Volví a escribir. Este fic tiene una historia bastante ridícula de cómo lo hice, que incluye a
loyle diciéndome que parecía sol :),
sordida riéndose de mi por mi respuesta, yo sola en la playa sin más fics que leer :D Y
caribelleih siendo tan genial como siempre. Ojalá que a las 4 personas que conozco que leerán esto, les guste ♥
(Nota: El título. No tienen idea de lo que me reí escogiendo el título).
California Boy
Resumen: El final del camino de lo que son años de algo (más, más que algo), es en una playa, el sol quemando la vista y las olas rompiendo en la orilla.
Arthur/Eames, PG, 1700 palabras.
California Boy
i.
―Eames ―dice Arthur como saludo al contestar el teléfono. Eames.
―Estaba en Tombuctú, Arthur, Tombuctú, tuve bastantes escalas para arrepentirme. Si tengo que insistir, voy a exigir una buena recompensa ―cuando en el ruido de fondo se escucha una llamada a embarcar el vuelo a Estados Unidos, Arthur sabe que ya, que no hay vuelta atrás.
―De acuerdo ―responde, despacio, casi inaudible, casi dudando, pero no realmente―. De acuerdo ―repite Arthur, esta vez, definitivo.
ii.
―California, ¿eh?
Eames se sienta a su lado sobre la arena y Arthur solo gira un poco el rostro, entrecerrando los ojos cuando el sol les pega directo. Vuelve la vista al frente, entonces, sintiendo un hombro de Eames rozar el suyo.
―Me gusta la vista ―dice ligero, encogiéndose de hombros. Las piernas de Eames tocan las suyas y Arthur las empuja un poco, chocando rodilla con rodilla y mojando a Eames en el proceso.
―Hubiese apostado por la ribera Francesa ―dice Eames, se recuesta en la arena, apoyándose en sus codos con la cabeza levantada, los ojos cerrados y Arthur al fin puede mirarlo sin ser cegado por el sol. Sus tatuajes destacan bajo la luz de aquella mañana y Arthur encuentra difícil alejar la vista de él, más cuando el traje de Eames está ajustado en todos los lugares correctos―. O Viena ―agrega, intentando mirar a Arthur, enfrentando al sol.
―Lo sé ―dice, volviendo la vista al frente. Al mar, a la tabla de surf que descansa a su izquierda.
Parte de ser quienes son está en no mostrarse tal como son, ¿no? Eames usa horribles camisas para ser subestimado y recordado por la ropa que lleva y no por su rostro, no por quién es. Arthur es serio, eficiente y esconde lo fácil que le es sonreír, los hoyuelos, porque de alguna manera huir de país en país y robar información de magnates para otros magnates no parece coincidir con gente de risa fácil, con gente que ama a otra gente, con gente que puede disfrutar una mañana tranquila deslizándose en el mar, leyendo literatura rusa o haciendo crucigramas.
Pero ahí están.
Eames tocó a su puerta la noche anterior, después de cinco llamadas perdidas en una semana, un mensaje de voz voy para allá y un mensaje de texto donde sea que estés. Arthur contestó la número seis, porque eso de correr no es lo mismo si no te amenazan de muerte.
Arthur no le teme a Eames. Más bien le teme a lo que le pasaría sin él, una vez que ambos acepten esa cosa que han llevado por años. Bueno, bien, demasiado tarde, porque Eames está ahí, en su casa, en su punto de regreso a donde sea que vaya. Y ya han aceptado eso que sea que tienen.
Hubo un momento en que Arthur no supo qué hacer con ellos. Su relación, era… bueno, era.
