[FANFIC+FANART] EL MISTERIO - CAPITULO CUATRO

Sep 15, 2009 19:52

Título: EL MISTERIO - CAPITULO CUATRO
Rating: Por ahora, apto para todo publico
Personaje / Parejas: ArgentinaxChile, Perú, Bolivia
Advertencias: Jugara con la historia de forma específica, por lo que podría ofender las sensibilidades politicas de algunos (sin intension previa, por supuesto)
Sumario: Martín en su cruzada por develar el secreto de Manuel. Este regalo ira en formato fanfic con fanarts hasta el 18 de septiembre que vendrá con un pequeño comic.



4.- Pairecito.

Qué sólo me sentí los años que siguieron. Después de la traición de Bernardo y la expulsión del Toño, vinieron jefes de todas las formas y colores políticos. Yo los ayudaba a veces, pero usualmente los dejaba hacer lo que quisieran. Si el pueblo los había escogido, por algo era.

Ya no me importaban ninguno de ellos.

A la mierda si tenían buenas intensiones disfrazadas de despotismo, o si lo único que querían era el poder y la gloria. En cuanto me daba cuenta de que me estaba acercando mucho a ellos, corría despavorido. No me reiría de sus chistes ni recodaría sus cumpleaños, no los vería con ojos tiernos ni aceptaría lo mucho que buscaban mi aceptación.

No sería lastimado de nuevo cuando me traicionaran.

A veces me pregunto que habría sido de Don Diego, Don José Manuel, de Manuelito Montt, de haberlos cuidado como debía. No lo sé. Y ahora me asusta preguntármelo. Lo cierto es que los vigilaba con cuidado, pero nunca los aconsejé, nunca les ofrecí nada mío ni les pedí algo a cambio. Tenía el corazón destrozado y no dejar ese dolor.

Tal vez mi corazón me decía que si dejaba de llorar a mis muertos los olvidaría, dejaría de quererlos. Y no podía permitírmelo.

A fin de cuentas dejé solo a mi país y creo que me arrepentiré de eso hasta el día en que muera.

A veces pienso que las cosas habrían sido diferentes, que podría haber detenido tantas cosas, si no fuese porque el aweonao el Julio y el Jano se aliaron en mi contra. Yo no les había hecho nada, eran los jefes los que disponían, pero ellos, el odio en sus ojos, no puedo olvidarlo.

Como es que no entendían que yo nada tuve que ver?

Acaso pensaban que yo quería ver a los míos morir por el desierto?

Que yo estaba contento de ver las viudas, los niños huérfanos?

Las calles inmundas apestando a sangre pútrida?

Par de sacos de wea, que se vayan a la chucha, yo no los necesito. Y que se vaya a la mierda el maricón del Martín, aprovechándose de todo para cagarme. No sé si algún día pueda perdonarlo, aunque … esa persona me dice que debería perdonarlo, que los jefes disponen donde nosotros no podemos.

Pero el maricón ni se disculpó.

Le importó una wea cuando más lo necesité.

Que se vaya a la mierda.

Para mí la vida se dividía entre la moneda, donde estaba presente en caso de cualquier emergencia, pero nunca aportaba nada, y los bares del centro donde me pasaba las noches bebiendo y tratando de olvidar a mis niños, a mis hermanos, y a todos los que en algún momento significaron algo para mí.

Sin mucho éxito, debo acotar.

Mi sopor comenzó a menguar cuando Don Pedro llegó al poder. Él no era tan pasivo como los otros ni tan agresivo como Don Carlos. Y quería que arreglara un poco mi estilo de vida. Ahora tenía que llegar a la moneda a cierta hora, o la policía me llevaría arrastrando de los pies.

No era algo que quisiera, así que por los primeros meses me comporté bien.

Bebía menos, hacía ejercicios con la policía del palacio. Leí muchos libros. Don Pedro me proponía proyectos de bien social, y no se conformaba con mi acostumbrado: No sé, lo que usted quiera. Creo que de no haber abierto la boca ese día me habría quedado con él y los otros que le siguieron, pero estuve tan poco con los presidentes en esa época que apenas reconocí a don Carlos, que vino muchos años después (creo que habría sido difícil olvidar a ese hombre).

