Fandom: Prince of Tennis
Universo: Sebastian
Pareja: Atobe/Fuji, Tezuka/Echizen y Sanada/Yukimura en principio. Cambiarán.
Advertencias: NR-13 como mínimo para el general del fic. En caso de necesitar algúna más especifica avisaré en dónde corresponda. Como siempre, AU.
Disclaimer: Los personajes pertenecen a Konomi. Las referencias a otras obras también pertenecen a sus respectivos creadores.
Sumario: De Tensai a Lucifer. Y Fuji lo único que buscaba era un mundo en el que no existiesen los dioses para recordarle que siempre había sido un ángel caído.
Notas: Hay varios detalles que ganan importancia si uno entiende el contexto al que hacen referencia, por eso, procuraré que al final de cada parte, en caso de requerirlo, sean mencionados. Algo general para el fic va a ser que el mundo en el que está ambientado la elección sexual es eso, una elección, y la mayor parte de la gente no juzga a las personas por ella.
Dedicatoria: Es cutre, pero como en su momento ni siquiera tenía acceso a internet, el capítulo está escrito con la intención de desearle un Feliz No Cumpleaños a la mitad Hufflepuff de
eratoirae con la promesa de ponerme seria con la historia, sobre todo ahora que tengo exámenes para los que estudiar.
Capítulo IV: Lo más común, vulgar, próximo y simple, eso soy yo*
La velada en la galería fue larga y exitosa. Varios críticos habían agradecido a Atobe que hubiese traído a Sebastian Gray hasta ellos. Los periodistas que habían cubierto el evento hablarían maravillas de la organización y, sobre todo, del transgresor, hermoso e inconvencional artista.
Artista que estaba frente a la limusina que lo conduciría de regreso a la mansión de su mecenas, fumando su enésimo cigarrillo y esperando, como si en realidad no tuviese nada mejor que hacer, a que lo llevasen a casa y lo volviesen a esconder del mundo. El mencionado mecenas, que acababa de aparecer allí, no pudo más que admirarlo, también por enésima vez; incapaz de resistirse a sus rasgos delicados y a su porte. Y para que negarlo, los ojos de Atobe se dejaron caer con fuego sobre el perfecto trasero enfundado en los pantalones de cuero sabiendo que en minutos, iba a ser suyo de nuevo.
Una parte egoísta de Atobe no se cansaba nunca de Fuji; no se cansaba nunca de lo bien que encajaban sus cuerpos y de lo natural que resultaba que se retasen el uno al otro, que se provocasen e hiriesen con la misma facilidad con la que otros se reían. Podría sentarse en su sillón favorito y ver pasar las horas sin dejar en ningún momento de analizar lo que eran, lo que su relación implicaba, y sabía que nunca terminaría de definirla del todo, de dar con todos los matices que los unían y los diferenciaban al mismo tiempo.
Para Atobe, el hombre esbelto y guapo que estaba frente a su limusina era exótico y familiar al mismo tiempo. Nadie atraía su atención de la misma forma que Fuji, nadie lo haría.
Bien era cierto que nunca terminaría enamorado de él. Atobe había amado a otros. Había estado muy encaprichado de Sanada y Tezuka había sido su primer amor. A Echizen no quería ni mencionarlo en la lista porque eso implicaba pensar en él. Y pensar en él lo conducía a recordar cómo Tezuka había estado a su lado durante toda la velada. No era que se hubiesen vuelto expresivos, pero la distancia entre ellos era mínima para el estandar que siempre habían mantenido; por no mencionar la mano que Tezuka había dejado inconscientemente (o Atobe creía que había sido inconscientemente) sobre la espalda de Echizen cuando el más joven había decidido preguntar a Fuji sin preguntarle.
