He aquí la naturaleza auténtica, el augusto desierto. En los sitios que hasta ahora conocía del Paraguay, el terreno y la vegetación me parecían querer acercarse, rodear e imitar al hombre, acompañarle en sus humildes cultivos, en su vida sedentaria y pequeña, ofreciéndole horizontes menudos, ondulaciones perezosas, perspectivas acortadas más bien por inextricables jardines que por selvas vírgenes, aguas delgadas y lentas, matices homogéneos y suaves, paisajes estrechos, de una placidez familiar y casi doméstica, de una tenue melancolía de vergel abandonado. Aquí las cosas no nos rodean, no nos ven: llanuras sin término, de un pasto de búfalos, cruzadas por traidores esteros; bosques que ponen una severa barra obscura en el confín de lo visible; malezales cómplices del tigre y de la víbora; peligro y majestad. Ni el azar mismo nos concilia con esta soledad definitiva. Nada de humano nos circunda. Pudo el antropoide, tronco de nuestra extraña especie, no haber salido jamás del misterioso no ser a donde tantas otras especies tornaron al cumplirse los tiempos, y estos llanos alternarían idénticamente su ritmo infinito, y estos montes exhalarían en la lóbrega intimidad de su fondo, igual aliento salvaje. La inmensidad nos tiene prisioneros. “No”, dice el cielo, ensanchado por la tierra; “no” dice el árbol que levanta sobre la siniestra espesura sus brazos eternos; “no”, repiten los buitres inmóviles, espías de la muerte. Y para venir a encerrarse en perdurable encierro, con tan imponentes testigos, para afrontar todos los días, hasta el último de nuestros pobres días, tan grandioso y fatal espectáculo, preciso es traer otra soberbia negación en el alma, un odio implacable, o un desprecio feroz, o una tranquilidad terrible, o una resignación de granito.
¡Cómo os comprendo, rudos servidores de mi huésped, pastores taciturnos! Curtida está la piel de vuestras manos como la de vuestros tiradores de boyeros; vaciados estáis en la áspera arcilla, hermana de la que pisan vuestros pies incansables; las líneas de vuestros cetrinos rostros tienen la impasibilidad de estos campos adustos. Vuestras siluetas no turban la armonía secreta del ambiente, y vuestro oficio es el único que no lo profana. Devolvéis a su patria agreste los toros que otras generaciones capturaron y enloquecieron para diversión estúpida, y los dejáis recorrer con pezuña tarda y poderosa, leguas y leguas del dominio. Guardáis los rebaños del silencio, riquezas que gentes lejanas pesan y cotizan, aquí figuras de verdad y de belleza. Hacéis que el bárbaro testuz, en la gloria robusta de sus astas, se yerga sobre los altos haces silvestres, y que resplandezca el atento y magnífico espejo de los ojos bestiales. Pobláis el sombrío paraíso de los solos habitantes dignos de él.
Las escondidas divinidades rústicas acogen vuestra adormida tristeza. Apagada la esperanza en vuestros corazones, y en vuestra inteligencia la curiosidad, os acomodáis al yermo, a la desnudez desesperada de vuestras chozas y de vuestros instintos. Es que la desconfianza, el miedo y la sumisión inerte pesan en vuestra carne. Es que os pesa la memoria del desastre sin nombre. Es que habéis sido engendrados por vientres estremecidos de horror y vagáis atónitos en el antiguo teatro de la guerra más despiadada de la historia, la guerra parricida y exterminadora, la guerra que acabó con los machos de una raza y arrastró a las hembras descalzas por los caminos que abrían los caballos, quizás ignorantes de vuestra orfandad y de vuestro luto; vivís desvanecidos en la sombra de un espanto*. Sois sobrevivientes de la catástrofe, los errantes espectros de la noche después de la batalla. ¿Qué son treinta años para restañar tales heridas? Seguís vuestro destino, pastores taciturnos. En torno vuestro las flores han cubierto las tumbas; nadie es capaz de atentar a la formidable fertilidad de la tierra; el hierro y el fuego mismo la fecundan; no hay para ella gestos asesinos. Por eso, en su vitalidad indestructible, ella que recibió los huesos de los héroes inútiles no ha de negar su paz austera a los hijos del infortunio.