Una tarde, con el verano en plenitud y yo sintiéndome tan fuerte como antes, Don Pedro tuvo la brillante idea de preguntar.

“Don Manuel, sé que usted no debería comparar a sus antiguos jefes pero… que tal era el general O’Higgins? Siempre me lo he preguntado.”

Fue un valde de agua helado sobre mi.

Justo cuando sentía que podía volver a lo que era, cuando me sentía fuerte y valiente. Cuando pensé que estaba lo suficientemente recuperado como para encarar al Jano y al Martín.

“Don Manuel?” me preguntó Don Pedro, no sé realmente como lucía, pero no debió ser agradable. En segundos estaba a mi lado, con una mano educada en mi hombro. “Perdone Don Manuel, dije algo indebido, cierto?”

“Tengo que salir,” le dije secamente, apartando su mano con brusquedad. Ahora sé que no tenía malas intenciones, era curiosidad humana lo que lo llevó a preguntarme. Como podía saber él que de la memoria de Bernardo es de quién huía todas las noches?

Ahora lo sé y lo entiendo, pero entonces? Lo odiaba, lo detestaba y maldecía mientras corría calle abajo hacia el mercado. Necesitaba un trago, cualquiera, necesitaba dejar de recordar los ojitos de mi niño, llenos de esperanzas, mientras se aferraba a mi pantalón, y las carcajadas de Manuel desde afuera de mi celda.

Tomé una garrafa y le aventé mi plata a la dueña. No tengo claro si le pagué demás o no, aunque debe ser lo mas probable, o me habría salido persiguiendo.

Por ordenes de Don Pedro, ningún hostal me aceptaba, así que me fui al único lugar que conocía ideal para la gente que no tiene donde dormir.

El río.

Bebí sin respirar, sin bajar la garrafa hasta que ya no quedaba una sola gota. El fuego era agradable, apestaba a desechos quemados pero calentaba a toda la gente a su alrededor. El licor barato corría como el agua a nuestros pies y las canciones desentonadas y abrazos ebrios eran los deleites del día.

Creo que en ese momento decidí que había encontrado mi lugar.

Me aferré a un niño maloliente y comencé a llorar con fuerza, con esa energía que sale de las personas que no pueden pensar en otra cosa que su pena, y se ahogan y tosen y gritan para tratar de dejar salir eso que los atormenta.

Maldije el nombre de Don Pedro, de Bernardo y Manuel, de Martín y Jano y Julio y todos los que quise en algún momento pero me habían dejado atrás. Me maldije a mi mismo por no ser fuerte como mis ancestros y a los que había derrotado por no matarme cuando tuvieron la oportunidad.

Y durante todo aquello, el niño me palmó la mano y se acurrucó en mi calor.

Afuera llovía, la corriente el río comenzó a crecer.

A mí no me podía importar menos.

Cuando estaba por perder la consciencia es que apareció él, vestido de negro como una sombra, con los ojos centelleantes del diablo y manos enormes que se hicieron de mis hombros.

Quise protestar, forcejear, gritar por auxilio, pero tenía la boca llena de vomito y apenas podía respirar de lo ebrio que estaba.

En mundo se volvió oscuro frente a mí con las manos de ese hombre en mi espalda.

Cuando por fín desperté, estaba en un pequeño camastro de metal, con la ropa mojada y un dolor de cabeza de esos que no sentía en años. A mi lado, en una mesita pequeña, había un pedazo de pan y una taza de leche caliente.

Por supuesto, mi primer instinto fue asumir que me habían secuestrado. Pasaba a veces con las otras naciones, y yo de weón, estaba en la posición perfecta para que me pasara a mí.

“Mish, usté que duerme pesao' señor!” exclamó un niño en la cama de al lado. Creo que era al mismo al que le lloré como una magdalena la noche anterior, pero no podía estar seguro. Aún ahora me averguenza lo poco consciente que estaba.

“Mijito, donde estamos?” le pregunté, tratando de levantarme. La cabeza me estaba matando.

“Donde el paire,” me dijo el pequeño con una sonrisa sin dientes. Quería tocarle la cabeza, pero recordaba a mi Bernardito y me abstuve. No más niños para mí.