Todo volvía siempre a Fuji antes o después. No tenía demasiado claro si eso era un ejemplo de lo característico que el “prodigio” era o una muestra de lo jodido que estaba emocionalmente. Probablemente no había nadie en el mundo con las emociones más enmarañadas alrededor de otros seres humanos como Fuji. Individuos que habían sido claves a la hora de formar su personalidad y que nunca le habían dado lo que necesitaba. Entendía lo de su padre, porque él tampoco podía presumir de un padre familiar y cariñoso. Quizá, una parte de Atobe, podría pensar que ninguna de esas tres personas sabían lo que Fuji requería; no es que fuera algo dificil cuando la mitad de las veces ni el artista lo tenía claro. Pero él había visto lo que Fuji necesitaba ya en el colegio. ¿Cómo Tezuka ¡Tezuka! que era capaz de detectar el mínimo detalle de las cosas no se había dado cuenta de que Fuji iba a terminar roto? Nunca terminaría de entender que tras tantas horas uno junto al otro, su antiguo rival -ese que Atobe siempre había considerado mejor que las otras posibilidades- nunca hubiese sido capaz de prever a Fuji.
Atobe sabía que todo el mundo decía que eso de predecir las acciones de un prodigio, de Fuji particularmente, era imposible. A él no se lo parecía. Cierto que uno nunca sabía con qué podía terminar saliendo exactamente; pero las directrices generales siempre estaban ahí. Y las de Fuji indicaban que una palabra fuera de tono, un gesto que no le agradase o una ofensa hacia alguien que respetase siempre iban a terminar igual: mal. Puede que él fuese demasiado devoto de las óperas del romanticismo como para juzgar con ecuanimidad, pero Fuji había tenido todas las papeletas para tragedia emocional juvenil.
Siempre sonriendo, hermoso y frágil. A veces, cuando Atobe podía disfrutar de observarlo como lo estaba observando en ese instante, sentía el impulso de comparar a Fuji con los alhelís de invierno del jardín de su madre, la única de las especies que cultivaba capaz de florecer en la estación fría. Al segundo siguiente de sentir ese impuslo recordaba que era el Fuji sádico y masoquista y decadente y cargado de perversiones con el que tenía que lidiar y que siempre conseguía regalarle un dolor de cabeza o un orgasmo, dependiendo de la situación. Compararlo con una flor era absurdo.
-¿Tannhauser?- Atobe alzó la vista y se encontró a Fuji sonriéndole como si supiese que había estado pensando cosas épicas y poéticas sobre él.- Vas a necesitar tu sueño de belleza, así que casi sería mejor que nos fuésemos a la mansión. Podrás admirarme allí cuanto quieras.
-No te estaba admirando.
-Claro.
-Tu soberbia te pierde, Sebastian.- replicó, acompañando su voz rotunda con un gesto de cabeza y disponiéndose a entrar en la limusina sin más consideraciones. Fuji entró riéndose por lo bajo.- O tu narcisismo.
-¿Estás seguro de que no hablamos de ti Tannhauser mío?
-Ore-sama no va a dignarse a responder a eso.
-No, ciertamente.- Fuji aprovechó para tomar una copa de champán del pequeño refrigerador de la limusina.- Lo que nunca me habría imaginado sería tener al gran Atobe Kiego llamándome soberbio y narcisita.
-Lo eres.
-Pero todavía no tanto como tú, querido.- dio un sorbo para esconder la sonrisa perversa, esa que Atobe sabía que implicaba dos cosas: problemas y sexo apoteósico. No iba a ser él quien se quejase.
-Siempre se ha sobreestimado mi fama de ególatra, narcisista y soberbio. Y no es como si pudiese evitar ser perfecto en todo lo que hago.
-Sí, perfecto. Por supuesto.
-¿No son nuestras imperfecciones las que nos hacen idóneos el uno para el otro?
-Ciertamente.
-Te encuentro poco comunicativo, Sebastian.- Atobe alzó una ceja y esbozó una sonrisa ladeada.- ¿La velada ha sido demasiado extenuante para ti?
-No, querido. Todavía me queda mucha resistencia más.- Fuji abrió los ojos para él, volviendo a prometerle una noche de las que creaban leyenda y Atobe, incapaz de contenerse, tembló de excitación. Aun así, ambos eran capaces de controlarse para que durante los pocos minutos que quedaban de trayecto no terminasen el uno sobre el otro. No es que tuviese algo en contra del sexo rápido, pasional y caliente en el asiento de su limusina. Le gustaba tanto como cualquier otra forma de sexo. Simplemente, no era adecuado para la situación.- Y pretendo hacer el trabajo extenuante esta noche.
-Eso será si yo te lo permito.
Fuji se echó a reír una vez más, divertido ante el pequeño ceño en el rostro de Atobe, al que no le había gustado nada el tono de lo último que su amante había dicho.
-¿Cuándo has podido negarme algo, Atobe?
-Llegará el día, Fuji, llegará el día.- enfurruñado, se cruzó de brazos y trató de visumblar algo entre las luces ambarinas de la ciudad. Lo sorprendió notar las manos de Fuji acariciando su antebrazo segundos después. Fuji no lo acariciaba. Se insultaban refinadamente el uno al otro, follaban, discutían, follaban, hablaban de teatro y arte, follaban, y de vez en cuando hacían vida social. Fuji no lo tocaba voluntariamente con cariño en la mirada.
-No me gustará cuando llegue.- susurró. Su voz rompió el hechizo y se dio cuenta de que acababa de hacer algo que se suponía que no debía hacer. Rápido como el rayo, los dedos pasaron de ser afectuosos a seductores en un instante y el propio Fuji se inclinó para dejar que su lengua rozase el lóbulo de su oreja.- Pero no va a ser hoy ese día, ¿verdad Keigo?
En su fuero interno, Atobe maldijo a todos sus antepasados. Cuando Fuji lo llamaba “Keigo” con ese tono de voz siempre tenía una erección y se convertía en gelatina en manos del artista.
-El chofer.- musitó, rezando para que Fuji aceptase la retirada momentánea y lo dejase componerse lo suficiente como para mostrar algún signo de presencia delante del personal de la mansión. Prácticamente su primer recuerdo de la infancia era su padre diciéndole que nunca dejase que los empleados viesen más de su vida privada que lo estrictamente necesario.
Por suerte, Fuji nunca apostaba por el exibicionismo a menos que el beneficio que obtuviese de él fuese considerable. El millar de detalles cariñosos de la fiesta tenían un objetivo claro: la prensa y la opinión pública. Incluso tenían otro objetivo más retorcido y siniestro: que Tezuka y Echizen los viesen. El segundo no iba a aportarles nada excepto la satisfacción de saberse heridos al no obtener ningún tipo de reacción de su panteón particular, pero estaba ahí y conociendo a Fuji, Atobe sabía que era, si cabía, más relevante para él que el primero.
La velocidad del auto se redujo hasta detenerse frente a la entrada de la mansión en la que ahora vivía Atobe, semejante a la enorme casa vacía en la que había crecido, y, en realidad, no demasiado lejos de la casa de sus padres. Padres que no sabía si estaban en el país o habían viajado a algún otro lugar del globo. Un calendario de eventos a los que sus padres solían acudir apareció en su mente, y se dio cuenta de que dentro de unas semanas empezarían las semanas de la moda y su madre desaparecería para ir a las grandes citas. Seguramente, su padre la acompañaría de un lado a otro que por mucho que no estuviese interesado en la moda, era un mercado que movía grandes cantidades de dinero, y si por algo se definían los Atobe era por lo bien que el dinero crecía junto a ellos.
-Tannhauser, no hace falta que suspires por mí. Sabes que soy todo tuyo.- bromeó la voz de Fuji proveniente de algún lugar a su izquierda.
Atobe, que ni siquiera se había dado cuenta de que había suspirado, se fijó en Fuji, que lo esperaba al lado del chófer (que mantenía la puerta de la limusina abierta mirando al suelo). Cuadrando los hombros, y recomponiendo su mente para que se concentrase en lo adecuado, esbozó media sonrisa y salió del vehículo. Agarró a Fuji inmediatamente, echando un brazo por su espalda y anclando la mano a la cadera huesuda del prodigio.
-Tenemos mucho que celebrar esta noche, querido Sebastian ¿no crees?- comentó mientras con un gesto de la cabeza saludaba al mayordomo y a las doncellas colocados en la puerta esperando su regreso. No les prestó más atención y se dirigió a las grandes escaleras que conducían al segundo piso y a su habitación.
-Evidentemente.
