Había sido necesario que la noticia viajara de boca en boca, de periódico gratuito en periódico gratuito desde la persona que había visto morir a Sony hasta nuestros oídos. Sony, el buen Sony… y ¡tantos otros!… Por más que doliera había llegado la hora de que algunas generaciones de muchachos de los de antes empezaran a verse algo ancianos o sufrieran parkinson, o estuvieran al borde de aquello que siempre era peor que todo lo demás... Ya no sabíamos qué pinta tenía Roger. Eso nos entristecía.
Nos consolábamos medianamente intercambiando cromos grasientos rodeados de goteras en los soportales; pero como es muy cierto eso que dicen de que hay un límite para cada cosa, llegados a cierto punto de la primavera fuimos sencillamente incapaces de lidiar con determinados hechos. Aquel era uno.
Tampoco ayudaba mucho la manera en que nuestros brazos, que llevaban ya unos cuantos meses pudriéndose bajo un grueso mantillo de suéteres de manga larga, hubieran empezado a criar una especie de pelusa ennegrecida que, observada bajo una lupa de digamos no demasiados aumentos, mostrara:
- diminutos filamentos coniformes apostados ora aquí, ora allá.
- textura híspida.
- progresión asargazada.
de nuevo lluvia…era ya el colmo…
- ¡Anhelamos un poco de sol!- estalló Vienesa Mit. Pipermín con la cabeza medio ladeada y gesto ceñudo.
- ¡Es imperativo que corramos campo a través! - expresó enérgicamente Fricativo Joe.
- Propongo caminar hasta llegar a algún sitio y virar en dirección sur o cualquier otra dirección cuando hallemos de frente una autopista peligrosa de cruzar - dije yo misma sin ningún tipo de propósito ulterior puesto que jamás había dicho algo sensato, y no parecía que esta fuera a ser precisamente la primera vez.
Definitivamente nunca habíamos andado más allá de los límites de Chupitown, esto último quizá para revindicar, aunque nadie dijo nunca lo contrario, que el pseudodelicatepunk jamás moriría. Tampoco estábamos muy seguros de que éste género existiera en algún lugar fuera de nuestras cabezas, y probablemente, y ya a estas alturas, ni siquiera dentro.
(…)
Aquel día turbio de mantas y jerséis de lana colgando en calma quieta de los tendederos, creímos que no teníamos nada que perder; y como aviso soterrado de explosiones de estufas de gas y holocaustos nucleares, fuimos expulsados hacia el extrarradio por la incomprensible fuerza centrífuga de lavadoras preparando el barbecho de la ropa de invierno.
Había llegado el calor y… paseábamos -
Rechinando los dientes, clavábamos nuestras zarpas en el suelo polvoriento y avanzábamos, lamiendo con los ojos, la refrescante amabilidad porosa de los Graffiti. Supersaturábanos los sentidos la vieja basura, poniendo deliciosas notas de color en los descampados y haciendo nuestra travesía un poco más simpática y sorprendentemente accidentada.
Se percibía algo atómico flotando inmóvil en el aire reseco, pero avanzábamos.
Nadie dijo nada de la sensación cucarachesca que empezaba a desenvolverse no muy a lo lejos ni de lo enrabiecidos que habíamos empezado a marchar, ¿teníamos el pelo demasiado largo?, ¿las uñas demasiado cortas?¿la ropa demasiado pegada al cuerpo, la lengua al paladar? ¿Habíamos andado demasiado, llegado demasiado lejos?
Hubiéramos hecho estallar nuestras muelas, acabado tumbados panza arriba echando espumarajos por la boca como pobres caballos de usar y tirar, si nuestros talones, ásperos y encallecidos de trotar durante más de dos días, no hubieran percibido a pesar de las durezas, el suave mugir de la hierba viva bajo nuestros pies.
De frente la pradera. Aquí y allí habían florecido escuetas parejas de novios, que absorbidos por completo en la tarea del cortejo, se polinizaban unos a otros extrayendo en spray, la sustancia amarillenta brotada de sus espinillas a mero golpe de uña.
Sabíamos que éramos transparentes, pero nos alejamos discretamente.
Sobre la cima luminosa de un cerrito cercano árboles recién nacidos ponían las hojas del revés como manos de bailarinas tailandesas. Tenues tirones de brisa nos invitaban a descansar extasiados sobre él, y ráfagas y caricias de viento traían desde lo lejos el aroma mineral y ceniciento de cuerpos humanos incinerados. Eran los vapores tóxicos de horno crematorio del cementerio.
Al otro lado de momento.
Nadie nos había nunca confesado, aunque quizá por no amargarnos el día, que no había un sitio en el mundo más nuestro que el que un día ocuparían nuestras cenizas en el espacio.
Ese día lo supimos.
Sony en suspensión.
Después nos lloraron los ojos, se nos puso rasposa la lengua y el aire inhalado despellejó las fosas ardientes de nuestras narices con cada resuello. Otro golpe centrífugo.
A lo lejos se divisaba ninguna parte y más allá de eso, nada.
Aprovechamos nuestro trasluz para dejarnos arrebatar, a una orden de Vienesa (hop!), cuello estirado, brazos bien pegados al cuerpo, por una ráfaga de viento donde el aire jamás ha sido respirado.