¿Quién intentará curar, consolar a los que perdieron todo: fe en el trabajo, poesía serena del hogar, poesía ardiente de una ternura que elige, sueña y canta? ¿Quién tendrá bastante constancia para combatir los fantasmas fatídicos, bastante piedad y respeto al tocar las raíces sangrientas del mal, bastante paciencia para despertar las mentes asombradas, bastante dulzura para atraerse las criaturas enfermas? Universitarios que proyectáis regeneraciones, retóricos del sacrificio, abandonad esa colmena central y dispersaos por los modestos rincones de vuestro país, no para chupar sus jugos a los cálices ingenuos, sino para distribuir la miel de vuestra fraternidad. Talentos generosos prosperad todavía; haceos maestritos de escuela, curitas de aldea; acudid a la simple faena cotidiana y en las tardes transparentes, a la vuelta del surco, hablad al oído a vuestros hermanos que sufren, que sufran tanto ¡que no saben que sufren! Pero si no hay amor en vosotros quedaos en la colmena y dedicaos a la política. Vuestra solicitud sería la postrera y peor de las plagas. ¿He escrito política? Había olvidado -¡perdón!-, había olvidado la política. Había olvidado el recurso feliz, el emplasto de Diarios oficiales, la cataplasma oratoria. Había olvidado la farmacopea parlamentaria. Hemos progresado en religión: de muchos dioses hemos pasado a uno y estamos en vías de pasar de uno a cero. Nuestro poder terrestre ha progresado a la inversa: del tirano hemos pasado a la cuadrilla. El tirano, malo o bueno, representaba a Dios; no se suponga que la cuadrilla representa algún travieso y despreocupado Olimpo. Representa el pueblo; sí, pastores taciturnos, hay unos cuantos alegres señores que os representan. Tal vez no lo creáis; tal vez Dios no se haya creído representado nunca por Juana la Loca o por Carlos el Gordo. Ni Dios ha bajado todavía de las alturas a explicarse, ni tú, paciente pueblo, subirás de las hunduras a explicarte. Desearías entender lo que sucede en las cámaras, más el mecanismo administrativo es tan maravilloso, tan complicado, que los discursos elocuentes llegan a tus espaldas transformados en el rebenque de cabecilla. Y tú, penosamente, te encoges de hombros…
Basta. Esto es demasiado humano para este panorama imperioso y solemne. No soy un bucólico azucarado, sé que las plantas elegantes se roban el aire y la luz, que los tallos esbeltos se retuercen para estrangularse, que no es por estética que la golondrina decora el espacio con las graciosas curvas de su vuelo, sino por devorar una presa invisible; sé que lo hermoso y lo pujante brota de los cadáveres podridos. Y sin embargo, siento que de las sanas crueldades de la naturaleza se eleva una certidumbre sublime, ausente de las maniáticas y ruines crueldades de los hombres.
[El Diario, 1º de Junio de 1907]
*Barret se refiere a la guerra (1864-1870) entre el Paraguay y la llamada “Triple Alianza” (integrada por Brasil, Argentina y Uruguay). Al cabo de la misma, según estimaciones diversas, la población del país quedó reducida a una tercera parte, compuesta en su mayoría por mujeres, niños, ancianos y excombatientes mutilados y lisiados. La historiografía brasileña y rioplatense difundieron la especie de que había sido una “guerra civilizadora”, dirigida contra la tiranía de Francisco Solano López. En el Paraguay se inició a principios de siglo una campaña de reivindicación de tendencia nacionalista-romántica, sostenida principalmente a través de las obras de Juan E. O’Leary y Manuel Domínguez. Sólo en los últimos años, en el Río de la Plata, se han producido una crítica histórica que da enfocado la “guerra del Paraguay” con instrumentos de análisis más adecuados, sacando a luz los factores decisivos de lo que Barret ha llamado, en otra parte, una “guerra de exterminio”. Sobre éstos hechos históricos, véase especialmente La guerra del Paraguay, por León Pomer, Ediciones Caldén, Buenos Aires, 1968, y El Paraguay, de Francia el Supremo a la Guerra de la Triple Alianza, por Vivián Trías, Cuadernos de Crisis, Buenos Aires, 1975.