La sonrisa de Fuji en ese instante era venenosa y cruel, tan cruel e insensible, que por un segundo Atobe sintió la tentación de soltarlo y alejarse de él. Pero ese segundo terminó y en vez de soltarlo su mano se clavó sobre la cadera con más intensidad que antes, consciente de que seguramente cuando desnudase a Fuji las marcas de sus dedos se reflejarían moradas sobre su piel.
-Cualquier cosa se convierte en un placer si uno la hace con mucha frecuencia.**- citó, esbozando la misma sonrisa retorcida.
-No sabía que en algún momento lo hubieses pasado mal conmigo en la cama, Tannhauser.
-Querido.- replicó, abriendo la puerta del dormitorio y resguardándose así de los oídos y los ojos del personal doméstico. Liberó a Fuji y lo giró para encararlo. Una de sus manos acarició las puntas de un par de mechones de cabello castaño suave como la seda.- No es el sexo a lo que me refería.
-¿No, Keigo?
El tono de voz de Fuji era el mismo que había utilizado en el coche, ese que volvía las rodillas de Atobe gelatina. Sorprendente que solamente tuviese que pronunciar su nombre de esa forma, casi arrastrando las sílabas, modulando el sonido de cada una de las letras, y él, que había sobrevivido a algunas (y algunos) de los cazafortunas más hábiles, quisiese entregarle todo a ese ser perfecto frente a él.
-No, no es el sexo de lo que hablaba. El sexo es placer por sí mismo.- se acercó un paso más e inspiró el aliento cálido que acariciaba su barbilla. En un susurro prácticamente inaudible, respondió a la mirada juguetona de Fuji.- Es el veneno, querido. Tu sonrisa cruel. Lo inhumano que eres.
El artista, en respuesta, se echó a reír.
Atobe lo abrazó con propiedad y lo alzó del suelo. Sintió como los brazos esbeltos y fuertes se apretaban alrededor de su cuello. Algún día, serían los encargados de ahorcarlo, estaba seguro, pero en ese momento, mientras cruzaba la habitación en cuatro zancadas y la risa de Fuji resonaba contra su pecho, los brazos eran sogas de seda que lo atrapaban como una tela de araña a un mosquito. Sintió un escalofrío. Quizá de deseo y quizá de miedo. Las arañas siempre terminaban devorando a sus presas.
Lo tumbó sobre la cama y lo miró fijamente antes de besarlo. Los ojos azules seguían cargados de diversión y sorna, concediendo ser tratado de esa forma delicada y al mismo tiempo advirtiendo que era un juego al que le dejaba jugar durante un rato.
Mientras Fuji correspondía con languidez a su beso, las manos de Atobe fueron directas a la camisa, comenzando a abrir botones sin prisa pero sin pausa. Cuando se libró de todos, ancló una mano en la tersa y suave piel de la espalda de su amante y lo levantó hasta obligarlo a mantenerse sentado. Sus labios dejaron la boca de Fuji y pasaron a la línea de su mandíbula y a ese lugar entre el cuello y la oreja que siempre conseguía un suspiro profundo del prodigio. Su otra mano, mientras tanto, se encargaba de liberarlo de la ahora molesta prenda de ropa.
Se apartó de él un segundo, decidido a observar el efecto de sus caricias y sus besos en él. Deseando ver la mirada salvaje de Fuji, esa que le decía a Atobe que muy en el fondo, seguía siendo un ser humano, por mucho que se dejase manejar igual que fuese tan hermoso y manejable como una de esas muñecas de porcelana que su abuela collecionaba.
La mirada salvaje estaba ahí, cegando por un momento a Atobe. Fue el segundo que Fuji necesitaba para anunciar sin palabras que el juego se había terminado y le tocaba cumplir su amenaza anterior. Arrastró a Atobe hacia él y con un movimiento brusco y sorpresivo cambiaron posiciones. Evidentemente, Atobe Keigo no iba a dejar que el control se escapase de sus manos sin pelear, y se rebeló en contra de las nuevas circunstancias de inmediato, empujando al hombre sobre él y mordiendo y clavando las manos sobre la espalda desnuda. Fuji, alentado por el reto de la pelea, lo presionó más fuertemente contra el colchón, rozando la erección de Atobe con su rodilla y arrancando un gemido gutural del fondo de la garganta del millonario.
