Gracias, Candy <3
Aqui seguimos con estos niños, no sé si perdidos en el bosque o perdidos el uno en el otro :D
Besos a todos~
La tarde siguiente regresó al bosque.
Tumbado, miraba el cielo azul. Era de un azul tan brillante y profundo que podría servir de decorado a una peli de Hollywood. Algunas nubes esponjosas flotaban sobre su cabeza, parecían colocadas cada una en su lugar por un dios aficionado al diseño de exteriores: redondeadas, perfectas, blanquísimas… eran todo lo que se le podía pedir a una nube. Se sentía tranquilo, ligero como una pluma bailando en la brisa… pero no había brisa. El viento estaba quieto. No se movía nada, ni una mota de polvo, ni una brizna de hierba. Nada.
Cerró los ojos, pero al abrirlos todo seguía inmóvil. Sólo su corazón seguía en movimiento. El mundo entero era una imagen congelada. Estaba seguro que si tiraba con fuerza una piedra contra el cielo, éste se haría añicos como un espejo.
¿Qué habría pasado? Quizás el dios diseñador había puesto el universo en modo ‘pause’ con su celestial mando a distancia.
-Ojalá no se le ocurra cambiar de canal -pensó, sonriendo con su propia tontería.
Era extraño vivir en un fotograma de tiempo detenido, pero estaba bien, no pensaba quejarse ni llamar a su madre.
Afrontaría el maldito estropicio del espacio-tiempo como un hombre.
Las nubes seguían estáticas sobre su cabeza, impolutas, casi virginales. Le daban ganas de mancharlas, gritar, romper a puñetazos tanta perfección. A su abuelo no le gustaría que hiciera el cafre de esa manera, pero él no estaba allí para impedírselo, ¿verdad? No, no había nadie ahí con él, estaba solo. Era mejor no pensarlo demasiado.
El intenso azul del cielo le comenzaba a inquietar. Estaba claro que algo se había jodido en el universo, sin embargo éste seguía luciendo tan brillante, tan… inocente.
Respirar se hacía cada vez más difícil.
Se sentía atrapado, como envasado al vacio.
El aire se volvió espeso, no llegaba a sus pulmones, se ahogaba.
De pronto, vio algo a lo lejos: era una luz cálida, un bucle dorado que giraba y giraba sobre sí mismo como una bailarina ¡por fin, algo se movía en el universo! Su baile era hipnótico, tan hermoso… todas sus fuerzas se concentraron en el deseo de llegar hasta ella.
Intentó sacudir piernas y brazos, no podía. Sentía los miembros pesados, terriblemente doloridos, pero poco a poco empezaron a reaccionar a su voluntad. Después de varios y dolorosos intentos corrió hacia la luz, su única esperanza en aquel infierno petrificado. Corría y corría desesperado, jadeante; corrió hasta perder por completo el sentido del espacio, no veía más que la luz, la veía cada vez más clara ¡sí! Era una salida, la única salida, y la tenía al alcance de la mano. Un poco más, ya casi podía saborear la brisa fresca en sus pulmones, sólo un poco más y…
-¡No! - todo su cuerpo se estrelló contra una sólida pared de aire, cayendo al suelo por el impacto. Era imposible, la luz estaba ahí mismo, ¿porqué no podía seguir?
No veía obstáculos, ni muros… nada que le impidiera correr hasta la salida.
Quizás no había empleado suficiente fuerza. Volvería a intentarlo.
Con la mirada fija en el suave resplandor, tomó impulso hacia atrás y corrió tan rápido como le permitieron sus piernas, pero volvió a chocar contra aquella pared que no podía ver. Cayó derrumbado, sollozando de asfixia e impotencia. Estaba herido, solo, no entendía nada. ¿Era él la única criatura viviente en este universo de caos? ¿porqué él?
Se levantó dolorido, no podía rendirse ahora o aquel lugar lo terminaría engullendo. Dio algunos pasos con los brazos extendidos al frente, palpando el aire igual que un insecto usa sus antenas. Avanzaba despacio, con los seis sentidos en la punta de los dedos, buscando algo en el vacío… hasta que encontró una superficie dura e invisible.
La tocó asombrado, estaba muy fría, sus manos resbalaban por su textura pulida.
Corrió en la dirección opuesta y a los pocos metros se estrelló de nuevo con esa maldita fortaleza transparente. Cayó de bruces, destrozado. Apenas podía moverse, su cuerpo temblaba ante el menor esfuerzo, pero volvió a levantarse.
