Apr 02, 2015 13:14
Estaba fuera de mi elemento la primera vez que me enfrenté a tus enormes ojos oscuros. No puedo decir que todo se diluyera (ni sería cierto ni me permito ser tan cursi), pero es cierto que el mundo se atenuó un poco. Los rostros desconocidos que me rodeaban fueron perdiendo sus rasgos, y la música de ese bar para jóvenes universitarios en el que yo estaba tan fuera de lugar se fue convirtiendo poco a poco en un murmullo de fondo. En otros momentos de mi vida, apenas me habría atrevido a sostener esa mirada que parecía capaz de incendiar todo aquello en que se posaba. En cambio aquella noche avancé directamente hacia ella, como una polilla atraída por la llama. Algo he debido aprender en este tiempo.
Hablabas y te movías con la determinación y seguridad que debe dar saber que no hay fuerza en el mundo capaz de resistirse a tus ojos, tu escote y tu sonrisa. Que no habría puerta que tu belleza no te abriese, y si la hubiera, que tu ingenio no pudiese derribar. Me contabas, entre risas, que siempre bebías gratis en ese sitio tan caro al que fuimos después. Hasta aquella noche, supongo, en la que yo no te invité a nada y pagaste (sin rechistar) por tus propias copas. Y es que, como decía, alguna cosa he aprendido en estos años.
Nunca terminé de creerme del todo que yo te gustara. Ni cuando esperamos a que mi amiga fuese al baño para besarnos, ni cuando te convencí para que vinieras a casa, ni cuando desperté por la mañana y vi que seguías allí. El mundo es, en general, un lugar tremendamente injusto. Afortunadamente, esa injusticia funciona en dos direcciones: a veces uno lucha durante meses o incluso años por algo que quiere, y nunca llega a conseguirlo. Otras veces, en cambio, llueve del cielo un maná que no hemos hecho nada para merecer.
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