tristemente e intentó apartarse, pero Tom en un arranque de lujuria lo penetró de una salvaje estocada. El ángel gritó en silencio.
“Eres mío, sólo mío”, repetía cada vez que se hundía violentamente en su carne de nácar
Una vez satisfecho, lo abandonó en la oscuridad manchado de semen, sangre y lágrimas.
La escena se repetía cada noche. Una vez roto el límite de su pureza, Tom se volvió cada vez más atrevido y salvaje. Anilló sus alas, lo cargó de cadenas y lo usaba a su antojo. Lo convirtió en su juguete sexual privado.
Bill enflaqueció a golpes, sus alas se quebraron y con ellas su esperanza. Y pensar que una vez había confiado en el corazón humano, ¡qué equivocado estaba!
Ya no podía cantar.
“Bill”, llamó Tom con una sonrisa torcida, haciéndolo temblar. “Hoy hace un año que caíste en mi jardín. Deberíamos celebrarlo, ¿no crees?” le dijo su captor, acercándole un plato con algunas nubes dulces y una vela encendida. “He invitado a algunos amigos que querían conocerte, mi ángel. Verás que bien lo vamos a pasar”
Bill contempló su trocito de cielo por el respiradero, y supo que no volvería a volar por él nunca, nunca más.