Intentó empujar la barrera, romperla lanzándole puñetazos cargados de rabia… todo fue inútil. Su respiración era un jadeo ahogado por la falta de oxígeno, caminaba de un lado a otro dando tumbos, tropezándose una y otra vez con las paredes invisibles de su celda, sangrando.
Estaba perdiendo la razón.
Estaba atrapado.
Miró al cielo, ese perfecto cielo azul de película americana en technicolor.
Boqueaba como un pez fuera del agua, luchando por una soplo más de oxígeno.
Un ojo gigante surgió a través de las nubes y lo observó desde lo alto.
Se preguntó en silencio si no sería ese el ojo de dios.
-¡Ahhhhhhhhhh, Tomiii! -El grito lo despertó como un cubo de agua helada. Sin saber bien lo que hacía, medio desnudo, descalzo y adormilado, corrió a la cocina, pues de ahí venían los gritos de su abuela. Un incendio se había iniciado en los fogones, y avanzaba devorando cortinas y muebles de madera a su paso. Tom vio que la anciana intentaba sofocarlo con trapos mojados, pero las llamas cada vez ardían con más fuerza. En su mente se encendieron todas las alarmas. No pensó más, su instinto de supervivencia tomó el mando. Apartó a su abuela de las llamas y arrojó varias jarras de agua a la raíz del fuego, hasta que solo quedaron restos de humo y cenizas.
-Tomi -la mujer buscó a su nieto muy emocionada, tendiéndole los brazos. Tom la abrazó con ternura, satisfecho de su valor y su buena suerte.
-Ya pasó, abuela -acarició su cabello cano para tranquilizarla, aunque a él aun le temblaban las rodillas. Era el hombre de la casa y debía estar a la altura de las circunstancias- ¿Estás bien? ¿te has hecho daño? -le preguntó mientras examinaba su cara y brazos buscando alguna lesión. Tenía una gran quemadura en el dorso de la mano, necesitaba una cura. De pronto, como un rayo, le asaltó la imagen de Bill aquel día que asaron castañas en la chimenea, acurrucado junto él, lamiendo su quemadura para sanarla. Revivió el tacto de sus labios, la suavidad de su lengua sobre la piel, el frescor de su saliva. Se perdió unos segundos en la ensoñación, en ese placer extraño y turbador que en el fondo le hacía sentir culpable.
-Voy al botiquín por una pomada -sugirió. ‘Sí, eso será lo mejor… en este caso’ pensó esbozando una sonrisa oscura mientras se alejaba.
***
Después de recoger el estropicio causado por el fuego, abuela y nieto fueron al salón para llamar a Simone al hospital. El padre de Tom seguía estable dentro de la gravedad, apenas hablaba y no podía moverse por los fuertes dolores que le provocaban las fracturas (¿porqué sintió un vuelco en el estómago al hablar de ‘dolor’? era algo más allá de la preocupación o la simple compasión por su padre. No, era una sensación íntima y remota, como el recuerdo de un sueño). Habló con su abuelo, pero no le contó nada sobre el incendio, no quería cargar el ambiente con más nubes negras.
Al terminar la llamada se dejó caer de cualquier manera sobre el sofá. Estaba agotado, y eso que no era ni mediodía. Bendita juventud.
Necesitaba una ducha.
Tumbado en la hamaca del jardín, con sus rastas húmedas secándose al sol, ropa fresca y planchada y un batido de frutas en la mano, Tom comenzaba a despertar de verdad.
Se había levantado tan rápido que no le había dado tiempo de asimilar que había dejado el sueño atrás.
Hace tiempo vio en el Discovery Channel que a los sonámbulos no se les puede sacar de su trance bruscamente. Si mientras sueñan se les da un susto (una bofetada, por ejemplo), corren el riesgo de sufrir un infarto. Sin embargo, Tom sabía que eso no era lo que más peligroso: algunas personas nunca logran salir de ese sueño. La mente se enreda en un bucle sin fin y ya no despiertan, están perdidos en su propio subconsciente… quizás para siempre. Eran como zombies, aunque no fueran por ahí comiendo cerebros de adolescentes idiotas, como en las pelis de terror. Ellos vagan por los laberintos de su mente, desorientados, conviviendo con sus fantasmas en una realidad paralela.
A Tom se le erizaba la piel solo de pensarlo, era algo terrorífico.
-¿Seré yo sonámbulo? -se preguntó en voz muy baja.
Hace unos meses ni siquiera se lo habría planteado, pero en estos días muchas cosas que parecían seguras se estaban tambaleando y ya no sabía qué pensar.