En ese momento, Atobe concedió. Dejó de importarle quién estuviese dónde mientras la lengua de Fuji siguiese lamiendo su cuello y su clavicula y sus manos continuasen sobre la cintura de su pantalón, liberándolo de la opresión a la que la ropa lo sometía. Sus manos volaron hasta la cintura de los pantalones de cuero, decidido a ser él quién se los quitase, única concesión que su brumosa mente hizo a sus deseos de dominio.
Cuando fue capaz de registrar el siguiente pensamiento racional (más allá de los ahíahí y ohdiosmás y Fujiahípordiosahí) ambos estaban desnudos y las manos de Fuji quemaban tanto como su lengua y Atobe sabía que su racionalidad se había fundido junto con su voluntad y no era más que el patético ser suplicante al que Fuji era capaz de someterlo en esas ocasiones en las que, como ese día, no cerraba en ningún momento los ojos y lo obligaba a mirarlo. A sentir que era suyo, todo en él, todo, le pertenecía a Fuji, con su hipnótica mirada y su sonrisa cruel y despiada.
Pero en esos momentos, Atobe sabía que eran ellos. Eran ellos aunque esa misma tarde hubiesen soñado con dioses, aunque después soñasen con dioses que estaban tan fuera de su alcance como la luna; en ese momento, Fuji solo lo veía a él, gimiendo y respirando entrecortadamente, sonrojado y con las piernas desvergonzadamente abiertas para instarlo a entrar en él y subir de nivel la sensación de ser poseído que ambos sentían.
Por suerte, Fuji siempre satisfacía ese tipo de deseos, y de pronto, se encontró sin aliento, con un gemido en el fondo de la garganta y la sensación de estar repleto. Una de sus manos retorció la sábana bajo él y la otra clavó las uñas en la espalda de Fuji. Lo sorpendió sentirse vacío de nuevo un segundo después, pero antes de tener tiempo para pensar la sensación de plenitud reapareció. De conservar un resquicio de lógica, sabría que esas eternidades en las que Fuji no estaba totalmente dentro de él eran tan cortas como cuando sí lo estaba, pero Atobe se había ido demasiado lejos en la intoxicante presencia de su amante como para hacer algo que no fuese gemir a gritos.
El aliento pesado de Fuji junto a su oído, sus dientes mordiéndole el hombro, sus manos sujetándolo como si fuesen garras, y su polla golpeando ritmicamente ese lugar dentro de él que lo hacía temblar y resollar y suplicar y gritar todo al mismo tiempo... Fuji se convirtió en algo demasiado intenso y Atobe se corrió, sintiendo como si una explosión blanca hubiese nublado el mundo y él se hubiese quedado en medio, las contracciones de algunos de sus músculos haciéndolo temblar.
Cuando volvió a abrir los ojos, Fuji estaba tirado a su lado en la cama, respirando ruidosamente y con pequeñas gotas de sudor empezando a secarse sobre su piel. Su cabello humedecido dejaba manchas en las sábanas de satén.
-He tenido que estar sublime.- le dijo cuando lo vio consciente. Atobe no pudo contener una sonrisa traviesa.- Después de todo, uno no consigue noquear al gran Tannhauser muy amenudo.
-Eres un gran artista, Sebastian.
-Y todo arte es inmoral.***
La risa de Atobe llenó el espacio del dormitorio.
-Eres imposible.
-Por eso estás deseando la segunda ronda. Y así demostrar que tú también eres imposible, y los dos somos tan imperfectos que nunca habrá nadie más adecuado que yo para ti y tú para mi.
Toda la respuesta del millonario fue girarse y atraerlo hacia él. Había ocasiones en las que Fuji tenía razón. Y si tenía razón, tenía razón.
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* Canto a mí mismo, Hojas de Hierba; Walt Whitman.
** El Retrato de Dorian Gray; Oscar Wilde.
*** Intenciones; Oscar Wilde.
Muchas gracias por leer ^_^