“Mijito, tenemos que arrancar de aquí,” le dije con urgencia. No sabía quien era ere 'paire' del que niño hablaba, pero no pretendía quedarme para averiguarlo. Con mi suerte sería el maraco del Jano, y yo no estaba dispuesto a verle la cara de nuevo.

“Arrancar?” me preguntó. “Pa' qué?”

No pude explicarle, aunque las ganas no me faltaron. Porque el hombre de negro, mi secuestrador, entró en ese momento en el pequeño cuarto.

Por supuesto, yo me sentí como un completo idiota.

“Como se siente, joven?” me preguntó con una tierna sonrisa. Era una persona acostumbrada a lidiar con borrachos como yo.

“Esta rallao', paire,” comentó el pequeño. “Dice que tenimo' que arrancar.”

“Tenemos,” corrigió el hombre, el padre, con la más completa paciencia. “Bueno, si el joven quiere salir puede, la puerta no está cerrada.”

“Donde estamos?” le pregunté al padre, algo confundido. “Por qué estoy aquí?”

El padre se sentó en otro camastro y se cruzó de brazos.

“Yo iba a traerme a Dieguito,” me dijo con sinceridad. “Pero él me comentó que usted estaba ahí y que le haría bien dormir en una cama para variar. No parece alguien que viva en el puente como los otros.”

Yo arqueé una ceja, escéptico.

“Ah, ya,” me burlé. “Y usted es como un super padre? Recoge niñitos del puente?”

El hombre asintió.

Oh.

“Me faltan recursos para todos, pero siempre saben que pueden venir a dormir aquí,” me explicó señalando a los otros camastros limpios y ordenados de la habitación. “Hacen falta manos.”

Claro, eso si que estaba bueno. Seguro que el weón pensaba que yo era qué, un pobre weoncito sin casa que iba a trabajarle gratis?

… la verdad, no tenía nada mejor que hacer, y seguramente la policía de Don Pedro no me iba a encontrar si me quedaba con el cura.

“Me llamo Manuel,” le dije, ofreciendole mi mano.

“Alberto, pero todos me dicen el padre,” respondió él, estrechando mi mano. Creo que hasta ese día jamás había visto un cura con manos tan enormes o dañadas. Ese hombre trabajaba con sus manos y no le daba vergüenza.

Creo que me agradó enseguida.

“Entonces me puedo quedar?” le pregunté con una sonrisa más calmada, creo que un retiro era justo lo que necesitaba.

“Siempre y cuando nos eche una mano,” advirtió el pairecito.

Yo asentí contento.

Así comenzó mi trabajo en el hogar. No era mucho lo que se hacía durante el día. Hacer camas, bañar gente que no se podía bañar sola, lavar tazas y platos y tener todo listo para la noche.

Ahí era cuando comenzaba la tarea real.

Con el pairecito salíamos todas las noches, lloviera, trueneara o relampagueara, a hacer lo que decía en la misa. Pastorear gente... aunque a él le sonaba más lindo, obvio.

Ibamos a los puentes y a las calles más concurridas y recogíamos a los que nos quisieran seguir. Era dificil al principio, la gente más adulta no se fía de un cura y un weón con cara de pastel, pero tengo que admitir que hacía trampa y atraía a los patriotas conmigo. Que puedo decir, les era irresistible.

A veces nos mandaban a la reverenda mierda y nos echaban a botellazos, pero el pairecito siempre sonreía con esa cara de bonachón suya y volvía al día siguiente por las mismas personas.

“Pa' qué hace eso?” le preguntaba yó con una taza de leche en las manos. El pairecito se rehusaba terminantemente a dejarme beber alcohol.

Él me sonreía siempre que le preguntaba y señalaba a sus cuadros de cristo. Yo no creía mucho, si he de ser sincero, especialmente con los clérigos que conocía.

Con el tiempo le empecé a comprar la misión al pairecito, y ya no sólo era recoger gente con frío, más que nada niños, eran chilenos en necesidad que nadie quería cuidar.

Me hice muchos amigos, niños y ancianos, y los otros curas y ayudantes y yo nos volvimos familia.

Y creo que, después de años, me volví a sentir útil.

En el fondo era justo lo que necesitaba.

Me devolví a la moneda, contacté a todas las personas de plata que conocía y las llevé donde el pairecito. Las señoras se entusiasmaron ese día, y entre aplausos y felicitaciones soltaron sus joyas y tesoros y el pairecito no paraba de sonreir. Yo lo observé desde un rincón, contento de haber podido ayudar.