Siempre había tenido sueños muy vivos, desde pequeño. Eran cosas sencillas: que volaba y después caía de lo más alto (con esa sensación de ‘vértigo’ tan familiar haciendo espirales en su estomago), que lo invitaban a una barbacoa en un la mansión Playboy, que llegaba tarde a un examen y de pronto descubría que estaba desnudo delante de toda la clase… incluso una vez soñó con Julia, esa preciosa morena que vivía en su misma calle. A veces tenía pesadillas si veía una peli de miedo, pero todo era bastante normal.
Ahora sus sueños habían cambiado.
Para empezar eran mucho más intensos.
Las sensaciones, el tacto de las cosas, los colores, la emoción… todo se había vuelto demasiado ‘real’, tanto que a veces dudaba entre ficción y realidad (cuando contempló a Bill, tan dulce e inquietante a la luz de las velas, ¿no le pareció que soñaba?).
Además las pesadillas lo atormentaban, se repetían los mismos elementos, como la sangre, la tierra o las mariposas, y cada vez eran más angustiosas. Lo peor de todo es que parecían una especie de premonición, algo así como un mal presentimiento que crecía en su pecho como un tumor maligno. Si le contaba esto a Simone, la camisa de fuerza no se la quitaba nadie. Estaba perdiendo la cabeza, joder.
Tenía que ver a Bill.
Tom se cubrió la cara con las manos.
Sí, a Bill. Sólo a Bill.
A ese niño flaco y greñudo que un día se coló en sus sueños y se había convertido el centro de su nuevo mundo, en una obsesión de la que no lograba escapar.
Quizás no quería hacerlo.
Bill y sus manos delgadas, sus ojos dorados, su carita pálida cubierta de llanto.
Ese chico dulce y reservado había confiado en él, le había abierto su corazón, y él se lo dejó hecho pedazos junto a la tumba de su única familia.
Tom sentía cada lágrima derramada como un alfiler clavado en su conciencia.
El muñeco de trapo le lanzaba una trágica sonrisa desde su rincón, su boca cosida se curvaba en una mueca de advertencia. Lo tomó en brazos con cuidado, casi podía escuchar el suave latido de su corazón de fieltro. Enredó los ásperos mechones de lana entre sus dedos soñando que era el cabello de Bill, jugando a calmar su desconsuelo.
En un descuido, cogió del costurero de su abuela unas tijeras largas y afiladas, y las guardó en su mochila. Había tenido una idea.
***
El bosque era un ser vivo en constante cambio, siempre en movimiento. El suelo que pisaba, las ramas que lo cubrían… todo parecía distinto a lo que había conocido el día anterior. Tom podía sentir la profunda respiración del bosque a cada paso que daba hacia su centro. Su único pensamiento era Bill.
Dejó que su íntimo deseo de volver a encontrarlo lo guiara entre la maleza, había entendido que esa era la única forma de llegar hasta Bill. No había mapas que señalaran el camino, ni brújulas que sirvieran en este viaje.
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando, empezaba a estar cansado.
De pronto, vio a lo lejos el antiguo túmulo de piedra tallada, y su corazón dio un salto mortal de pura felicidad. ¡Lo había conseguido!
Corrió con todas sus fuerzas hasta llegar al claro donde Bill jugaba de pequeño, pero no lo encontró. Sin pensar, siguiendo un impulso, se dirigió hacia el majestuoso roble que tanto le había impresionado. Allí estaba.
Su pequeña silueta yacía semi oculta entre las fuertes raíces, como si les rogase su protección. Al acercarse un poco más, una lágrima silenciosa rodó por su cara:
Bill dormía hecho bolita sobre la tierra que cubría la tumba de su abuelo. Había olvidado quitarse sus inmensas gafas y las tenía dobladas sobre el rostro, además, el chico de rastas se dio cuenta que llevaba puesta la misma ropa del día anterior.
-Mala señal -.pensó.
Muy despacio, se sentó a su lado intentando no tocarlo ni hacer ningún ruido, ¡parecía tan dulce y calmado! Hubiera sido un crimen despertarlo.
Sin embargo, más allá de esa aura suave que rodea a los durmientes, Tom pudo ver su aspecto demacrado, sus labios agrietados y resecos, su cara contraída en un gesto de dolor. La vieja mochila cargada de latas y botes de cristal que siempre iba con él estaba apoyada contra el roble, pero no vio restos de comida, agua o algo de abrigo. Se felicitó a sí mismo por haber traído zumos y bocadillos ‘solo por si acaso’. Era un jodido genio.
