Hoy es el cumpleaños de una amiga que quiero mucho.
Es conocida como
xxmouchettexx en el fandom por sus fics y sus maravillosos gráficos, pero para mi es Candy, una persona encantadora y detallista con la que siempre puedo contar :3
Preciosa: te deseo todo lo mejor en tu día y todos los días de tu vida. Haz que tus sueños se cumplan, ¡tú puedes! <3
¡MUCHAS FELICIDADES, CANDY!
Como sé que te agradan los fics con protagonista femenina, y que Tom es tu debilidad, aquí tienes un pequeño regalo que reune las dos cosas *w*
Es mi primer fic de contenido hetero (y probablemente el último xD) Lo he escrito en mi escaso tiempo libre, quizás ese sea su único mérito, pero le sobra cariño. Ojalá te guste <3
*Editado*
Vainilla.
En realidad nunca supo su nombre.
Algunas tardes de aquel invierno, cuando caía la luz y sus ojos se volvían más oscuros, la tomaba con brusquedad de la cintura y la acercaba a su cuerpo, susurrándole siempre la misma pregunta sin respuesta. Entonces ella reía, su risa cálida ahogando el silencio, y las palabras no dichas se perdían entre besos de ocaso.
“Sólo quiero el nombre que tú me das”
Llevaba un largo abrigo rojo cuando la conoció, rojo como sus labios y su nariz helada por el frío. Tom se había escapado a París en uno de los largos descansos de la banda.
Estaba huyendo, lo sabía, pero necesitaba hacerlo. Su trabajo se había convertido es un montón de basura que cada vez tenía menos que ver con la música. Publicidad, fiestas, marketing y chanchullos con su vida privada, eso era todo. ¿Dinero fácil? Por supuesto, y un hastío que nada podía saciar.
El viento húmedo que venía del Sena calaba el frío hasta los huesos.
Aquella noche nevaría.
Compartieron un taxi en el Pont de la Tournelle. Tom nunca hubiera hecho algo así en la lejana California, pero estaba solo en Paría, sin guardaespaldas ni hermanos menores siguiendo sus pasos, y la chica parecía empequeñecer dentro de su abrigo azotada por el vendaval.
Lo primero que le sorprendió fueron sus ojos grises, tan suaves y calmados, mientras intercambiaban las típicas palabras de cortesía entre dos extraños. Acostumbrado a la histeria que despertaba su presencia allá donde iba, casi se sintió molesto al comprender que ella no le conocía. Después, al sentarse a su lado, sintió un delicado perfume a vainilla en su piel, como un soplo de verano en mitad de la helada. Un par de mechones negros se escapaban de su boina de lana y se sintió tentado a tocarlos, aunque fuera con la excusa de colocarlos en su lugar, pero no lo hizo. La chica tenía la mirada perdida en la ventanilla, parecía estar lejos de aquel taxi, de Tom, del granizo que empezaba a golpear los cristales con fuerza.
Antes de decidirse a preguntar, llegaron a su primer destino.
El coche se detuvo a las puertas del Hotel Ritz, allí le esperaba su lujosa habitación y una cita privada con una joven parisina que adoraba las sábanas de seda y el champagne. Buscó los ojos grises de su acompañante, que brillaron al ver su sonrisa, y ella le estrechó la mano deseándole buena suerte.
El taxi arrancó deprisa, llevándose a la desconocida del abrigo rojo a un lugar perdido en aquella inmensa ciudad, lejos de Tom… Pero en su mano quedó un suave rastro de vainilla.
Dos días después volvieron a encontrarse en el Pont Neuf, que había amanecido envuelto en una delgada capa de nieve.
La vio aparecer entre la bruma, con su cara pálida y su abrigo rojo, bajando a la orilla izquierda del Sena. Tom había pensado tanto en ella que creyó que era un espejismo de su deseo.
Se miraron desde lejos, con la duda bailando en sus ojos. Un paso tras otro los fue acercando, y a cada paso el interrogante daba paso a la curiosidad, y la curiosidad se volvía atracción. Al encontrarse, justo entre las dos orillas, compartieron una profunda sonrisa de complicidad y algunas palabras secretas.
Desde ese momento caminaron juntos.
Tom estaba cansado de ver lo que ve todo el mundo, de pasar de puntillas por los países que visitaba, de que las personas fuesen fogonazos de caras sin nombre. En los meets ni siquiera miraba a las fans que morían por él, sólo firmaba a la nada, al vacío.
Para él las ciudades eran un par de postales turísticas, hoteles repetidos hasta el aburrimiento y un aeropuerto internacional… Pero ella lo tomó de la mano y lo llevó a conocer el viejo París, el corazón vivo de la ciudad, ese laberinto de callejuelas que los turistas de Polaroid, Louvre y Tour Eiffel no verían jamás.
Eso lo cambió todo.
Caminaron por los solitarios bulevares sin rumbo ni horario (la joven le ‘confiscó’ el reloj hasta nueva orden) Se dejaban llevar por el espíritu de las calles, saboreando cada momento de libertad.
“El reloj es un enemigo demasiado exigente, ¡olvídalo! No lo necesitamos”
El frío los empujó a una antigua taberna llena de voces, cánticos desafinados y humo de tabaco, donde un gordo mesero de mandil raído aún preparaba el vino de Borgoña caliente con especias y canela del que ella le había hablado. Sentados junto a la chimenea con una humeante taza de vino en la mano, surgieron las risas y las primeras confidencias. Tom no podía dejar de mirarla.