PANTA
Tengo una esclava -tranquilizaos no la trato como tal- pero ella lo es; está convencida de serlo; mejor dicho, no concibe otro estado para ella. Si yo la atara a un poste y la torturara, sufriría sin indignarse. Nació así, ni su alma ni sus ojos cambiaron de color. Su vida fue un objeto palpitante que pasa de mano en mano. Tal vez, niña aún, la violaron al borde del camino. No tiene apellido ni hogar. Panta… ¿será recorte de Pantaleona? Es vieja o lo parece. ¿Cincuenta, sesenta, setenta años? Enigma. Habla confusamente de la guerra… meses en el monte mascando yuyos; el terror del animal acosado. Ahora, sirva de siervos, hace el locro de los peones. Su rostro es un manojo de arrugas en continuo movimiento, con dos iris tímidos y salvajes que brillan en la sombra. Allí no hay una idea, pero sí todos los instintos, la gula, la lujuria, la fidelidad del perro, y la imaginación del fauno, la cólera que se disuelve en risa, y el miedo con su gesto oblicuo, pronto a la evasión. Es sucia: no se ha lavado jamás, ha llegado al equilibro definitivo, en que el roce y el sudor se llevan tanta porquería como traen. Es sórdida: su camisa, la misma siempre, se desliza hasta el vientre, desnudando carne de trabajado cobre, carne que no siente ya la mordedura del sol ni la del frío. Una pollera desgarrada… ¡y los pies!, pobres pues agrietados, deformes, oscuros. ¡Cuánto han caminado, cuánto se han herido con las espinas y los guijarros de la tierra! Pies de lodo; debajo de este lodo corre la sangre. Son los pies que acariciaba Jesús.
Panta es ingenua; constantemente gime, refunfuña, o suelta la carcajada, todo lo dice, lo canta o lo grita. Tiene un espíritu a flor de piel. Nadie la entiende; nadie le hace caso, si no es para burla. Está loca, puesto que no sabe callar. Sospecho las proporciones que en su fantasía toman las peripecias de su miserable oficio. Quizá Panta vive rodeada de monstruos que yo no veo. La comparo a las bestias que se estremecen de peligros ignorados del hombre. Cada ser conoce un aspecto del mundo. ¿Quién reprocharía a Panta sus rarezas? Cuando me sirve algún plato, no lo deja nunca donde debe. Me lo pone bajo la barba como una bacía.
-¡Para comer!- me explica la infeliz.
Comer… ¡palabra enorme! Y más en la boca que recoge los restos de la comida ajena.
Panta suele ser víctima de la coquetería. Si reúne diez pesos, y no se los roban, adquiere un trapo amarillo, rojo, verde, que se cuelga de cualquier parte. Y Panta -confesémoslo- es impúdica. En mitad del corral, en pleno día, se alza las faldas para divertir a los boyeros.
Yo no la quiero recordar aquí cuando se degrada, sino cuando el dolor la devuelve a la inocencia, cuando le ha sucedido una catástrofe en su ahumada cocina, cuando le pegan, o cuando se quema los dedos con agua hirviendo. Entonces ella viene a mí, para que la remedie, ya con aceite, ya con árnica, ya tan sólo con mi piedad ociosa y llora a mi lado, llora a chorros, con todas sus lamentables arrugas que suben y bajan; entonces comprendo hasta qué punto es hermana mía, hasta qué punto aparece en su ser, desnuda, vacilante, la débil chispa que ocultamos nosotros bajo máscaras inútiles.
[La Evolución, 7 de Junio de 1909]
POR DEOS que post tan largo /shot