El viento balanceaba las ramas de los arboles, llenando el suelo de hojas secas. Las pocas flores nacidas en otoño aún defendían sus colores bajo el pálido sol.
Comenzaba a hacer frío.
Bill se quejó entre sueños, murmurando bajito palabras sin sentido. Se acurrucó cuanto pudo en la lana de su rebeca, haciéndose un ovillo en busca de calor. Tom comprendió que no tenía nada más para abrigarse, así que se quitó su amplia sudadera y lo cubrió con ella. Sonrió. Se veía muy pequeño envuelto en tanta tela.
Un hondo silencio los arropaba.
El bosque entero parecía respetar su sueño.
Poco a poco, Tom se sintió envuelto por una oscuridad profunda, cálida, aterciopelada… y se dejó llevar. Cuando despertó habían pasado dos horas.
Bill, de rodillas a su lado, lo observaba con curiosidad.
-Hola -dijo en un susurro casi inaudible, retorciendo nerviosamente los dedos en su regazo.
-Bill -se sentía confundido y sólo acertó a decir su nombre. ¿No estaría soñando? Había cerrado un momento los ojos, y al abrirlos ahí estaba Bill, mirándolo con una triste sonrisa nublando su rostro. Tenía tantas cosas que decirle que no sabía por donde empezar- Oh, Bill…
-Soy yo -susurró, con un punto de duda en su voz, mientras se empeñaba en doblar y desdoblar, una y otra vez, el borde de su rebeca de lana. Tom se echó a reir.
-Claro que eres tú -rió con ganas. Era extraño, se sentía mejor que al llegar al bosque, más ligero- ¿Acaso hay otro Bill por aquí?
El tono de broma era evidente, pero el chico miró atentamente en todas direcciones y terminó por encogerse de hombros.
-Creo que ahora no -musitó. Sus manos manchadas de tierra temblaban un poco.
Tom notó su nerviosismo, ni siquiera lo había mirado a los ojos aún.
-Bueno, pues mejor, ¿no? Yo sólo quiero estar con un Bill: Tú -le dijo muy sonriente, apuntándolo con el índice para reafirmar su punto. Bill seguía con la mirada fija en sus dedos inquietos-.Ya ves que suerte tengo, he encontrado justo el Bill que buscaba.
-Soy Bill -afirmó con seguridad, alzando suavemente la voz y lanzando a Tom una mirada fugaz que no le pasó desapercibida.
-No hay duda, lo eres -la sonrisa del chico de rastas se amplió.
-Sí, lo soy… y te he encontrado YO a ti -dijo con el ceño fruncido, apuntándolo con el dedo índice en reflejo de su gesto. Tom tuvo que reconocer que eso era verdad, en todos los sentidos posibles.
-Me he quedado dormido -se rascó el cogote algo avergonzado. Hubiera sido ‘cool’ velar el sueño de Bill como todo un caballero, cuidar de que no se le acercasen alimañas… cosas así (tenía cierta fijación por la caballería andante, hasta era un maestro en el combate con espada en IronMaster II, su videojuego favorito), pero al final nada. ‘Sólo el deshonor’ -pensó, burlándose de si mismo en silencio.
-Y no has soñado, ¿verdad? -lo miró directamente a los ojos por primera vez, su voz era suave. Tom se tensó bruscamente. No lo había pensado… pero sí, el chico llevaba razón: era la primera vez en mucho tiempo que descansaba realmente, lejos de visiones y pesadillas sangrientas. Se sentía renovado.
-Sólo lo sé… no me preguntes más -susurró Bill con tristeza, intuyendo su pregunta.
-¿No me quieres decir como sabes esas cosas? ¿es que no confías en mi?
Bill negó con la cabeza, hundido en su amargura. Su pelo era una maraña salpicada de hojas marchitas. Tom sintió las agujas de su conciencia aguijoneando sin piedad.
Él le pidió la verdad sobre su abuelo y Bill se la dio con los ojos cerrados. Era una idea extraña y daba miedo, pero era su verdad, la única que tenía. Y Tom le pagó con gritos y abandono, ¿cómo iba a confiar en él?
Le tomó las manos, y acarició sus dedos helados con toda la ternura de que era capaz.
-Lo siento -dijo, la voz sonó confusa y grave. Entonces recordó las afiladas tijeras que guardaba en su mochila-Tengo un regalo para ti -dijo, sonriendo.
Y Bill, por primera vez aquella tarde, le devolvió la sonrisa.