No tenían nombre, no lo necesitaban. En un principio, se veían entre trabajos, nada complicado, nada que mereciera ser pensado dos veces. Eames era seguro, era confiable dentro de toda la desconfianza que era parte del día a día para mantenerse con vida. Cuando Eames declinó un trabajo para coincidir con el tiempo libre que Arthur iba a pasar en Viena, ninguno dijo nada. Cuando comenzaron a escoger trabajos juntos, a llamarse para comentar el clima o la nueva corbata de seda, algo entre ellos cambió. Sutil y silencioso, natural. Como si fuera el paso siguiente. Pero aún seguían teniendo algo. Exclusivo, intenso, pero algo. Arthur podría haber tomado una bala por Eames y enojarse cuando Eames tomaba riesgos sin necesidad, pero lo que había entre ellos seguía sin nombre, sin un lugar fijo.
Después de pasar tiempo con Eames, donde sea que fuese (una semana en España, tres días en Ucrania, aquellas tres semanas en Florencia) Arthur seguía volviendo solo a casa, igual que Eames, aunque ninguno lo dijera.
Era como si guardaran esos detalles de sus vidas para mantener la distancia entre lo que hacían (el trabajo, los sueños) y a donde pertenecían (sus hogares, sus familias, las cenas bulliciosas y los hermanos molestos).
―Tengo que volver a Londres ―dijo una vez Eames, precavido, volviendo a la habitación del departamento que mantenía en Vancouver. Arthur seguía desnudo entremedio de las sábanas, observando el paisaje a través de la ventana. Eames había salido a contestar una llamada telefónica (lo siento, tengo que contestar ésta, había dicho, antes de salir de la habitación).
Estaban recostados uno junto al otro, Arthur utilizando un hombro de Eames como almohada, ambos recuperándose del reciente orgasmo. Eames siempre contestaba las llamadas frente a Arthur porque confiaba en él. Esa llamada sólo podía ser de algo de lo que ellos no hablaban: familia, casa, amigos.
Arthur se acomodó de lado en la cama, observando a Eames, esperando que siguiera. Pero Eames no dijo nada más, sino que se colocó un par de calzoncillos y comenzó a dar vueltas por la habitación, ordenando sus cosas, evitando mirarlo. Arthur se quedó allí, sentado en la cama, la sábana en sus caderas.
―¿Qué harás? ―preguntó Eames luego de unos minutos de silencio.
―Volver a casa ―dijo Arthur, quizás un poco adrede. Quizás un poco cansado de no saber qué hacer con ellos.
Eames lo miró quizás unos segundos más de lo necesario antes de asentir, pero no dijo nada.
―De acuerdo ―dijo.
Arthur habría querido decir algo, decirle que podría acompañarlo, a Londres, si Eames se lo pidiera, o que podían ir a su casa, en California. Pero no lo hizo y Eames tampoco.
iii.
No habría pasado nada si Arthur no hubiese estado tan borracho, unas semanas después de eso. Estaba en su casa sintiéndose cobarde; Eames había dado el primer paso para que lo de ellos comenzara, él tendría que dar el siguiente para obtener lo que quería. Y quería a Eames, ya sin restricciones y sin secretos. Deberías estar acá. En mi casa, digo. Yo… debí invitarte. Eames, Eames. Pero a veces es como si -mierda Eames.
Al día siguiente Eames lo había llamado, reiteradas veces. Y Arthur lo había ignorado, hasta que se hizo insoportable y la resaca ya no le servía de justificación para no enfrentarse a sus palabras. Y semanas después, ahí estaban.
―Y está eso del surf ―agrega Eames, retomando una conversación de la noche anterior.
―Te dije que no me conocías ―sonríe Arthur aunque Eames no puede verlo. Llevan años haciendo lo mismo. Llevaban, recuerda Arthur. Quedándose en hoteles durante semanas, encontrándose entre trabajos, compartiendo los departamentos que cada uno tiene alrededor del globo. Mostrando cada vez algo nuevo de sí mismos, un detalle, un escritor favorito, una alergia a alguna comida.