El hogar creció, ganó nombre, Hogar de Cristo.

“Por qué de Cristo si viven todos menos él aquí?” le pregunté al pairecito, para variar no le entendía ni la mitad.

“Porque Cristo vive en todos los que sufren,” me dijo, siempre con su inagotable sonrisa.

Pasaron los años, yo me planté frente a Don Gabriel y le dije descaradamente que vendiera todo lo que Don Pedro puso en mi pieza y que se lo diera al Hogar, yo me iba a quedar a dormir ahí desde entonces.

Don Gabriel asintió confundido, pero el gobierno comenzó a apoyar. Se le unió mucha gente. Ahora los niños no tenían que volver a la calle. El pairecito se movía de un lado a otro, pero esta vez tenía una camioneta, y yo me pasaba la noche entera subido atrás.

Fueron los mejores años de mi vida.

A veces metíamos gente escondida al Hogar, personas que tenían casa y comida propias, pero por motivos diferentes no podían volver, personas con ideologías políticas opuestas a la mayoría, personas con diferentes religiones, inmigrantes de otras naciones, gitanos, homosexuales.

El pairecito hacía la vista gorda, sólo para hacer sentir a mis pequeños escondidos que no serían descubiertos, pero siempre se aseguraba de dejarles té caliente y pan en la noche.

Poco a poco, le devolvimos la esperanza a mi pobre nación dilapidada.

Y entonces el pairecito enfermó.

No supe sino hasta años después de su muerte lo que le había ocurrido, no tenía forma de saber que le quedaba poco tiempo, o lo habría dejado trabajar como él quería. Lo habría dejado conducir su camioneta por las calles y saludar a los niños en las mañanas.

Pero lo detuve.

El cancer me aterraba.

Y creo que, en el fondo, a él también.

Esa noche estuve con él, le sostuve la mano y conversamos de todo y de nada, le confesé quién era yo realmente, y creí que me iba a mandar a la mierda.

Pero, para variar, él me sonrió con su acostumbrada ternura y me respondió que lo sospechaba, que en el fondo se sentía mejor de que la República de Chile lo apoyase tanto.

Yo me reí.

“Tenga cuidado, Don Manuel,” me dijo con su voz apagada. “Muchas personas van a querer que usted los ame más que al resto, para que el pueblo los ame. Pero no es así como funciona, cierto? Usted ama porque el pueblo ama, y usted odia porque el pueblo odia.”

Yo asentí levemente.

“También puedo amar y odiar en contra del pueblo, como hay mucha gente que dice cosas feas de ustéd, pero yo lo adoro, pairecito.”

El asintió y me apretó la mano con cuidado, siempre con la vista fija a la ventana.

“Se está haciendo de noche,” me susurró. “Puede salir en la camioneta por mí?”

Yo quería negarme, quería quedarme con él y sostener su mano. Quería estar con él cuando el tatita Dios se lo llevara. Pero el pairecito amaba demasiado a sus niños, así que tomé las llaves, le besé la frente y salí a pastorear solo.

Esa fue la última vez que ví al pairecito con vida.

Se fue mientras estaba en Pionono, lo sé. Lloré por él como lloraron todos los demás, y todos los años le dejo flores y un pedazo de pan, tal como él lo hizo conmigo.

El pairecito fue una estrella en mi vida, me devolvió el aliento cuando más lo necesitaba y por eso, se había ganado un lugar en mi corazón.

Aún ahora pienso en él con una sonrisa, y me imagino que debe estar allá arriba, mirando lo que han hecho con su hogar de pastoreo, con sus pequeños cristos con frío.

Y, para variar, debe estar sonriendo.

Continuará.

No fue uno de mis mejores capítulos, pero éste debo admitir que me dió risa de escribir. El próximo capítulo mezclará a dos personajes totalmente opuestos y finalmente sabremos QUIEN es el ex-novio de Manuel (porque sí, tuvo uno). Yo creo que estará on line entre el jueves y el viernes, y no se olviden que el viernes subo el comic que cierra esta historia, besos!

Próximo Capítulo: LOS DONES

SIGUIENTE CAPITULO
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