Terminé la gestión consular a las 11 y media de la mañana. Disponía del resto de la jornada para visitar Roma.
Un tópico a desmentir, al menos en parte, y para mí el primero: la idea, un poco pesimista y exigente en exceso, de que un día en Roma casi no da para nada. Evidentemente, no vi ni una cuarta parte de las cosas que pueden verse en Roma; pero vi cosas. Y me llevé la impresión de una toma de contacto fructífera, del inicio de una familiaridad: quizá porque, deliberadamente, decidí concentrarme en una única zona, la cercana al consulado: la Via del Corso y aledaños, si exceptuamos una incursión en el Vaticano, y esto me permitió estar siempre orientado y callejear con naturalidad, con la impresión de hallarme en un espacio conocido. Por otra parte, quizá no sea ajeno a todo esto el hábito de estos últimos tiempos de contemplar arte como una actividad casi cotidiana lo que, sin mitigar el deslumbramiento, lo vuelve cercano y consciente, más susceptible de frucición.
Pude ver, según he contado ya, San Carlo alle quattro fontane, la Fontana di Trevi y la Columna de Marco Aurelio. Después estuve en la Plaza de San Pedro, la Plaza de España (incluyendo el Caffè Greco, la Iglesia de la Trinidad -la que corona la plaza- y la casa de Keats), el palacete de Zucchero, La Piazza Pietra, el Panteón, y las iglesias de Santa Maria sopra Minerva y San Ignacio. Por último, al final de la Via del Corso, desemboqué en el monumento a Vittorio Emmanuele II, y, un poco más adelante, a la izquierda, en el Coliseo, que vi ya de noche, iluminado, después de atravesar el Foro romano, que sólo podía atisbar en la penumbra. A estas alturas estaba ya verdaderamente agotado de tanto andar. La mochila me pesaba como si hubera robado algún capitel corintio y lo llevara dentro; y tenía el gusto estragado, así que, lo poco que vi de las ruinas de la Roma latina, tampoco consiguió ya impresionarme demasiado.
Si Florencia es renacentista y de piedra ocre y tosca, con vetas de Carrara y serpentina verde, Roma es barroca y suntuosa, con una gloria hecha de nubes de alado Travertino.
La Plaza de San Pedro me impresionó por la absoluta genialidad arquitectónica que supone la columnata de Bernini, que abraza el espacio con orden abrumador, de modo que, conforme caminas, de los dos pares de columnas multiplicados con implacable precisión simétrica, o bien sólo crees ver una única fila, o bien esa misma única fila con una nueva tercera columna que surge súbita entre cada dos. Desde arriba contemplan al peregrino acercarse a la Basílica todos los santos de la Iglesia, y el peregrino los contempla a ellos y se siente movido a emulación ante tanta grandeza y santidad reunidas. Verdaderamente, como espacio teatral para conmover el alma por medio de la pompa es irreprochable. Tan sólo las gaviotas, que se empeñan en posarse pertinaces sobre tiaras, mitras y tonsuras rompen el encanto solemne para mutarlo por otro más ingenuo.
La otra cosa que acaso más me impresionó fue el Panteón, por sus dimensiones y su sobria solemnidad, que rompíamos los visitantes: imposible cobrar la entrada, la pequeña plaza donde está se atestaría en la espera, la entrada es gratuita y las inmesas puertas están abiertas de par en par. El interior bulle como un centro comercial: gritos, risas, flashes (a pesar de que está prohibido). Con todo, algo sagrado permanece ajeno al vulgo municipal y espeso como un vestigio de dignidad inexpugnable.
La Fontana di Trevi es un capricho barroco: en mitad de una pequeña plaza, una fuente simula ser un edificio, o un edificio simula ser una fuente. Sin ser enorme, la casa en cuestión es grande. Pero ahí está el genio ilusionista: como las estatuas son más grandes que las ventanas, el efecto que nos produce es el de una desaforada casa de muñecas, un escenario dejado en mitad de una placeta.
Por último, en lo que se refiere a prodigios, uno natural: sobre el monumento a Vittorio Emmanuele II, miles de pájaros, en bandadas compactas, volando y entrecruzándose éstas por el cielo, hincháandose y deformándose como organismos unitarios, como amebas delirantes en un portaobjetos. Literalmente, sin hipérbole, no podía creer lo que veía. Mucha gente, como yo, también se paraba a mirar asombrada. De veras que nunca había visto una cosa semejante.
Las decepciones: objetiva, la de la Plaza de España: levantada para quitarle los adoquines, que, al parecer provocan numerosas caídas de motociclistas; la iglesia de la Trinidad, su cima, tras andamios publicitarios; parecía una metáfora de la realidad a la que nombra. El palacete Zucchero, también estaba andamiado, pero aquí por lo menos podía entreverse la gracia: las puertas y las ventanas con forma de monstruos manieristas. Me tomé un Cappuccino a un precio indecente en el Caffè Greco, fundado en 1750 y a cuyas mesas se sentaron Goethe, Lord Byron o Balzac. Por lo menos el camarero con frac me trajo agua en un vaso de cristal tallado sin que yo se lo pidiera (ni el agua ni la calidad del vaso).
La decepción subjetiva, increíble: el Coliseo. Quizá porque estaba cansado, y sólo pensaba ya en que me dolían la espalda y los pies, quizá por una cuestión de expectativas: en las fotografías siempre parece más grande, el caso es que me pareció más bien modesto... Esto es una herejía de la que acaso abjure en una visita posterior, o no.
Para quien no me crea, algunas fotografías: