May 04, 2010 14:43
La princesa que sonreía muy fuerte
Hace ya algunos años en un reino de esos que están por las zonas estas donde se cuentan este tipo de historias, había una princesa. Como ha de ser en un cuento como este y en una princesa de cuento como esta, tenía cabellos de oro, ojos como zafiros, dientes como perlas, labios rojos como las más rojas rosas, piel suave como el más suave melocotón, y una sonrisa como… una sonrisa que... No, no había comparación posible con la sonrisa de la Princesa Jorgelina. A ver, era una sonrisa bonita. Sí, a ver, lo que pasaba es que sonreía… no sé, intensamente. Podía estar todo un día sonriendo. Sonreía desde que se despertaba hasta que volvía a la cama por la noche. Sonreía cuando su institutriz le enseñaba matemáticas. Si se pinchaba con una aguja, hacía con una dulce voz “Ay.”, y dos segundos después allí estaba esa plácida sonrisa. El día en el que un tabano picó a su yegua y enloquecida por el dolor se encabritó y la tiró al suelo y le partió un brazo, sonreía.
El pueblo la adoraba, decían que era una santa en vida, un ángel venido del cielo. Sus padres no sabían qué hacer con ella. No es que hiciera nada fuera de lo normal, pero por ejemplo, imagínate que encuentras a tu hija todos los días a la hora del desayuno, que nadie en su sano juicio sonríe salvo los que llevan 2 semanas de novios, sentada en la mesa con una dulce y delicada sonrisa. Todos los días. Déjala, decía la reina, si ella es así… Pero cómo déjala, copón, que eso no puede ser normal, que vale que seamos reyes por ascendencia divina, que eso no se lo discuto a nadie, ¡pero es que hasta los reyes tenemos un mal día! ¡Que le regañas por hacer algo malo y sonríe!, le respondía él. Sí, le habían pillado cogiendo los cubiertos de plata para jugar con sus muñecas y le habían regañado y ella se había mostrado muy arrepentida y prometido que no volvería a coger lo que no era suyo. Con una sonrisa.
Porque hablaba, claro. Y cuando alguien habla, se le puede preguntar. Princesa, ¿por qué sonríe tanto? Le preguntaba su aya. No comprendo, siempre respondía ella. El doctor real le preguntó si podía poner cara seria, y ella soltó una dulce carcajada, claro que podía poner cara seria, qué cosas tenía. Ya, vale, pero ponla que te vea. Y sí, podía poner caras serias, no era una cuestión de musculatura, dientes o mandíbula. La princesa sonreía y punto.
En la cena de navidad estaba toda la familia incómoda sin saber de qué hablar. En un extremo de la mesa, como siempre, la princesa sonreía. Lo de una cena de navidad incómoda no es nada fuera de lo común, pero no en todas las cenas de navidad el Rey golpea con las dos manos la mesa y suelta un:
-¡Ya está bien! No aguanto más. Llama a tu madre.
-Pero cariño, ya sabes que no le gusta que le molesten -respondió la Reina- sobre todo en estas fe-
-¡Llama a la bruuuuja! -bramó el Rey.
Y en esto no había nada de rencor o rencilla familiar, no es que todas las suegras sean unas brujas, es que en este caso concreto la madre de la Reina, bueno, era bruja. Era un reino muy liberal en lo tocante a la religión.
Y la bruja llegó, y se puso muy seria ante la pregunta de por qué sonríe tanto la niña y ante la pregunta implícita de la furibunda cara del Rey de si ella tenía algo que ver en ello. Dejadla, dijo la bruja, la niña es como es. Hay problemas más grandes en el reino que que una niña esté sonriendo todo el rato. ¿Preferirías que la niña estuviera todas las noches aullando y enseñando el culo por la ventana, como hacen los monos, preferirías eso? El Rey murmuró entre los dientes que puestos así no, pero que la condenada niña le ponía muy nervioso.
-Está bien -dijo la bruja- déjamela un fin de semana. (Que de todas maneras no me la dejáis nunca y es mi nieta) -añadió entre paréntesis que podían oírse en voz alta.
Y la bruja se llevó a la niña un fin de semana, y allí hicieron las cosas que se hacen en casa de las abuelas los fines de semana, y también las cosas que se hacen con las brujas los fines de semana, que si nos ponemos a ello, no suele haber mucha diferencia. Suele haber polvo, los muebles suelen estar en sitios distintos a tu casa de entre semana y la cena es distinta.
Cuando volvió, la niña no sonreía. La bruja miró al Rey y le preguntó si ya estaba contento, ya nunca sonreiría. El Rey miró a la bruja, miró a su mujer -que le miraba a su vez con gesto de reproche- y miró a la niña. Dando un puñetazo en el trono, replicó que la cuestión no es si el rey está contento o no, ¡la cosa va de que la niña sea normal o no! Y se fue dando un portazo.
Los días pasaban, y la gente del pueblo murmuraba. La niña no sonríe. Algo le había pasado al pequeño ángel. Sus padres bajaban a desayunar y allí estaba ella, comiendo una tostada con la cara más impenetrable que pueda dibujar el peor de los aprendices de dibujante. No era triste, era… tampoco podría compararla con nada en el mundo. Era una cara totalmente vacía de significado. El Rey, si antes no podía dejar de mirarla, ahora es que casi no parpadeaba para no perderla de vista. Y para colmo, su mujer parecía haber desarrollado la habilidad mágica de girar la cara cuando él intentaba decirle algo. Cariño, no crees que… Esposa mía, no te parece que ahora… ¿Mi Reina…? El Rey, al fin y al cabo, era rey, pero también era hombre; hay cosas que se nos escapan.
Al tercer día, porque estas cosas siempre pasan al tercer día, el Rey se levantó con una sensación de ahogo en el pecho. No lo aguantaba más. Corrió hasta los aposentos de la Princesa, la encontró en pijama y cara de lápida, y abrazándola le dijo:
-Cariño, ¿estás triste por algo? ¿Te… Te ha hecho la bruja algo por mi culpa? Estás enfadada conmigo?
Y la Princesa, con una dulce carcajada, le respondió:
-¡No, bobo, te estaba engañando! ¡Vamos a desayunar, anda!
Y ante la atónita mirada de su padre, bajó las escaleras con su sonrisa de siempre.
Como hemos comentado el doctor y yo un poco más arriba, a la cara de la niña no le pasaba nada, era sólo que decidía sonreír, y punto.
Esta historia, si tiene alguna moraleja, es que hay gente rara. No les busquemos explicaciones. Sobre todo si eres el padre de una persona rara.
cuentos