―Sobrevalorado ―dice Eames con desinterés. Eso de conocerse completamente, completa Arthur en su mente. Se inclina hacia adelante en la arena, una de sus manos acariciando un tobillo de Eames―. Saber todo de alguien es aburrido, no hay sorpresas, no hay nuevos descubrimientos ―Eames se recuesta completamente en la arena, manteniendo los ojos cerrados y, aunque Arthur no lo está viendo, puede sentir la sonrisa en el rostro de Eames―. Sé suficiente ―Eames se sienta otra vez, incorporándose en un solo movimiento, y pasa un brazo sobre los hombros de Arthur, que aún tiene algunas gotas de agua recorriéndolo―, para lo demás hay tiempo.
―La literatura rusa no es algo que alguien común disfruta, Eames ―dice Arthur de la nada luego de unos segundos―. Ni de perseguir gente a través del mundo ―Eames apoya su cuerpo contra el suyo y Arthur casi puede sentir el roce de los labios en su mejilla―. El ajedrez online es aceptable, pero altamente depresivo.
Eames se ríe, inclinando la cabeza hacia atrás, como riéndose con todo el cuerpo.
―Espiar a la gente no es una cualidad valorada, Arthur ―dice Eames, una sonrisa en los labios―. Aunque me siento halagado por el interés.
―Tonto ―bromea Arthur de vuelta, girando el rostro y encontrándose con los ojos de Eames fijos en él. Todo lo que dicen no es realmente lo que quieren decir, pero después de tanto tiempo no hay necesidad―. Han pasado años ―dice Arthur, suave, y su voz casi se pierde con el sonido de las olas y el viento, delante y alrededor de ellos―, además ―agrega, levantándose y haciendo una pausa en sus palabras, extendiendo una mano hacia Eames para que también lo haga―, es mi trabajo. Y si algo sabe de mí, señor Eames ―continúa, acercando sus rostros hasta que los sus labios están tocándose― es que soy malditamente bueno haciéndolo.
Arthur cierra el espacio entre ellos, o tal vez es Eames, qué importa. Sus labios chocan, se muerden, sus bocas de abren y las sus lenguas se encuentran de una manera conocida pero que jamás parece la misma. Las manos de Eames recorren la espalda húmeda de Arthur y se anclan a su cadera, ahí en el borde del traje de baño, sus torsos tocándose. Arthur enreda sus manos en el cabello de Eames y el beso se interrumpe unos segundos, lo suficiente para que Eames recupere el aliento, sonría satisfecho de sí mismo como sólo él sabe hacerlo, y diga claro que lo sé, Arthur, claro que lo sé.
Y pueden no conocerse del todo, porque diablos, quién lo hace, pero están ahí, en medio de la playa, la tabla de surf de Arthur en el suelo y las ventanas de su casa detrás, exponiendo más de lo que Arthur habría soñado mostrar.
(Y entonces, Arthur lo empujaría un poco, desde el hombro, desde ese tatuaje que ama lamer y le regalaría una sonrisa. Sincera, con hoyuelos. Eames quedaría desarmado por unos segundos, quizás pensando mierda, estoy jodido y Arthur saldría corriendo hacia el mar, riendo a carcajadas porque ya no hay que esconderse más y el sol brilla en sus cabezas y el agua moja sus pies. Arthur correría hacia el mar y nadaría, jugando. La sonrisa de Eames competiría con el sol antes de lanzarse al mar tras él.
Eames lo sujetaría de un tobillo, porque no sabe jugar limpio. Y entre que se hunden e intentan no tragar agua, Arthur rodearía a Eames con piernas y brazos y Eames sostendría su peso y pegaría aún más sus cuerpos y entre ellos no habría nada más que agua y tela. Y se besarían, salado, hambrientos. Arthur mordiendo no tan suavemente los labios de Eames, Eames abriendo la boca, jugando con su lengua, dejando un escapar un gemido, queriendo estar así para siempre.
Y podrían. Pero también, podrían hacer miles de otras cosas, porque esta vez, esta vez hay tiempo de sobra).
fin