Fandom: Restos del naufragio (historia original).
Claim: General.
Tabla:
Rock.
Reto: 10. “I feel stupid and contagious”
(Smells like teen spirit) Nirvana
Rating: PG-13 (supongo).
Palabras: 1.334
Notas: más y más autobiográfico. Y vamos llegando al final, sólo quedan otros tres capítulos...
Sin betear, para no faltar a la costumbre... Por favor, REVIEWS, tanto si son buenos como si son tomatazos. Son la gasolina del escritor.
Los días pasan, y las semanas también, y los meses se van con ellas. Y los recuerdos se hacen difusos, porque duelen y Lía no quiere pensar en ellos.
La cara de Javi, sus rasgos, su pelo siempre despeinado, su perenne sonrisa de cabrón adorable, sus ojos claros, su sombra de barba… se le van difuminando. Es como si poco a poco se estuviera olvidando de él. Cuando siente que eso ocurre, Lía no tiene más que lanzar una mirada al marco de fotos que hay sobre su escritorio, en cuyo interior están ellos dos, él sonriendo con el brazo alrededor de su cintura, ella mirando directamente a la cámara, capturados para siempre en un fugaz instante de felicidad.
No sabe nada de él durante meses. Ha dejado de frecuentar el Doble o Nada; no es sólo que ya no trabaje allí, sino que ni siquiera tiene la decencia de pasarse de vez en cuando a saludar. Y Madrid es demasiado grande, está demasiado poblada como para que se encuentren accidentalmente un día por la calle. Además, ni siquiera sabe si sigue en la ciudad. Tal vez se haya ido, pero, ¿adónde?
Lía no tiene ni idea. A veces cree que es mejor así, vivir en la ignorancia. Olvidar, cueste lo que cueste, por profundas que sean las heridas. Otras, mataría por saberlo. Daría un brazo por poder ir a buscarlo, decirle que lo siente, que lo necesita, que vuelva a su lado.
- Estás muy flaca, niña -le comenta una mañana Rocío por encima del bol de cornflakes con leche-. A ver si comes un poco más.
Lía se queda en silencio, sin saber qué decir. Su compañera de piso tiene razón y Lía es consciente de ello. Desde que Javi se marchó ha adelgazado, no tanto como para volver a su antigua condición, pero sí lo suficiente como para que pantalones que antes le quedaban bien le sobren por todas partes.
Se mira en el espejo y se le marcan las costillas, la clavícula, el hueso de la cadera. Se da la vuelta y los omóplatos se le salen tanto que parecen alas cortadas. Como si en otra vida hubiera sido un ángel que, tras ser juzgado, hubiera sido deportado a la Tierra.
Pero Lía no piensa en eso. Su vida se reduce ahora a cuatro paredes, las de su habitación, y toneladas de libros y apuntes de Filosofía. Y después, cuando cree que ya no puede más, que la cabeza le va a explotar de tanto memorizar fechas, nombres y teorías extrañas, se va al Doble o Nada a ganarse los cuartos.
En el tugurio en el que trabaja las cosas siguen igual, excepto por la ausencia de la banda. Los mismos borrachos plañideros de siempre se alinean tras la barra, haciendo los mismos comentarios guarros de siempre sobre su escote, su tanga o su boca de chupapollas. Los mismos jovencitos sin dos dedos de frente de siempre, metidos hasta las cejas, bailan hasta caer extenuados en la pista, o hacen competiciones de chupitos hasta que acaban echando el estómago por la boca en los baños, a ser posible por fuera de la tapa del váter, y es a Lía a quien le toca limpiar los restos de su cena.
Incluso Vicky, la encargada sadomaso, sigue ahí, con sus rizos de permanente cutre de siempre y su sonrisa malévola de siempre.
A veces, la muy zorra tiene la cara de preguntarle por Javi. “¿Sabes algo de Javi, Lía?” le pregunta mientras se apoya en la barra, dejándole una vista excelente de sus tetas siliconadas. “¿No has hablado con Javi últimamente, Lía?”
A Lía le gustaría coger el cigarro que se está fumando y clavárselo en un ojo, o en su defecto romperle una botella de ron en la cabeza. O arrancarle la piel a arañazos, o romperle el fémur a base de patadas, o patearle el cráneo con los tacones hasta reventárselo. Pero no lo hace, claro, no tanto por los problemas con la policía sino porque eso supondría quedarse sin curro, y si algo necesita en esta vida (entre otras cosas innombrables, cosas que empiezan por J y acaban por avi) es el mísero salario de camarera que Vicky le paga religiosamente el último de cada mes.
Llegan y pasan sin pena ni gloria los exámenes finales y da comienzo el verano. Lía hace balance de su año y se descubre metida en la cama, tapada hasta arriba con el edredón, llorando como una colegiala tras su primer desamor. Ya no es una colegiala, se dice a sí misma, pero tal vez sí que sea su primer desamor.
El veinte de junio, con el calor asfixiante de Madrid ya pisándole los talones, Lía hace las maletas, se despide de Rocío y de Gemmy Lou y se vuelve a La Coruña, a casa de sus padres, como el hijo pródigo de la parábola de Jesús. Descubre que allí, en Galicia, sí ha habido cambios: debido a una enfermedad pulmonar, su padre se ve obligado a llevar a todas horas una pequeña botella de oxígeno a la espalda.
Mira a su madre, y la ve más vieja de lo que recordaba, demasiado. Con el pelo castaño claro sembrado de canas, muchas más que la última vez que se vieron, y arrugas alrededor de los ojos y en la frente, arrugas de preocupación.
- Os echaba de menos -dice al entrar en casa maleta en mano. No reconoce la voz como suya, quizás por la falta de uso. Más ronca de lo normal, algo que puede agradecer a su galopante consumo de tabaco y a los llantos que la asolan noche sí y noche también.
- Y nosotros a ti -responde su madre, acariciándole el óvalo de la cara con la mano, y Lía siente por primera vez en su vida que dice la verdad.
La Coruña la recibe con los brazos abiertos, como un buen amigo largo tiempo ausente. Se reencuentra con sus compañeros de instituto, que la acosan a preguntas en gallego sobre la vida en Madrid, el metro, la facultad, la residencia de estudiantes en la que sobrevivió el primer año. Sale, bebe, fuma y, sobre todo, trata de olvidar. Se folla a un chaval alto que, recuerda, fue su compañero de pupitre durante meses en cuarto de la ESO. Él la llama con regularidad, le propone quedar, la lleva al cine. Y es ahí, en la enorme sala a oscuras, donde Lía se da cuenta de que quien está sentado a su lado no es Javi. De que nadie es Javi, y nadie lo será. No es Javi porque no le mete mano, porque se limita a cogerle la mano y estrechársela de vez en cuando como para hacerle saber que está ahí. No es Javi porque no le insiste “¿Follamos?” con su voz perruna y los dedos jugando con sus bragas, haciendo añicos su ya de por sí escasa fuerza de voluntad. No es Javi porque nadie es Javi y nadie lo será y, cuando Lía llega a esa conclusión, se levanta bruscamente de la butaca y sale del cine sin dirigirle ni una sola una palabra a su acompañante.
Éste la persigue los primeros treinta metros, pero Lía corre más que él y por fin se da por vencido. La saluda cortésmente cuando la ve en algún antro en compañía del resto de sus amigos, pero no la vuelve a llamar. Lía supone que ha captado el mensaje.
El verano transcurre lento y perezoso mientras Lía cuenta los días que faltan para regresar a Madrid. Cada noche tacha un número en el calendario y cada noche surca la agenda de su móvil hasta llegar a la J, y se queda mirando la pantalla durante interminables segundos, con los dígitos grabados en su memoria y la tentación de pulsar la tecla del teléfono verde. Pero nunca se atreve, nunca es lo suficientemente valiente. Es Lía, y nunca ha sido lo suficientemente valiente, ¿por qué iba a serlo ahora?