La noche los encontró besándose en un portal de la rue Madeleine, olvidados de la nieve que pronto cubriría las aceras. Antes de que Tom propusiera taxi y noche en el Ritz, ella lo guió entre besos furtivos al primer hostal medio decente que encontraron abierto.
La dueña, de gato negro en brazos y vestido floreado, les guiñó un ojo con complicidad, canturreando -“Oh la la L'amour des jeunes” y les dio una llave. Por unos pocos euros tuvieron una habitación con baño, sabanas limpias y un biombo chino algo rasgado. Nada podía ser más perfecto.
Se quitaron la ropa despacio, entre caricias y risas nerviosas. Un suave olor a vainilla perfumaba su piel desnuda, su largo pelo negro. Tom se perdió en su cálido aroma, en su sabor, en su cuerpo, hasta que el sueño venció al placer.
“Pero… ¿Cómo te llamas?
Dímelo tú.”
Cada día, al atardecer, se encontraban a la entrada del Pont Neuf en recuerdo de la primera vez. Tom llevaba el pelo corto, libre de tintes, y ropa sencilla. Nadie hubiera visto en ese chico rubio a una estrella del rock.
Estaba descubriendo el otro lado del mundo.
Juntos se aventuraron por la orilla baja del Sena, donde se reunían artistas callejeros de todas partes. Aquí un viejo faquir, todo piel y huesos, se tumbaba en una cama de clavos, y allá unos malabaristas orientales intentaban el ‘más difícil todavía’ bailando con antorchas y aros de fuego al ritmo incesante de los tambores. Vieron estatuas humanas, payasos de sonrisa triste, retratistas, magos haciendo realidad lo imposible por unas monedas… Tom lo miraba todo con ojos de asombro, riendo como un niño.
Él también era artista, su ilusión desde pequeño era crear canciones con su guitarra y subir a un escenario para compartirlas con la gente. Parecía que lo había logrado, pero era falso. Su trabajo era representar como un actor el papel de su propia vida en los medios, la música (su música) había quedado en segundo plano. Sólo tocaba en sofisticados tours treinta días al año, y después de firmar un cheque con una bonita cifra cuajada de ceros. Ya no recordaba qué se sentía tocando por placer.
La tarde siguiente volvió a la orilla del río cargado con su guitarra, dispuesto a reencontrarse con el pequeño Tomi, ese que temblaba de emoción al tocar para cinco personas en un club de mala muerte. Buscaba una ilusión perdida.
Se colocó bien la capucha, y se sentó en una caja de madera junto a una pitonisa gitana que leía el futuro en los posos del café. Miró largamente a la chica de ojos grises, que sonreía envuelta en su abrigo, y comenzó a tocar. Los dedos se movían solos por las cuerdas, expresando sin censura ni presiones lo que su corazón sentía en ese instante. Improvisó extrañas melodías, tarareándolas por lo bajo con su voz grave.
Enseguida, un corrillo de curiosos escuchaban encantados a ese chico anónimo que parecía brillar con su guitarra en las manos, aplaudiendo al final de cada estrofa y dejando monedas en la funda de su acústica. Tom se sentía radiante.
El show terminó con la primera helada de la noche. Los diez euros que había ganado pagaron una modesta cena para dos en el Bistró Madeleine.
Nunca un simple plato de fideos le supo tan delicioso.
Se sentían libres como gatos callejeros por los tejados de París.
La ciudad vibraba y latía sólo para ellos, desde el misterioso Club de Jazz donde un joven saxofonista les partía el alma con el llanto de su instrumento, hasta el último recodo de los bulevares.
Cualquier rincón oscuro les servía para caer en brazos del otro, para que sus labios jugaran al más dulce de los juegos.
“Lady Vainilla”
Buscaban refugio en habitaciones de hotel, a veces la misma de la primera vez, a veces distinta, según el azar o la urgencia del deseo.
Ella nunca quiso ir al Ritz.
Tom descubrió la atmósfera liviana y dulce de los cuartos de alquiler, donde el único lujo es la gran cama blanca y el precioso cuerpo que tienes entre los brazos. La mórbida luz del atardecer volvía sus ojos grises del color de las tormentas. Los sonidos de la calle se mezclaban con los gemidos, y el rugido de los motores con los dulces suspiros, las palabras desnudas.
Era hermoso desfallecer juntos- brazos y piernas enredados entre las sábanas, besos perezosos- y hablar bajito de cosas que antes no tenían importancia y que de pronto lo llenaban todo, como el perfume de vainilla llenaba cada noche sus sentidos.
Un día ella no llegó a la cita.
Al día siguiente apareció de nuevo entre la bruma del Sena, pálida y ojerosa, pero sonriente. No quiso dar explicaciones, lo tomó de la mano y siguieron su camino por el laberinto de la ciudad.
Faltó a la cita tres días seguidos, Tom la buscaba desesperado sin saber cómo encontrarla. La había notado cansada toda la semana, y a veces tenía la mirada oscura y perdida.
Ella le había abierto su corazón, pero nunca le dijo su nombre.
Al cuarto día, junto al periódico de la mañana y el desayuno, le subieron a su suite una cajita que alguien había dejado en recepción. En ella había un sobre escrito en tinta azul y un frasquito de cristal con esencia de vainilla.
Lo que decía aquella carta, las lágrimas que mancharon el papel, las flores, el desconsuelo… todo eso quedó en secreto, pero Tom había cambiado.
Se despidió de París desde el Pont Neuf soñando que no era un adiós.
Al llegar a su casa de California rompió todos sus relojes.